La desilusión. Las nuevas generaciones solo conocían el triunfo. Este aterrizaje servirá para despegar vuelo nuevamente. (Foto: AFP)
La desilusión. Las nuevas generaciones solo conocían el triunfo. Este aterrizaje servirá para despegar vuelo nuevamente. (Foto: AFP)
Jaime Bedoya

Desde Rusia. El gol cura todo. Estando eliminado, Perú se despidió del Mundial con las tribunas del Sochi Arena gritando olé. Estando eliminados, hubo discretas celebraciones en Lima antes del mediodía. Estando eliminados, el parecía volver a empezar. Estábamos fuera, descartados, pero no dolía. No tanto. Habíamos clasificado en otra categoría, honorífica como suele tocarnos, pero jerárquica al fin y al cabo: la de la batalla digna y la de quien empieza de abajo. Vamos, la del que arranca del fondo de un pozo de cuatro décadas de profundidad y que a pesar de ello termina mejor que Alemania. Y sin valerse de mocos.

La ley de la gravedad afecta a todo lo que se posa sobre el planeta, incluidas pelotas de fútbol. La Unión Soviética se derrumbó en seis años. A la selección peruana le duró seis días la experiencia mundialista rusa en virtud de lo que Freud llamó principio de realidad. Pero el sueño postergado se resistió a morir de causas naturales.

Sobrevivió a costa de millones de corazones rotos sostenidos por los cánticos argentinos prestados (1), por un vals escrito por encargo de un gobierno militar (2), por la carita memeable de 'Orejas' Flores y –lo más importante de todo– por el restablecimiento así sea temporal de valores aparentemente incompatibles con la peruanidad, tales como la meritocracia, la disciplina, la solidaridad en equipo. Eso representaba la selección, y eso aprendimos a querer. Aún a pesar del manto de un loop interminable de qué hubiera pasado si Christian Cueva no enviaba ese penal al Hanan Pacha, mundo celestial andino en las alturas donde solo entran los justos, pero el gol no existe.

MOSCÚ SÍ CREE EN LAS LÁGRIMAS
Lejos de la imagen austera y sombría de lo soviético que la cinematografía norteamericana difundió durante décadas, Moscú es ahora una capital cosmopolita y cautivante. El monumento a Marx frente al teatro Bolshoi mira también a las tiendas Chanel y Louis Vuitton que tiene enfrente y no pasa nada.

Mujeres hermosas, alongadas y amables contrastan con hombres rudos, de pocas palabras y puños pesados. La calle peatonal de Kusnetsky-Most, por donde en los años 20 Walter Benjamin buscaba la librería más grande de Moscú, ahora es calle de las pizzas internacional, poblada por una legión de televisores donde ríos de cerveza fluyen con la misma cadencia que el río Moscova. En el intermedio de ambos tiempos una masiva descarga sincronizada de inodoros mueve las agujas del sistema de agua potable rusa. Alivio, divino tesoro.

La juerga mundialista arranca poco antes de las 3 de la tarde, con el primer partido, y termina mucho después de las 3 de la mañana, con las primeras luces del amanecer y los últimos borrachos dándoles explicaciones a policías que no las solicitan. El código futbolístico, simbolizar un marcador, recrear una jugada, vence la muralla rusa del alfabeto cirílico a base del entusiasmo universal de inflar las redes. Aunque existe una ventaja comparativa para quien viste los colores de la selección peruana por calles moscovitas. Nuestra camiseta era una suerte de salvoconducto afectivo, el uniforme oficial del campeón sentimental del mundo.

Rusia adoptó al Perú, a su fútbol y a lo peruano. Por lo que significaba su presencia y la manera en que esta se condujo. El forado de los fucking 36 años forjó el prodigio de una hinchada transgeneracional, de abuelo, hijo y nieto, militantemente dispuestos a replantear el concepto competitivo de la pedestre FIFA con un postulado que rebobinó el cerebro del hincha europeo: ya que solo estar ahí era una victoria, al Mundial se viene a disfrutar. El triunfo es opcional.

CAMINO A EKATERIMBURGO
La singularidad de este espíritu nacional, punto de encuentro entre las limitaciones deportivas y la inocencia, era palpable en el aeropuerto de Vnukovo el día que simultáneamente partían hinchas argentinos a Sochi, jugaban contra Islandia, y peruanos a Siberia, a medirse con Francia.

Mientras los peruanos, conglomerado entre los 6 y 70 años, hacían cantos, selfies y barras por Facebook Live desde su puerta de embarque, los argentinos ostentaban un semblante fúnebre, cara de orto dirían ellos, como de ganado Holstein rumbo a un asado islandés. Perú, en cambio, se trepaba feliz a la guillotina para enfrentarse a uno de los favoritos para campeón del mundo. Así somos.

