Enrique Planas

Nunca ha ido al Perú porque, confiesa, no ha ido nunca casi a ningún sitio. A (Úbeda, 1956) no le gusta viajar, le cuesta subirse a un avión. “Viajar es algo que hay que administrar muy cuidadosamente”, advierte. Sin embargo, el premio Príncipe de Asturias 2013 tampoco es un ermitaño. Radicó en Nueva York, donde dirigió dos años la sede del Instituto Cervantes. Ahora vive a caballo entre Madrid y Lisboa junto a su mujer, la reconocida escritora Elvira Lindo y a inicios de diciembre, lo encontramos en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en México, donde llegó para hablar de su más reciente novela, “No te veré morir”.

Sin haber puesto un pie en tierra, el escritor andaluz dice conocer bien nuestro país. Llevo toda mi vida leyendo sobre el Perú”, nos dice. En efecto, uno de sus primeros despertares literarios, a los 16 años, fue leer “La casa Verde”, una experiencia deslumbrante como él define. “En esa época, a inicios de los años setenta, en la dictadura franquista los modelos literarios existentes eran bastante limitados. Había maestros como Camilo José Cela, que me provocaba un rechazo instintivo. Otros, muy buenos como Miguel Delibes, no los leí como hubiera debido. Te encontrabas con la siguiente alternativa: entre una literatura experimental o una toscamente comprometida. Entre un barato realismo social y un experimentalismo forzoso. Esa contradicción me paralizaba. Cuando empecé a leer a los escritores de América Latina la contradicción se resolvió”, recuerda.

El escritor español Antonio Muñoz Molina durante la Feria Internacional de Guadalajara en el 2019
El escritor español Antonio Muñoz Molina durante la Feria Internacional de Guadalajara en el 2019
/ ULISES RUIZ

—La que se llamó “Nueva novela española” tuvo un aprendizaje directo con el “Boom”...

En mi caso, sí. Con parte del “Boom”. No con todos. Es muy interesante lo que ha ido ocurriendo con los años, cómo el célebre “Boom” se va modificando. Cómo escritores con menos visibilidad de pronto van emergiendo. Un ejemplo rápido y claro: Julio Ramón Ribeyro. Un autor con una absoluta falta de complejos al momento de contar las cosas.

—Interesante que cite a Ribeyro. En su novela “No te veré morir” hay un tono muy ribeyriano, su protagonista me recordó al de “Silvio en el Rosedal”.

Qué bueno que lo adviertas. No son influencias conscientes. Pero es así. Esa es mi educación como escritor. He escrito mucho sobre él. Es una de las voces fundamentales, por esa falta de grandilocuencia. Sus diarios son un monumento absoluto. Sus “Prosas apátridas” lo daba a leer a mis estudiantes del programa de escritura creativa en español en la Universidad de Nueva York. Un libro completamente inasible.

—Lo mismo podríamos decir de “No te veré morir”. Usted pertenece al tipo de escritores para quienes el argumento de una novela es un pretexto para profundizar en sensibilidades, en atmósferas, en experiencias. ¿Esa es su agenda?

Soy muy poco teórico, ¿sabes? A mí lo que más me gusta es dejarme llevar. Encontrar un arranque y dejarme ir. Me gusta experimentar, no en malabarismos técnicos, sino buscando la mejor manera de contar sensaciones del momento. Me gusta conseguir construcciones narrativas que tengan belleza.

—Uno de los temas más importantes de su novela tiene que ver con el sentimiento del extranjero. ¿Cuánto se identifica con esta forma de ubicarse en el mundo?

Yo de niño quería ser extranjero. Es algo que te define. De pequeño, vivía en un mundo completamente cerrado. Mi calle terminaba en el campo. Era la época en que los pueblos terminaban. Mi casa daba al valle del río Guadalquivir, en la sierra de Mágina. Y yo me preguntaba qué habría detrás de aquello. En todas las especies hay una lotería genética que distribuye, de manera equilibrada, los que tienen el gen de irse y los que tienen el gen de quedarse. Es una estrategia de supervivencia. Y yo siempre me he sentido un poco fuera. Cuando empecé a ir al instituto de enseñanza secundaria y luego a la universidad, lo sentía claro: Muchos eran de familias de clase media o alta. Pertenecían a un grupo. En mi caso, sentía que si perdía mi beca, tenía que irme. Me ha pasado en la vida: empecé a trabajar en una oficina municipal y veía a los funcionarios, ¡tan ribeyrianos, tan perfectamente acomodados! En reuniones de escritores veo la autoridad con la que hablan, y me siento bastante forastero. ¡No te digo ya cuando vives en otro país! Eso produce desamparo, inseguridad y desapego, pero también te permite fijarte en las cosas.

