La mañana del domingo 6 de junio de 1920, el entonces presidente Augusto B. Leguía tiene que empinarse para entregar el bastón de mariscal del Perú a don Andrés Avelino Cáceres Dorregaray, hasta entonces general de división. Su nombramiento había sido aprobado meses antes por el Congreso, con 84 votos a favor y una abstención, publicándose como la Ley N° 4009. El acto contó con la presencia de todas las tropas existentes en la capital.
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Más que su sentido en sí mismas, las efemérides redondas interesan por la coyuntura en que coinciden. Y en estas semanas en que el país resiste a un enemigo invisible, resulta inspirador recordar la figura de un héroe que, a pesar de contar con recursos mínimos, y soldados en inferioridad numérica y poca preparación, pudo poner en jaque a las tropas invasoras aprovechando su conocimiento del territorio andino, la importancia de saber quechua y cómo desarrollar empatía con aquellos que peleaban con él.
Y, curiosamente, al héroe que más identificamos con la resistencia, la audacia y el ingenio en combate, el imaginario popular lo ubica un peldaño más abajo tras sus colegas Grau y Bolognesi. Y es que, como coinciden tres reconocidos historiadores, para el pensamiento romántico propio del siglo XIX, un héroe tiene que morir para ser reconocido como tal.
“Es triste decirlo, pero es cierto”, afirma Fred Rohner, autor de “Historia secreta del Perú”. “En su tiempo, la heroicidad se funda sobre la idea de la entrega absoluta por la patria, y ello significa la entrega de la propia vida. Y dentro de ese modelo de heroicidad, los héroes vivos no funcionan muy bien”, comenta.
En efecto, para el historiador José de la Puente Brunke, la “desgracia” de Cáceres fue no morir en Huamachuco. “De haber muerto allí, hoy su imagen sería igual a la de Grau y Bolognesi”, afirma. “No olvidemos que en el siglo XIX la figura del héroe que muere en combate es típicamente romántica. El honor era algo superlativo, y la defensa de la patria era el honor colectivo. Por ello, a Cáceres le faltó la muerte para redondear esta concepción de heroísmo”, añade.
Para su colega Mauricio Novoa, esta visión de Cáceres en un tercer lugar en el podio es relativa. “Yo sí creo que Cáceres es un héroe tremendamente popular, de profundo calado en el imaginario peruano. Es el único héroe que tiene una fiesta y una representación genuinamente popular, como es la danza de los Avelinos en el valle del Mantaro, donde él concentró su acción”, dice.
Así, la imagen heroica de Cáceres fue víctima del ideal romántico de su época, pero también, como advierte Rohner, de la mirada de grupos de poder tanto de Lima como del sur del país. “Su resistencia en Junín, Ayacucho o Pasco no terminó teniendo el efecto deseado, aunque definitivamente obligó a los chilenos a retirarse finalmente de las ciudades ocupadas. Si de algo fue víctima Cáceres, fue de la ideología sobre la cual se fundó la nación que hoy tenemos”, añade.
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Un héroe que resiste a las tropas invasoras, pero que también un escollo para el general Miguel Iglesias y para los intereses más pragmáticos que buscaban firmar la paz con Chile, especialmente terratenientes del norte. “Lima y sus élites sentían ya haber perdido la guerra más allá de Cáceres, y había que negociar. La lucha de Cáceres más bien contravenía las negociaciones que se estaban pactando”, explica.
Como afirma José de la Puente, ciertamente Cáceres era un general incómodo para ciertos sectores, pero de enorme simpatía en la opinión pública. “La figura de Cáceres fue la del héroe de la resistencia y el patriotismo, que se niega a aceptar la derrota”, explica.
El héroe presidente
Cáceres fue presidente constitucional del Perú en dos ocasiones: de 1886 a 1890 y de 1894 a 1895. Para Novoa, no hubo peor época para vivir en el Perú. “Nuestro país pudo desaparecer después de la guerra con Chile. No había ejército ni un peso en la caja fiscal. Fue él quien nos sacó del hoyo”, afirma Novoa.
“Cáceres gobernó el país en su época más terrible, con suficiente imaginación política para resolver los problemas urgentes, con iniciativas como el Contrato Grace, la Ley de Banca, la Ley de Seguros, los primeros intentos por reformar el ejército”, explica el experto.
Curiosamente, la segunda parte de este trabajo de reconstrucción la emprendió su mayor adversario político, Nicolás de Piérola, personaje antagónico que no deshizo ninguna de las reformas del general. “Esto hizo que, a fines del siglo XIX, el Perú experimentara uno de los mayores crecimientos de su historia”, acota Novoa, reconociendo la audacia e imaginación política del futuro mariscal. “Algo que tanta falta nos hace en esta época”, lamenta. José de la Puente reconoce su liderazgo en el proceso de reconstrucción, en el cual ningún país nos prestó un centavo. “El Contrato Grace fue sumamente polémico, pero fue la única manera viable de generar inversiones en el Perú”, explica. Sin embargo, el catedrático de la PUCP cuestiona que, ya en el poder, el general haya querido perpetuarse, lo que llevaría a la guerra civil con Piérola en 1895. “Luego Cáceres ocuparía una serie de puestos diplomáticos en diversos gobiernos. En las primeras dos décadas del siglo XX, Cáceres era una figura epónima en la vida limeña”, afirma.
El ejemplo del mariscal
Por fin, volvemos a la mañana del 6 de junio de 1920, con un Leguía que empieza entusiasmado su segundo gobierno, propugnando una “Patria Nueva”, lejos aún de las repudiadas prácticas dictatoriales del llamado Oncenio.
De la Puente nos recuerda que en ese momento Cáceres era ya un símbolo, el último protagonista sobreviviente de la Guerra del Pacífico (morirá tres años después). Entre ambos había una vieja amistad, lo que motivó al general a aceptar la distinción.
Para Rohner, resulta notable la capacidad de Leguía para apoyarse en símbolos nacionales y con ello buscar el apoyo de la población y mantener a raya al Partido Civil y a la aristocracia de la época. “Toda su carrera política está centrada en elementos simbólicos. Era una persona que veía la dimensión simbólica de la realidad. Lo hizo recuperando el carnaval, o la música popular, por ejemplo. En ese sentido, Cáceres le resulta especialmente útil. Reconocer al anciano general era recuperar la imagen del héroe principal de la resistencia”, añade.
Más allá de la oportunidad política, para Novoa, el gesto de restaurar el mariscalato (grado propio de la primera mitad del s. XIX) para homenajear a Cáceres resulta muy justo. Una oportunidad de reconocer, en vida, a quien armó un ejército en medio de la adversidad. “Estoy seguro de que el Contrato Grace y las leyes que se hicieron no fueron perfectas, pero nos permitieron salir del hoyo. Esa imaginación política de Cáceres es lo que se debería emular en las circunstancias en las que vivimos”, afirma.
Así, se cumplen 100 años del último homenaje en presencia del héroe. Su resistencia fue al enemigo invasor, pero también hacia aquellos que bajan los brazos, los que buscan rendirse.
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