Hace millones de años, cuando el planeta era plano y giraba a 33 y 45 revoluciones por minuto, el horizonte era una vereda fracturada por una pared de ladrillos rotos. Una torre de alta tensión quemada. Por allí había que caminar. La casaca negra. El polo ametrallado de imperdibles. Eran los ochenta de Alan y Sendero. La niebla de Lima espesándose en el alma. El casete propio (maqueta) era un sueño. La fotocopia un arte. La guitarra un cuchillo. La mirada un incendio. La canción una patada al cerebro. La ciudad hormonada con bilis. ¿Y la música? Una moledora de carne funcionando a todo vapor bajo el escenario.
Para Pedro Cornejo (Lima, 1961) el asunto inicia en febrero de 1985 y en un Naranjal, que así se llamaba la destartalada cápsula cubriendo la ruta Orrantia–Rímac: Pelo Madueño, Wicho García, Leo Scoria, Cachorro Vial, Susi Gutiérrez, él y tres amigos más están viajando rumbo a uno de esos primeros campos de concentración que, a falta de mejor nombre, se empezaron a llamar ‘conciertos subterráneos’. Allí los esperaban Raúl Montañez, Daniel F, Kilowatt, Edwin Zcuela y Kimba Bilis. Rompe los fuegos Zcuela Crrada con “Loco burdel”. El contingente policial observa atónito cómo el ruido genera una extraña mezcla de baile brutal con pelea solidaria. Piden refuerzos a la comisaría del costado.
Suben más bandas. Una de ellas es Guerrilla Urbana, cuyo gritante es el mismísimo Cornejo. “Vivo en una ciudad muerta / vivo en una ciudad muerta”, vocifera. Es un ruido sucio, primario. Pero sus efectos resultan francamente demoledores sobre la respetable audiencia, que se ha volcado masivamente sobre la pista ¿de baile? Sube Leusemia, su vocalista extiende una cordial invitación: “Y ahora a patearse todos la cara”. Del Pueblo enciende más chispas. Y Narcosis directamente la hoguera con “Sucio Policía”. La benemérita recoge el guante y toma por asalto el escenario. Dos disparos al aire y el desbande de las bandas coronan la jornada.
Ruido y epicentro
Treinta y cinco años después, con 60 años clavados, Cornejo Guinassi tiene 13 libros publicados, la mayoría de ellos dedicados a sondear los resbaladizos territorios del rock peruano. “Días de furia” es el último. Acaba de salir de las prensas y empieza precisamente relatando ese incidente ocurrido el diecisiete de febrero del año 1985 en el ya mítico festival Rock en Río Rímac, turbulenta noche inaugural como las que vendrían. En La Taberna de Miraflores, en Carmen de la Legua, en los campus de la Ricardo Palma y San Marcos. En Los Reyes Rojos de Barranco y en locales dispersos de El Agustino. Y en tres epicentros clave: la discoteca No Helden y dos conchas acústicas, la del Parque Salazar de Miraflores y del Campo de Marte.
En ese tránsito —que hace foco en los años de la eclosión, 1985-86— Cornejo migra de vocalista a novel crítico. Claro, luego llegaría a ser editor discográfico, presentador de televisión y manager. Pero este volumen reúne la pulsión primaria de un escriba que estuvo en la primera línea de combate y, por eso mismo, recibió algo de fuego graneado. Semejante rodaje —ahora corregido y mejor organizado— deberá poner la rúbrica definitiva a un asunto que, como él mismo reconoce, ya está agotado. El mérito del autor es dejarnos leer acaso la versión más inteligente del asunto.
EL DATO
Título: “Días de furia”.
Editorial: Contra Cultura.
Año: 2021.
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