Antonio Muñoz Molina antes de recibir el premio Príncipe de Asturias en el 2013
Antonio Muñoz Molina antes de recibir el premio Príncipe de Asturias en el 2013
/ MIGUEL RIOPA

—Gabriel Aristu, tu protagonista, es un hijo de la posguerra civil española. Su padre quiere para él una vida que él no tuvo, e invierte todo lo que tiene en su educación. Sin embargo, es la educación lo que separa al hijo de su padre. Pareciera que, hagan lo que hagan, los hijos siempre resentirán de sus padres. ¿Es así?

¿Sabes lo que pasa con la paternidad? Que las quejas de los hijos son inmediatas y los agradecimientos son a largo plazo. Nosotros, los que somos padres y madres, lo que queremos ahorrarles a nuestros hijos es el sufrimiento. Y cuando los vemos sufrir, sentimos vergüenza por no haberlo podido evitar. La posguerra en España fue más dura que la guerra, más larga, más cruel. El padre del protagonista es un hombre conservador, que ha conocido la civilización, la España de la “Edad de Plata”. Este hombre vio el horror y quiere que su hijo no se contagie de eso. La España que yo conocí de niño era una cosa repugnante: o te hacías fascista o reaccionabas ante ello. Y él quiere proteger a su hijo, ahorrarle ese horror. Y por eso sueña con que estudie en el extranjero.

—Y con ello, la generación siguiente asume la responsabilidad de ser mejor que sus padres. En su novela, es algo que resulta frustrante.

Y si no es frustrante, genera un sentimiento de culpa. En mi caso, hacerme universitario me alejó de mis padres. Esas tensiones solo las comprendes cuando dejas de ser hijo y te haces padre. Cuando yo era adolescente, pensaba que mi padre y mi madre eran personas muy conservadoras, casi primitivas, muy apegadas al campo. Y eso era mentira, era mi imaginación. Lo que ocurría era que mis padres tuvieron que dejar de ir a la escuela al empezar la guerra. El franquismo cerró las escuelas de la República. Lo que a mí me parecía un proyecto de vida cumplido por ellos, para ellos fue una amputación.

—Como pocos escritores, en sus novelas usted fusiona la historia del arte con la vida cotidiana. En “No te veré morir”, una historia de amor se combina con temas tan actuales como la decolonización del arte, el barroco latinoamericano, el hallazgo de pintoras mujeres en la historia. ¿Cómo ilumina la historia del arte sus novelas?

Eso es importante. Mi visión del arte es como mi visión de la literatura: pragmática. La literatura y el arte no son construcciones decorativas, son elementos fundamentales de la psique humana. No hay una sola cultura en la que no haya representaciones visuales, música y relatos. El arte y la literatura son formas de explicar el mundo, como pueden serlo las fórmulas químicas o las ecuaciones matemáticas. Son fundamentales para conocer el mundo y al mismo tiempo para escaparnos de él. Ese carácter vital de la obra de arte influye en lo que yo escribo, porque también forma parte de mi vida.

—Hay en su novela un caso curioso: un historiador de arte que dedica su vida a la obra de un pintor que detesta…

La vida universitaria en Estados Unidos, tan idealizada en otra época, es ahora un infierno de precariedad laboral y coacción ideológica. En una universidad americana, el grado de libertad de expresión es equipararle al que pueda haber en Corea del Norte. Por otro lado, en un viaje a Sevilla, aproveché para ver una gran exposición de Juan de Valdés Leal, pintor barroco del siglo XVII. Y en la muestra había unos cuantos que estaban bien, pero también una cantidad de cuadros horrorosos. ¡Era una factoría de pintura para frailes! En esa época, los pintores holandeses trabajaban para burgueses prósperos, mientras que en España, los artistas que no eran Velásquez lo hacían para los conventos más tenebrosos. Me horroricé al ver aquellos santos y mártires degollados, tan horrendos. Y esa sensación la trasladé a mi personaje.

—No puedo evitar transpolar las historias de la Guerra Civil con la actual polarización que sucede ahora en España. ¿Cree urgente es proponer el centro político como espacio de encuentro?

Sí. Lo que tenemos que hacer es concentrarnos en las cosas prácticas. En ellas es fácil ponernos de acuerdo. Hay poca conciencia de la fragilidad de las cosas. Se cree que da igual lo que se diga, pero no es verdad. El tejido de la convivencia se puede romper muy fácilmente. Los que nos dedicamos a escribir debemos empeñarnos, por lo menos, en no echar más leña al fuego. Pero hay fuerzas tan poderosas que nos arrastran, dirigidas por seres completamente banales. Gente como Trump o como Milei, vanidosa e infantiloide.

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