Gonzalo Portocarrero estuvo a cargo de la edición de este libro que reúne el trabajo de 11 pensadores en torno al "Manuscrito de Huarochirí". (Foto: El Comercio)
Gonzalo Portocarrero estuvo a cargo de la edición de este libro que reúne el trabajo de 11 pensadores en torno al "Manuscrito de Huarochirí". (Foto: El Comercio)
Maribel De Paz

Del Perú doliente a una ancestral tradición gozosa. De las hondas ciénagas del racismo a la esperanza del diálogo como antídoto de la violencia nacional. Desde el apacible recodo frente a un parque miraflorino en el que vivía, recuperamos aquí estas palabras de Gonzalo Portocarrero que se quedaron en el tintero en una entrevista concedida en julio pasado a propósito de la publicación de un estudio sobre el fundamental “Manuscrito de Huarochirí”.

Sinónimo de lucidez, Portocarrero tuvo una vida dedicada a pensar el Perú (al que no dudó en calificar como el país del autodesprecio), y desentrañar los más feroces males de una nación roída por la metástasis de la corrupción. Habiendo batallado los últimos años contra el cáncer que finalmente lo venció a los 69 años, Portocarrero, columnista de este Diario, deja una amplia obra publicada en la que destacan títulos como “Profetas del odio”, “Racismo y mestizaje” y “La urgencia por decir ‘nosotros’”.

“La pasión que sostiene y ha sostenido mi vida es la de leer, escribir, pensar”, nos dijo en otra ocasión. En nuestro último encuentro, a propósito de las veces anteriores en que el cáncer lo tuvo al borde de la muerte, afirmó: “Si es como las últimas dos veces, pues no está tan mala la muerte”. Descanse en paz.

—¿Cuál es la cura para la diabólica soberbia que nos sume en los pantanos del racismo?
Además de la educación, obviamente, el cambio en las relaciones entre las personas, el aprendizaje del respeto, de los derechos y de la ciudadanía de los otros. El racismo es una tradición que se ha ido reproduciendo de generación en generación, empezando con los primeros españoles, con los conquistadores, que vinieron acá y se pensaron superiores, y a los indígenas como gente que valía poco, o nada.

—¿De qué diría que está hecho el ADN de nuestro racismo nacional?
Cuando se trenza una relación de dominación, luego las cosas se van enredando. A la soberbia de los españoles, a su pretensión de ser los favoritos de Dios, los indígenas responden con una actitud de aparente sumisión, pero en realidad de mucho resentimiento y odio. El resentimiento, decía Ortega y Gasset, es el dolor que queda silenciado.

—¿Se podría aplicar acaso el término ‘xenofobia’ al racismo ancestral en el Perú?
Yo creo que no. Creo que uno de los errores de quienes hemos tratado de pensar al Perú ha sido importar conceptos y sobreponerlos a la realidad del país, y no a la inversa, que sería pensar la particularidad del país y en ese pensamiento ir elaborando conceptos. La palabra más apropiada es la que surge dentro de la propia sociedad peruana: ‘gamonalismo’. Esta, además, tiene una historia muy distinta, porque el gamonal es una planta que no deja crecer a las otras, y que es muy difícil de erradicar porque crece muy rápido. Entonces, creo que el término está muy bien escogido para dar cuenta de esta mentalidad rapaz que se cierne sobre los más débiles.

—Sobre las sociedades prehispánicas ha dicho antes que una persona que no tuviera alegría resultaba sospechosa.
Había mucho más licencia para la alegría. Una persona que no tuviera alegría era sospechosa de traer pobreza, de no estar funcionando bien. La culpa no era un sentimiento tan omnipresente como en la tradición cristiana, especialmente en la tradición protestante en que la gente tiene miedo de acercarse unos a otros y suelen ser muy individualistas, muy sobrios; hasta sombríos […]. Hoy, por lo general la familia es sacrificada en virtud del trabajo, del éxito, de la mejor situación económica. Los padres educan a sus hijos en la idea de que tienen que ser exitosos porque de alguna manera la realización del hijo implica una realización vicaria de los padres.

—¿Y cómo describiría la educación que dio a sus propios hijos?
De mucho diálogo. Porque antes no había tanto diálogo entre padres e hijos. Ahora sí, ahora se ha puesto de moda, y está bien, porque la única manera de descartar la violencia es justamente con el diálogo. Y hacer comprender a los niños que hay cosas que tienen que aceptar como parte de la vida, lo más pronto posible.

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