Media hora antes del partido las chalinas peruanas se habían agotado en la tienda oficial de la FIFA, mientras las francesas se amontonaban sin demanda como lo haría el espumante Nochebuena en una cava francesa. Una armónica e integrada representación de lo peruano se había instalado a 15 mil kilómetros del Perú, en el límite mismo entre Europa y Asia: la vida peruana era bella, vibrante y posible al otro lado del mundo.

Hasta que apareció ese extraterrestre de Mbappe que con sus incipientes 19 años no imaginaba la descomunal tragedia emocional que estaba a punto de infringirnos a base de racionalidad francesa: el deporte del balompié consiste en anotar goles en la valla contraria.

Llegó ese gol francés y se ensombreció el cielo. Se cayó el mundo. Se derramaron lágrimas ante la aparente maldición histórica de no poder llevar a la práctica los versos inalcanzables de "Contigo Perú":

Que se haga victoria nuestra gratitud.

Tal como dicta la ceremonia del fracaso, reaparecieron todas las dudas del así llamado proceso: ¿A un Mundial se iba a cantar o a meter goles? ¿Por qué todo el Perú sabe quién es doña Peta pero en cambio nunca necesitó conocer a la mamá de Chumpitaz, ni a la mamá de Sotil, ni a la mamá de Cubillas? ¿Se puede ganar aun perdiendo?

No hubo una sola respuesta en el vuelo de regreso esa misma noche, llevando la eliminación a cuestas como si Sacsayhuamán fuese portátil. Ciertas caras reflejaban la vuelta a lo matemáticamente posible, pero en esta oportunidad para ver cómo cancelaban la deuda del viaje. En Lima algunos gerentes de tiendas ya calculaban a cuánto rematarían las camisetas peruanas. Pero al regresar a Moscú la solidaridad rusa, lacónica y honestamente agreste, seguía intacta. Al día siguiente, fuera del Mundial pero dentro de los corazones del mundo, los peruanos volvían a pisar las calles vistiendo sus colores, que no tenían cómo explicarlo pero eran los de Daniel Peredo, Efraín Trelles y Julio Hevia. Qué caro resultó este Mundial.

NO ES EL FIN, ES EL COMIENZO
Las cosas no se dieron es una fórmula futbolística que transfiere hacia una fuente innombrada y mezquina la imposibilidad de hacer realidad una meta. Parecería hecha para nosotros.

La hinchada peruana dio en Rusia una lección global de lealtad incondicional. El equipo desplegó nuevamente el galante toque peruano, distinción coreográfica que al atravesar los tres cuartos de cancha sufre para transformar ese jipijapa pañuelo de poncho blanco de lino en agresividad. Como si doliera hacerle daño al adversario.

Lo que duele, y no es reprochable al equipo sino a que no se dieron las cosas, es que mi mundial, tu mundial, nuestro mundial, durara tan poco.

Cerrado el paréntesis virtuoso de la ensoñación blanquirroja, toca regresar a lo que nadie quiere volver: la nacionalización del egoísmo, la renuncia al sentido común, el pantano hediondo de lo que se trafica por política peruana. Eso es el antifútbol. Es peor que no hacer goles. Eso es lo que nadie quiere querer.

En el aeropuerto de Schiphol, Ámsterdam, un viajero con el buzo rojo peruano y los ojos anegados filmaba un video de los aviones mientras le explicaba a su hijo que ya iba de vuelta y que el próximo Mundial lo ganaba Perú.

Imposible no entrometerse.

– ¿Arrepentido?

– Para nada. Mañana mismo volvería a hacer todo el viaje de nuevo.

Copa América 2019, vente ya.

(1) El "Cómo no te voy a querer", ha sido cantado por Boca Juniors, el Real Madrid, Colo Colo, Emelec, Pumas de México, etc. Debería haber un embargo de la canción de por lo menos seis meses, para que llegue fresca a las eliminatorias de Catar.

(2) A Augusto Polo Campos le tomó 15 minutos escribir la canción en una servilleta en el antiguo Haití de la Plaza de Armas. Fue a pedido del gobierno de Morales Bermúdez, para motivar al país con ocasión del Mundial de Argentina 78. Antes ya había hecho lo propio con la canción  "Y se llama Perú" para Alemania 74, Mundial al que no clasificamos.

La siguiente entrega, a cargo de Dante Trujillo, será el sábado 7 de julio.

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