Mientras hablamos por teléfono, ella mira la calle por la ventana. Me cuenta que en Mülheimer Freiheit, su calle, dos personas van caminando tranquilamente sin mascarilla. A pesar de las recomendaciones del gobierno de Angela Merkel y del agravamiento de la pandemia, la gente en Colonia, su ciudad, reserva los cuidados solo para el transporte público, las avenidas transitadas y los centros comerciales. La escritora arequipeña, flamante Premio Nacional de Literatura por su novela “Estación Delirio”, no tiene televisión en casa. Pero por la radio sigue de cerca el comportamiento del público, muchos de ellos resistente a las recientes normas sanitarias.
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Falta poco para el invierno y ya no hay sol. El clima parece poner a la gente aún más ansiosa. Teresa Ruiz Rosas parece contarnos el argumento de una novela distópica: gente que sospecha de las vacunas, atemorizada de que puedan experimentar con ellos como conejillos de laboratorio. “Las vacunas serán voluntarias, pero en la práctica, sin ellas las personas no podrán viajar ni trabajar. Se exageran las expresiones en las manifestaciones, y se teme que aflore en Alemania formas de control social que pueden ver instalarse en China. En general, la gente está escéptica. Muchos no participan de las teorías de conspiración, pero tampoco quieren sentirse manipulados”, señala la escritora arequipeña, que extraña algo que parece haberse perdido en Europa: el sentido común.
La llamada oficial la sorprendió en medio de estas noticias la tarde del viernes, en su casa en Colonia, Alemania. En un primer momento, confiesa la escritora, se preocupó, como si algo malo hubiera pasado. Había perdido la noción de que “Estación Delirio”, su más reciente novela editada por PRH, competía para el Premio Nacional de Literatura de este año. Una distracción explicable cuando se conoce el proyecto que hoy la desvela: traducir los diarios de escritor y activista social austríaco Stefan Zweig, que publicará la prestigiosa Editorial Acantilado. Sin embargo, cuando se disipó la confusión y aquilató el sentido de la llamada del Ministerio de Cultura, se sintió profundamente feliz. “Me veo al espejo y encuentro una sonrisa anchísima”, nos dice al otro lado del teléfono. Para una autora solitaria como ella, alejada del medio local, el reconocimiento es dulce “sobre todo cuando se vive lejos de tu tierra”, afirma. “Pienso en todos mis amigos, en todos mis editores (siempre he editado en sellos tan distintos, por las circunstancias), en la gente que ha recibido bien mi obra. Todas las cosas que has hecho en la vida y que han podido salirme mal, ahora encuentran sentido, como si todo se ordenara. Estoy viviendo este momento con mucha plenitud”.
¿Además del Premio Nacional de Literatura, qué otras satisfacciones te ha traído una novela como “Estación Delirio”?
La acogida ha sido muy buena en el Perú. Lo que pasa es que solo circula en el país y como vivo fuera, es difícil pensar en una circulación mayor. Pero lo que podría decirte es que el premio resulta un estímulo enorme para seguir, es un gran estímulo para continuar. Por otro lado, yo lo tomo como un reconocimiento a la perseverancia.
Al final, tarde o temprano llega el reconocimiento...
Lo que pasa es que uno no puede crear en función a eso. Si uno escribe, pinta, compone o filma en función del reconocimiento, te distorsionas a ti mismo, te traicionas. Lo importante es que el camino que recorres sea el que más te guste. El reconocimiento viene por añadidura, es la parte digamos, social de la escritura, un arte especialmente solitario.
Formas parte del grupo de autores peruanos conocidos fuera y poco reconocidos en su país. ¿Cómo sobrellevas esa situación extraña de quien entrega su vida a la escritura pero que mantiene con su país una extraña distancia?
Que puedo decirte. Cuando salió mi novela, “El copista”, Antonio Cisneros escribía una reseña que empieza diciendo algo así como “Hay noticias que dan la vuelta al mundo (al mundo de las letras por lo menos) y no bien llegadas al Perú, sea cosa de ignorancia o mala fe, terminan desinfladas”. Lo decía por mi novela “El copista”, que había quedado entre los tres finalistas del premio Herralde. Esa reseña me dejó algo muy claro: si no estás allí, si no vives en tu país, no existes para el medio literario local. Después, cuando he vuelto más seguido al Perú, noté que había grupos cerrados, que manejaban el protagonismo literario, para decirlo en términos más heterodoxos. Y yo, como soy una persona muy solitaria, no participo de ningún cenáculo. Solo en Barcelona participaba de las tertulias del Bar Astoria, siempre con Enrique Vila Matas, Cristina Fernandez Cubas, Vladimir Herrera, había mucha gente. En esa época me formé en la escritura. Fueron una gran escuela para mí.
Este año te acompaña en el premio, en la categoría de no ficción, la poeta Victoria Guerrero...
Es algo que me da mucho gusto. Solo una vez he tenido la ocasión de encontrarme con ella, de casualidad, en casa de mi hermana, cuando nos reunimos con Rocío Ferreira (catedrática de literatura y cine latinoamericano en la Universidad DePaul en Chicago), que estaba de paso en el Perú. Fue muy bonito conocerla, pero confieso que no conozco su obra en profundidad.
No es coincidencia que sean dos mujeres las elegidas en esta edición del premio. ¿Vivimos tiempos en que, por fin, las escritoras se han hecho mucho más visibles?
Tiene que ver con el hecho de aceptar la idea de que las mujeres pueden escribir con la misma calidad que los hombres. Así como se pensaba que las mujeres no podían desempeñar igual varios trabajos vistos como “masculinos”, con la literatura había una cosa inconsciente que nos relegaba. En la poesía se había aceptado más la presencia de la mujer, pero la novela, vista como un género más “duro”, se menospreciaba a la mujer en su capacidad de construir una ficción. Yo recuerdo que mi padre, cuando quedó claro que yo me iba a dedicar a esto, me decía, “¡pobre, te compadezco!” (ríe).
Si uno ve tus novelas más recientes, se advierte un tema muy presente: destacar la solidaridad entre las mujeres. Es central en tus dos novelas más recientes: “Nada que declarar” y “Estación Delirio”. ¿Es una decisión consciente?
En los últimos años resultan cada vez más evidente los abusos contra la mujer en muchos campos. De alguna manera, es como si el patriarcado intuyera que llega a su fin y da sus últimos manotazos de ahogado. Una amiga psiquiatra me contaba cómo muchos hombres se daban cuenta de que las mujeres salen adelante mejor de las crisis, mientras que ellos se quedaban colgados, sin saber qué hacer, y eso les generaba una mayor agresividad. Siempre el hombre ha pensado que era él quien lo solucionaba todo, que tenía el poder de decisión, el que debía ser servido. Sin embargo, todo aquello está en fase de desaparecer, aunque haya una enorme resistencia. Para mí, lo más importante es demostrar que esto tiene que cambiar, que no puede continuar esta desigualdad de género que hoy aún existe.
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