Como a cualquier brasileño que se respete, a Sérgio Rodrigues le gusta el fútbol. Pero además de esa común afición, es cuentista, periodista y autor de una magnífica novela llamada “El regate”. En ella dice: “Son casi indisolubles los lazos forjados en la infancia en torno a los colores de una camiseta, al culto a ídolos vivos o muertos, al frenesí terrible de apretarse lado a lado entre miles de seres humanos reducidos a aullidos primarios”.
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Ese libro se infiltra, con la velocidad de un puntero antiguo, entre los más bellos que se hayan escrito sobre el fútbol. Y uno de sus secretos es hurgar en la compleja amalgama de las memorias infantiles y el acto casi reflejo de pegarle a un balón con el pie. Habrá antropólogos y sociólogos que podrán explicar aquel vínculo con mayor rigurosidad; mientras tanto, somos muchos los que nos conformamos con disfrutar del enigma que genera esa pasión.
Por eso es que, a propósito del debut de la selección peruana en la Copa América –hoy, contra Brasil, desde las 7 de la noche–, les pedimos a cinco escritores peruanos que nos compartan algunos de sus recuerdos ligados a las canchas. No todos se remontan a la niñez, por cierto, sino que también aluden a experiencias ya adultas. Lo que quizá confirme que el fútbol siempre nos devuelve, sin importar la edad, a ese instante emocionante y sencillo que es anhelar un gol. ¿Será que ese es su secreto?
José Carlos Yrigoyen
Confieso que fui un arquero desigual. Combiné tardes para la memoria y el olvido. Guardo un puñado de veces en que salí como héroe de la cancha. Sé que el goleador nunca tendrá el privilegio que hasta a los porteros amateurs se les ha deparado alguna vez: el de ser invulnerable. He sido quizá más valiente bajo el arco que en la vida: no me daba miedo romperme una falange con tal de salvar una pelota imposible que se colaba por el ángulo. Ni el yeso que debí llevar todo un verano por esa maniobra me hizo arrepentirme. Valió cada segundo.
Jorge Cuba Luque
Me encontraba en París misio, convertido en un sans domicile fixe. El mundo, sin nuestra selección, seguía las incidencias del mundial de Italia 90.
Un amigo, que me presentó a Javier, otro peruano sin vivienda, me dio la dirección de un lugar donde nos albergarían: un dormidero para vagabundos. Llegamos y nos aceptaron. Al amanecer un timbrazo nos instó a abandonar el lugar, tomando antes un café. Javier y yo hablábamos del Perú ante una mesita cuando vimos que un bigotón de pelo ensortijado nos miraba sonriendo. De pronto nos hizo un gesto de adiós, dijo “¡Guadalajara!” y se fue apresurado. Al día siguiente ocurrió lo mismo. Al tercer día lo abordamos. Le preguntamos en castellano de dónde era, por qué lo de Guadalajara. Nos respondió en francés que era marroquí, que había captado que éramos peruanos. Nos recordó que Marruecos participó en el mundial de México 70 en el mismo grupo que Perú, que le guastaba la sonoridad de “Guadalajara” pues parecía árabe. Además, recordaba el partido Brasil-Perú jugado Guadalajara, pero, sobre todo, recordaba la camiseta de la selección peruana, que le parecía muy bonita.
Renato Cisneros
Cancha de la Universidad de Lima, complejo de Mayorazgo. Año 2000. Final de la Bundesliga de la Facultad de Comunicaciones. Mi equipo, «Tu Vieja», enfrentaba a «Dextre». El marcador se mantuvo 1-1 casi todo el partido hasta que, faltando seis minutos, pesqué una pelota en el borde del área y colgué a ‘Paleta’, el arquero rival. Campeonamos con ese gol y me consagré como la figura de la jornada. Nunca antes y nunca después me pasó algo similar. Hasta el día de hoy, cuando regreso amargo de una pichanga, sobre todo si he fallado muchos pases o goles, evoco ese único momento de gloria y trato de convencerme de que aún conservo algo de aquella rapidez e instinto. Quizá para eso sirven los recuerdos triunfales: para aferrarse a ellos y disimular el inexorable deterioro.
Leonardo Ledesma Watson
A diferencia de Nick Hornby, enamorarme del fútbol, para mí, tenía mucho sentido y algunas cuantas explicaciones: crecí en una familia de futbolistas, a unas cuadras del estadio de Alianza Lima al que fui desde chico, y el hermano de mi madre murió en el Fokker. A los doce años, no tuve mejor idea que irme a jugar a la U por razones que nadie más entendió a excepción de mí. El primer partido fue precisamente un clásico. Íbamos perdiendo y, faltando cinco minutos, me tocó patear el penal del empate. Hice el gol y me felicitaron. Me sentí feliz y extraño a la vez. Vi sufrir a chicos que tenían la camiseta del equipo del que hasta hoy soy hincha. Las cosas nunca más fueron las mismas.
Ernesto Carlín
En un día como el de ayer [16 de junio], hace un cuarto de siglo, se celebró en el Perú el Día del Padre. Ese día se inauguraba también el estadio Miguel Grau del Callao con un partido del Sport Boys por el campeonato local. Difícil disyuntiva para los hinchas rosados. Celebrar con el clásico desayuno almuerzo del Día del Padre o asistir a la apertura de “nuestra casa”. En ese tiempo, barrista asiduo de la Juventud Rosada, me carcomía la duda existencial de cómo cumplir con mi progenitor y mi amor, la Misilera. Opté con un poco de duda por invitar a mi viejo, también rosado, al estadio. Me dijo rápida y entusiastamente que sí. Ese 16 de junio ganamos con gol de Germán Carty y alguno más. Y, como otros miles de hinchas rosados, recorrimos el “nuevo templo” de nuestra fe. Hasta alabábamos –sin tener mucha idea del tema– la resistencia de sus materiales y la belleza de su arquitectura. En casa, con cara de pocos amigos, esperaban mi madre y hermana con el almuerzo. Fue un bonito domingo.
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