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Cuenta el ensayista cubano Alberto Garrandés que un grupo de arqueólogos y antropólogos contrató cierta vez, en tierra mexicana, a varios porteadores y dos guías, pues deseaban conocer e investigar una antigua ciudad precolombina.
La comitiva anduvo con paso firme y resuelto, pero al cabo de dos días se detuvo en seco, sin causa ni motivo, de repente, y los que se detuvieron permanecieron silentes durante muchas horas, sin responder las naturales inquisiciones de los científicos, que por supuesto comenzaron a preocuparse, hasta que uno de los guías, el de mayor edad y voz más autorizada, dijo a los científicos de la expedición que la causa del detenimiento o el porqué del alto era que habían caminado con tal celeridad que sus respectivas almas, incapaces de semejante prontitud, se habían quedado rezagadas, y en consecuencia tenían que esperarlas para continuar con ellas la marcha. (Cf. Alberto Garrandés, “Obscenidad y pornografía”. Upsalón, Revista Estudiantil de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, 2009, octubre, 13b.)
La destabuización de lo sexual coincidió, aproximadamente, con el inicio de la década de 1970 y se demoró alrededor de una generación o quizá un vicenio en consolidarse; y de entonces acá han transcurrido otros veinte años para que se advierta la chapucería e insulsez del ejercicio erótico, por haber sido sus ejercientes actores insubstanciales, o como habría dicho el guía nativo de la anécdota, por ausencia de alma, o sea de entidad, nervio y substancia, o lo que es igual, por carencia de fuste. El desconocimiento y el vacío espiritual ramplonizan y degradan el erotismo.