(Foto: El Comercio)
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Marco Aurelio Denegri

La Condesa de Campo Alange, en su libro La Mujer como Mito y como Ser Humano, se expresa como sigue, en la página 18: 

“La innata tendencia de nuestra especie a la artificiosidad se manifiesta con mayor trascendencia –y en ello el hombre revela con mayor evidencia su superioridad– en la invención y adopción de órganos sensoriales artificiales –telescopio, microscopio, radar, televisión, teléfono, etcétera–, razón por la cual Freud dijo que el hombre era ‘el dios de la prótesis’.” 

Cuando se dice prótesis, lo que normalmente se entiende es la pieza o aparato con que se substituye, parcial o totalmente, un órgano o parte del cuerpo dotada de una o varias funciones. 

Pero como el término prótesis, de origen griego, significa, etimológicamente, adición, entonces se dice prótesis, en sentido amplio, de todo lo que sea una adición, extensión, agregación o ampliación, a veces potenciadora, otras no, de nuestros sentidos y de ciertas partes del soma femenino. Va de suyo que me estoy refiriendo a los implantes labiales, tetales y nalgales. Hoy la mujer, en aras del sex appeal, es más protética que el hombre. 

La prótesis más característica del ser humano y también la más peligrosa y terrible es el arma, vale decir, el instrumento o medio que nos permite atacar o defendernos. 

Los adjetivos correspondientes a prótesis son protético y protésico. La distinción es útil, pero no ha sido acatada y ha prevalecido el adjetivo protético, que se aplica a las dos clases de prótesis; prevalecimiento debido sin duda al hecho de que los usuarios cultos de protético tienen muy presente que el adjetivo correspondiente a antítesis es antitético y no antitésico. 

La proteticidad del ser humano es hoy pura alteración o alienación y el mentís más palmario del ensimismamiento. Hecho grave porque ningún otro animal, sólo nosotros, tiene un intus o intro, una interioridad o dentrura. Bien decía por eso don José Ortega y Gasset que cuando el mono, en el zoológico, ya no tiene ningún estímulo que lo mueva, ni el ofrecimiento que le hacen los circunstantes de plátanos y maníes, ni las risas de la gente que contempla y celebra sus monadas; entonces comienza a dormitar y luego se duerme, porque el mono, carente de lo que se llama los adentros, o sea de lo interior del ánimo, no puede introvertirse ni ensimismarse. 

Lo malo, o mejor dicho, lo terrible, en relación con este asunto, es que nos estamos pareciendo cada vez más a los monos. O acaso fuera más propio manifestar que nunca nos distinguimos verdaderamente de ellos. Lo que pasa es que ahora se nota más esa indistinción. 

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