Se llamaba Blanco y Negro. Operaba en el auditorio facilitado por la municipalidad, ubicado en la esquina de la Plaza de Armas de Arequipa, frente a la Iglesia de la Compañía. Recientemente construido, recuerda su moderna mezzanine, las aplicaciones de sillar, sus cómodas butacas. Estamos en 1973, y durante los dos años siguientes, antes de partir a Budapest, una jovencísima Teresa Ruiz Rosas, aún en uniforme escolar, militantemente preparaba programas que, impresos a mimeógrafo, repartía por la ciudad. Con el recordado cineasta José Antonio Portugal como principal instigador de ahora desaparecido cine club, eran los consulados y los fondos de la Universidad Agraria los que les facilitaban las películas: “El acorazado Potemkin” de Sergei Eisenstein, “Andrei Rublev”, de Andréi Tarkovski, películas polacas, italianas, o del Nuevo Cine Alemán, liderado por Rainer Werner Fassbinder, Volker Schlondorff o Werner Herzog. Son los recuerdos de la Guerra Fría, cuando las cintas europeas inundaban el circuito alternativo, y cultivaron la pasión de la escritora.
Es el recuerdo de esta militancia cinéfila el germen de “La Falaz Posteridad”, novela publicada originalmente en 2007 por Ruiz Rosas, y que ahora reedita Random House en su sello de bolsillo. Sumemos a su ficción del esfuerzo de la hija de un olvidado director alemán de origen búlgaro, Slatan Dudow, por lograr el reconocimiento de quien fuera figura del cine obrero en la República de Weimar y luego en Alemania Oriental. En la novela, Silvia Olazábal, alter ego de la escritora y traductora arequipeña radicada en Alemania, establecerá una productiva complicidad.
─Sucede en “La falaz posteridad” o en “Estación delirio”, tu última novela, que interesantes mujeres europeas se vinculan con Silvia Olazábal, y a partir de ello, con el terruño arequipeño. ¿Es una intención consciente construir un simbólico puente entre Europa y la Ciudad Blanca?
No es un plan. En el caso de “La falaz posteridad”, cuando conocí a la señora que luego bauticé como Dora Bakarel, hija de Slatan Dudow, empecé a acordarme de las películas de esa época, y recordé el cine club Blanco y Negro del que yo había sido parte. Una experiencia que para mí fue muy bonita, enriquecedora, intensa. Yo era entonces poco más que una adolescente, dejé muchas horas allí, por amor al arte. Entonces empecé a hacer esos paralelos. Y como me gusta inventar historias, imaginé la posibilidad de hacer renacer aquel cine club.
─El cine club parece ser un dinosaurio en nuestra cultura actual. ¿Hay que darlo por desaparecido?
A mi me da mucha pena. Creo que es un fenómeno que nunca va a desaparecer del todo. Creo que el Cine Club siempre ha sido una institución prestigiosa y precaria a la vez. Nunca ha sido masivo, su audiencia resulta muy selecta. En Arequipa siempre habrá quien los organice, pero siempre dentro de este marco marginal.
─¿Crees que el cine sobrevivirá a la oferta de las plataformas?
Gran pregunta. Espero que sí. Pero es alarmante. Tener que depender de tal manera de las plataformas, me horroriza. No pueden quitarnos la posibilidad de ver cine. Yo voy a las salas con mi hijo siempre, en Colonia, donde vivimos. El cine tiene que pervivir. ¡Cómo vas a comparar el placer de ver una película en pantalla grande! ¡Jamás! Es algo que no puede suplir una pantallita.
─Tu novela nos sitúa en Berlín, en un momento muy interesante. Caído ya el muro, en un proceso de construcción aceleradísimo, con grúas restaurando el tejido urbano de una ciudad tantos años dividida.
En esa época yo vivía en Friburgo. Siempre iba a Berlín por circunstancias diversas, nunca por turismo. Efectivamente, la actitud de la gente era de postguerra, pensaban solo en la reconstrucción de su ciudad, en recuperar su grandiosidad. Por otro lado, también se veía el negocio de las empresas, haciendo inversiones colosales, buscando demostrar que allí estaba el capital. Se construyó muchísimo de golpe. Hicieron que lo que era Berlín Oriental tuviera también un progreso compacto, en pocos años.
─¿Treinta y dos años después de la caída del muro, crees que hoy Berlín ha vuelto a estructurarse, o hay cicatrices que han quedado visibles?
Yo creo que sí se ha estructurado. En su momento, me llamaba la atención que borraran las huellas del muro con tanto ímpetu, euforia casi. No me parecía bien. Soy partidaria de que las huellas que deja la historia no se borren. Deben conservarse como una alerta para no repetir los terribles errores. Pero la gente me decía que no quería ver más ese muro. Al final, solo ha quedado una pequeña sección en la que suelen pintarse murales. Pero no hay nada más. Me pareció exagerado derruirlo todo, como decir “aquí no pasa nada”. Pero con los años he entendido el espíritu detrás de esa decisión: la gente necesitaba esa liberación visual. Y eso les ha permitido ser una ciudad completa.
─Perdóname que meta el tema del futbol al hablar de tu novela. Es interesante ver la tensión entre la selección alemana y la FIFA por llevar un brazalete que visibiliza los derechos LGTBQ, en un país cerrado a las libertades como Qatar. Pensé en la frase que dice tu personaje, Dora Bakarel: “Berlín anhela la inocencia”.
En Berlín existe la conciencia de haber sido el centro del poder de un régimen espantoso, la vergüenza de la historia. Y hay un deseo de cada Berlinés de demostrar que no tiene la culpa. Hay un deseo de mostrar de que ya no se es así, que en Berlín hay una cultura antigua, que fue escenario de desarrollos artísticos importantes, y que poseen una idiosincrasia simpática.
─Sea que hablemos de la guerra o del futbol, parece que la defensa de los Derechos Humanos se juega hoy en el corazón de Europa.
Suele ser así. Hay una postura de vanguardia en las grandes capitales europeas. Una postura que aún nosotros no procesamos. Recuerdo cuando en 1986 yo dirigía el Peruano Alemán en Arequipa, e invité a un ingeniero agrónomo belga que vivía allí para hablar de ecología. ¡Me creían loca! Era un tema que no les importaba. Un país en vías de desarrollo parece que quiere experimentar los desastres que otros ya cometieron antes.
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