No es un escándalo para nadie el auge que han cosechado en nuestro entorno ciertos géneros estigmatizados por la jerga especializada como subalternos, periféricos o, en buen romance, laterales. No despiertan la atención de los sellos-sucursales de casas extranjeras por razones pecuniarias. Sin embargo, gracias a la actividad de las editoriales alternativas –con sus propias limitaciones y defectos–, tanto la narrativa de orientación fantástica como el microrrelato desempeñan hoy un protagonismo insólito para algunos y alentador para otros.
Uno de los actores principales en dicho fenómeno es Ricardo Sumalavia (Lima, 1968). Desde sus primeros libros, como “Habitaciones (1993), “Retratos familiares” (2001) y, especialmente, “Enciclopedia mínima” (2004), ha deslindado un espacio fructífero en los terrenos aludidos. Es, sin duda, uno de los responsables de esas transformaciones emergentes, hecho reconocido por la crítica. Ahora, con “Enciclopedia plástica”, refrenda la importancia de sus logros y virtudes estilísticas.
Uno de los actores principales en dicho fenómeno es Ricardo Sumalavia (Lima, 1968). Desde sus primeros libros, como “Habitaciones (1993), “Retratos familiares” (2001) y, especialmente, “Enciclopedia mínima” (2004), ha deslindado un espacio fructífero en los terrenos aludidos. Es, sin duda, uno de los responsables de esas transformaciones emergentes, hecho reconocido por la crítica. Ahora, con “Enciclopedia plástica”, refrenda la importancia de sus logros y virtudes estilísticas.
En no pocas de estas páginas se produce un retorno a imágenes y temas característicos de su universo: el contexto familiar revisitado con cierta nostalgia hollada de sarcasmo, el saber erudito y literario sometido a crítica mordaz, y la exploración en torno a lo inaudito de muchas prácticas sociales. Y de nuevo es el discurso de controlada extensión, el llamado cuento breve, un instrumento forjador. Las ocho secciones del libro remiten a una concepción paródica, sugerida por el título, acerca de inventariar o catalogar la experiencia humana –legado de la modernidad–. Sobre ello Sumalavia propone un guiño satírico, pues ironiza con disimulo sobre la pretensión artificial de acumular el conocimiento en abigarrados volúmenes. Ya lo habían perpetrado Augusto Monterroso, Juan José Arreola y Luis Loayza, los modelos del autor.
Desfilan oficios extraños, como la familia que convierte los disfraces en una extensión de su naturaleza, o los afanes de aquel hombre que pasa sus días sugiriendo a ancianos jubilados modos de colmar el aburrimiento y la soledad gracias al sexo. Y más allá, la velada ascensión de la violencia interna de los ochenta en una clave alegórica, a través de una serie de escenas; la obsesión por los paralelismos existenciales entre seres que más tarde unirán irremediablemente sus vidas; o las delirantes sombras del arte y de sus cultores como expresiones subversivas que atentan contra la domesticación de la rutina. En todos los casos, la implacable maquinaria funciona, vía el dominio de Sumalavia sobre los contornos de ese mundo exigente que es la ficción dosificada al extremo. En eso es terminante: basta revisar su decálogo, al final del libro, para acabar de una vez con los oportunistas de costumbre.