“Un montón conglomerado de basura, eso es lo que soy. Pero arde con una llama alta”, decía Ray Bradbury. Y Nabokov, también hablando de él mismo, “Lolita es famosa, no yo; yo soy un novelista oscuro, muy oscuro, y con un nombre impronunciable”. Más o menos en la misma línea y por esa misma época, un joven letraherido de 27 años de edad escribe al inicio de su novela: “No he pretendido hacer una obra literaria. La forma periodística y cinematográfica ha prevalecido a todo lo largo de esta narración. Tampoco he deseado ser obscuro. Personas que han leído la obra me han manifestado la poca claridad que hay en ella”.
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Especialmente escrito para el Concurso de Novela Juan Mejía Baca 1956, todo indica que se trataba, efectivamente, de una de esas rarezas que de vez en cuando aparecen en el panorama literario. “He leído, releído y aconsejado [esta novela], es bastante buena. Quizá demasiado moderna, demasiado audaz para nuestro medio”, le decía Julio Ramón Ribeyro a su hermano Juan Antonio en una carta enviada el 30 de marzo de 1956. Esa novela era “Ismandro”, cuyo único manuscrito fue firmado en el otoño de 1954 y, descartado por el jurado, terminó fondeado en el desván durante 65 años.
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Armonía coral
Enrique Pinilla Sánchez-Concha (1927-1989) era un impetuoso músico peruano que había llegado en 1947 a Madrid para estudiar en el Conservatorio Nacional de Música. Había hecho cursos de composición, filmografía e historia del arte en La Sorbona de París. Se había especializado en técnicas de filmación en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas de España. Becado por el Instituto de Cultura Hispánica obtuvo un diploma de composición. Y luego se fue a Berlín para estudiar en el Hochschule für Musik.
Ese es el contexto que rodea la escritura de "Ismandro", esa novela sin pretensiones literarias. Claro, lo suyo era la música. Y para entonces ya había escrito sus famosas "Cuatro danzas para orquesta" (1950), obra que gatillaría un legado monumental: obras corales, música de cámara, obras para piano, canciones, música electrónica y música para películas. Pinilla fue, además, crítico musical, catedrático de etnomusicología y discípulo de Vladimir Ussachevsky en la Universidad de Columbia.
Y en medio de ese mar de corcheas y semifusas, que lo subyugaban, un calculado devenir por la bohemia literaria de época: José María Arguedas, Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela, Fernando de Szyszlo, Emilio Adolfo Westphalen, Javier Sologuren, Sara Joffré, Emilio Rodríguez Larraín, Herman Braun Vega, José Malsio, Leopoldo La Rosa, Edgar Valcárcel, Nora de Izcue, Augusto y Sebastián Salazar Bondy, Carlos Germán Belli. Pero su gran amigo fue Ribeyro, con quien compartió más de una buhardilla en Europa.
Avant-garde
"Ismandro", ciertamente, no ganó aquel concurso. Premiaron a "Taita Yoveraqué" de Francisco Vegas Seminario y, en el siguiente certamen, a "La tierra prometida" de Luis Felipe Angell (1958). Dominadas por el indigenismo y el realismo social urbano, respectivamente, ambas encajaban perfectamente dentro del ‘mainstream’. A diferencia del manuscrito de Pinilla, un raro compuesto fabricado con tiempo no lineal, impresiones evanescentes y el flujo de la conciencia como caótico motor de bombeo.
Los especialistas también encuentran el empleo de formas coloquiales que 15 años después Vargas Llosa emplearía en “Conversación en La Catedral”. Todo lo cual lo emparenta inevitablemente con los aparatos técnicos y fragmentarios de Faulkner, Joyce y la ‘nouveau roman’ francesa. Todo lo cual permanecería sepultado hasta el fin de los tiempos si Diana Pinilla García, hija del autor, no hubiese hallado por casualidad el manuscrito el año pasado, cuando murió su madre. No en vano dicen que un libro es un amigo que espera.