Marco Aurelio Denegri. (Foto: El Comercio)
Marco Aurelio Denegri. (Foto: El Comercio)
Marco Aurelio Denegri

Derelicción es la acción y efecto de derelinquir, o sea de abandonar o desamparar; del latín derelínquere, abandonar completamente, desamparar totalmente. La persona derelicta no es la simplemente abandonada, sino la completamente abandonada. Dice por eso Cicerón lo siguiente, refiriéndose a los hombres perdidos y abandonados de toda esperanza: “Homines perditi atque abomni spe derelicti.”

Derelicción es vocablo que usaron los existencialistas, pero nunca ha sido de uso común. El verbo derelinquir consta en la “Sátira contra los malos escritores de este siglo”, de José Gerardo de Hervás, alias “Jorge Pitillas”, autor español del siglo XVIII. Yo me valgo de la palabra derelicción porque expresa una cabalidad abandonística que el término usual abandono no expresa. La Academia admite en su Diccionario el verbo derelinquir y el adjetivo derelicto, ta, pero no el substantivo derelicción, a pesar de ser perfectamente admisible.

La autora de “La Ceremonia del Adiós” es derelicta, pero no abandonista, porque el abandonismo es la tendencia a abandonar sin lucha algo que poseemos o nos corresponde. Y Giovanna Pollarolo es agonista o luchadora, se empeña en evitar el abandono y quiere afanosamente retener el bien que ayer tuvo y que hoy ya no tiene pero que ansía seguir teniendo. Su poemario manifiesta, en consecuencia, su agonía, su lucha por recuperar el amor que se fue y que ella sabe que no volverá pero quiere que vuelva.

—Soledad—
Conviene distinguir, tocante a la soledad, la activa de la pasiva. Elegimos la primera porque la necesitamos: queremos estar solos. La segunda nos la impone quien nos abandona: nos deja solos.

La soledad pasiva nos oprime y aflige, nos acongoja, y también nos molesta y aburre; es indisfrutable y por su causa podemos llegar a desesperarnos.

Sin embargo, la desesperación o desesperanza, por lo general abatiente, amplía en algunos artistas la conciencia, mejora y afina la lucidez, e incluso, paradójicamente, produce gran felicidad, “la suprema felicidad en la desesperación –dice Genet–: cuando uno está solo, de repente, frente a la propia pérdida súbita, cuando se asiste a la irremediable destrucción de la propia obra y de uno mismo. Daría todos los bienes de este mundo – hay que darlos, en efecto– por conocer el estado desesperado– y secreto– que nadie sabe que sé. Cuando Hitler estaba solo en los sótanos de su palacio, en los últimos minutos de la derrota de Alemania, conoció seguramente ese instante de pura luz –lucidez frágil y sólida–, la conciencia de su caída”. (Jean Genet, Diario del Ladrón, 180.)

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