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En la crítica a “Delirio Americano”, libro del escritor colombiano Carlos Granés que publica la revista “El ojo dorado”, el politólogo Alberto Vergara señala sobre este profuso ensayo que los lectores peruanos podemos experimentar una extraña mezcla de orgullo y lástima. Orgullo por la presencia de tantos nacionales de todo signo ideológico dentro de esta historia continental que hila arte y política, en la que desfilan César Vallejo, José Santos Chocano, Riva Agüero, Francisco García Calderón, Mariátegui, Haya de la Torre, José Sabogal, Szyszlo o Vargas Llosa. Y lástima porque de esos debates cosmopolitas que florecieron en nuestro país el siglo pasado solo queda el actual pantano político, donde el plagio es moneda corriente y la esfera pública se ha vuelto más aldeana que nunca.
¿Cuál es la razón de esta involución? Para el colombiano Granés, de paso por Lima para presentar justamente el más reciente número de la revista publicada por el Icpna en la reciente feria del libro de Lima, si bien el caso peruano es el más evidente, no el único. “Es un problema generalizado en todo el continente”, lamenta. “Los pensadores latinoamericanos actuales son, justamente, los que promueven proyectos políticos populistas, cuyas ideas están impulsando el caos y la polarización en que vivimos, lo que impide pensar en proyectos de Estado a largo plazo. No ha salido un personaje intelectual relevante, que defienda ideas de apertura, de cosmopolitismo, de pluralidad, que logre establecer un consenso, con cierta credibilidad y respetabilidad social que lleve a la sociedad hacia posturas más moderadas”, lamenta.
—¿Para entender nuestro continente, en tu libro pides atender nuestra relación con Estados Unidos. ¿Cuánto tienen que ver éstas con la historia del arte y la política de la región?
Inicialmente era con España con la que manteníamos una relación de amor-odio, hasta que desapareció de nuestro entorno geopolítico tras la guerra hispano estadounidense de 1898. Desde entonces, frente a la presencia norteamericana, empieza a sentirse una enorme nostalgia por el hispanismo y el odio a lo anglosajón.
—¿Porqué ese odio?
Porque Estados Unidos se había convertido en una amenaza real: está en Cuba, en Puerto Rico, y ya le había echado el ojo a Centroamérica. EE.UU. se comportará como un patán en el continente, hará lo que le dé la gana. Eso genera una cantidad de cuestionamientos con respecto a la identidad latina: cómo protegernos de Estados Unidos, como establecer un “cordón sanitario” que frene su influencia militar y cultural. Allí empiezan a surgir utopías y proyectos identitarios, para unificarnos como bloque opositor.
—En tu libro, ello explica que la Europa fascista influya en la construcción identitaria latinoamericana…
Es un referente importantísimo y soslayado. Después de la revolución cubana, siempre se ha creído que América Latina es un continente de izquierda. ¡Qué va! Antes de Castro, nuestro paradigma principal era el nacionalismo autoritario europeo, los proyectos de Hitler y Mussolini. Algunos de nuestros más célebres intelectuales y artistas coquetearon con sus ideas: José Vasconcelos por ejemplo, acabó defendiendo a Hitler. O el Dr. Atl, seudónimo del pintor mexicano Gerardo Murillo Coronado, que creía en el artista como un ser superior, cuya voluntad debía pasar por encima de cualquier norma, lo que lo hacía un fascista en potencia. ¡Y estamos hablando del fundador de las vanguardias artísticas en América Latina!
—Pareciera que estuviéramos hablando de historia de los años 30, pero cuando escuchamos a un primer ministro peruano que destacar a Hitler como ejemplo de gestión pública, tu análisis se vuelve muy actual.
Voy a decir algo provocador: en América Latina nunca ha habido izquierda, más allá de ciertos nichos universitarios marxistas o ciertas guerrillas marxistas. En la región, lo que hay es un nacional populismo o un nacionalismo popular. Al día de hoy, pareciera que nuestra democracia sigue siendo populista, con elementos nacionalistas brutales, que desconfía de un sector de la población que no sintoniza con ese proyecto nacional. Así, los proyectos nacionales se restringen para “los puros” para “los míos” para “el pueblo”. Y eso es una catástrofe para una sociedad, porque significa que siempre habrá un enemigo, alguien que no cabe, un “anti pueblo”.
—¿Nuestras diferencias frente a Estados Unidos contamina también nuestra idea de democracia?
Desde el principio se entendió que la democracia liberal era un asunto sajón, no latino. Es más, en el Perú, García Calderón y Riva Agüero pensaban cuál era el tipo de democracia que se ajustaba a nuestra idiosincrasia, y sacaron esta idea de “democracia latina”, basada más bien en el caudillismo y la alabanza al hombre fuerte. Tenían un revuelto de ideas nocivas: la herencia del positivismo, entender el comportamiento humano como resultado de la raza.
—¿Crees que había una agenda programática entre los artistas de vanguardia y las élites intelectuales?
En los años de las vanguardias se da un fenómeno curiosísimo: las capas intelectuales eran muy pequeñas, formaban parte del mismo nicho y todos comparten el mismo tipo de preocupaciones culturales y políticas. Eran conciliábulos muy reducidos en donde los intelectuales del momento se nutrían de ideas, discutían, y unos eran más poetas y otros más políticos. Fue un fenómeno sociológico qué se combinó además con la llegada en los años 20 de la vanguardia, que fue un proyecto artístico al servicio de la política, claramente. Los vanguardistas rompen con el modernismo anterior por un hecho crucial: les parecía que sus poemas eran globos escapistas, que no tenían ningún tipo de utilidad social. Soñaban en vano, sus sueños no servían como palancas para mover la realidad. La vanguardia cambia por completo esa filosofía. Sus sueños están anclados en la realidad para transformarla. Por lo tanto, su arte tiene que ser propaganda.
—Terminada la Guerra Fría, Estados Unidos, aparentemente, parece tener un papel mucho menos intervencionista en América Latina. Curiosamente, la región también empieza a perder su ubicación en un mundo que dejaba de ser bipolar. ¿Cómo ves los movimientos futuros en una América Latina sumida en una gran crisis política? ¿Es imposible encontrar un centro político en el mediano plazo?
Esa es la gran tragedia. Por alguna razón, los intelectuales y los creadores desconfían mucho del centro. En Colombia, han sido justamente los artistas y los escritores quienes han intentado caricaturizar posturas moderadas. Es un vicio del “visionario creador”: tener una imagen tan absolutamente clara de lo que debería ser una sociedad que no acepta las medias tintas ni los cuestionamientos. Pero esas visiones han servido muy poco en América Latina. No han traído el paraíso sino todo lo contrario. Los países más bien moderados, como Costa Rica, la Venezuela de Betancourt, Colombia durante algunos momentos de su historia, han sido países mínimamente funcionales, con proyectos a largo plazo y con instituciones que garanticen la ciudadanía. Esa es otra manía latinoamericana: no pensamos como ciudadanos sino como “pueblos”. Pueblos a los que hay que amar, salvar, redimir, liberar de la opresión, dar favores. No como ciudadanos que pueden exigir sus derechos al Estado. Creo que las últimas elecciones latinoamericanas han puesto de manifiesto el drama que es no tener partidos estructurados de centro.
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