A los 80 años, podría dedicarse a escribir novelas amables que le eviten mayores comentarios sobre la realidad inmediata. Sin embargo, su carácter y el compromiso que siente con los miles de latinos que migran a Estados Unidos no se lo permiten. “Todavía estoy en el mundo”, afirma Isabel Allende al otro lado de la pantalla, desde su estudio en Los Ángeles, donde radica. “La gente se sorprende de que todavía pueda decir dos frases coherentes. Pero, en verdad, me siento como cuando tenía 50. O mejor, casi”.
“El viento conoce mi nombre” es uno de los ejemplos más claros de su empeño por denunciar la crueldad de las políticas migratorias estadounidenses. Lo hace sin indirectas: cuenta la historia de dos niños, el primero huyendo de los nazis tras el horror de la llamada “Noche de los cristales rotos”, en Viena; y la segunda la de una niña separada de su madre en la frontera, que espera por ella en una de esas frías jaulas de un puesto migratorio cerca del Río Grande.
— A lo largo de 40 años, ha escrito sobre personas que huyen buscando refugio. ¿Cómo ha ido cambiando su manera de percibir el desarraigo, tema central de su propia biografía?
Toda mi vida he sido una persona desarraigada. Nací en el Perú, mi padre abandonó a mi madre cuando yo tenía 2 años, fuimos a Chile a la casa de mis abuelos, luego mi madre se juntó con mi padrastro, un diplomático, y viajé toda mi infancia y adolescencia. Cuando creí que ya estaba firmemente instalada en Chile, casada y con dos niños, se da el golpe militar y salí a buscar refugio en Venezuela, donde viví 13 años. Después me enamoré de un americano y fui migrante en Estados Unidos. ¿Dónde están mis raíces? En la memoria, en los libros, en mi hijo que vive aquí, en mis nietos. Soy una persona eternamente desplazada. Por eso, a pesar de mis privilegios, entiendo bien la situación de la gente desarraigada.
— El músico Samuel Adler es el protagonista de su novela. Un octogenario que, en su infancia, perdió a su familia en los campos de concentración. ¿Cómo nació su interés en este músico?
¡Lo inventé! [Ríe]. Necesitaba crear un personaje como Samuel, que vive el trauma de la separación, equivalente al de la niña protagonista de la otra mitad de la novela. Él sobrevive refugiándose en el mundo seguro que la música le ofrece. Siendo parte de una orquesta sinfónica, se siente una isla dentro de ese conjunto armonioso. Y en ese mundo seguro, al cumplir 86 años en medio de la pandemia, por primera vez tiene la oportunidad de reflexionar sobre su vida. Siente que su mayor pecado ha sido la indiferencia, y la vida le ofrece una oportunidad para resarcirse, cuando una niña le recuerda todo lo que él vivió.
— Investigando, me encontré con un músico del mismo nombre, un compositor alemán, judío, instalado en Estados Unidos. ¿No lo conoce?
¡No! ¡No tenía la menor idea! ¿Estás seguro?
— Puede googlearlo si gusta.
¡No puede ser! Son los milagros de la literatura. De ahora en adelante, cuando me pregunten, voy a decir que sí, que lo investigué, que yo lo descubrí [ríe].
— “La indiferencia es uno de los pecados capitales y tarde o temprano hay que expiarlo”, dice uno de sus personajes. Pero pareciera que es usted quien habla.
Soy yo. Yo tengo una fundación que trabaja con la gente más necesitada, en la frontera, con los refugiados. Cuando tú conoces un caso, el nombre de la persona y le ves la cara, la indiferencia ya no existe porque ya te puedes relacionar. Pero cuando solo ves números abstractos, las cifras que hablan de millones de refugiados, de mil niños que aún están atrapados en el sistema migratorio y que no han podido reunirse con sus familias, no significa mucho. Y eso es lo que le pasa a Samuel. Su pecado de indiferencia se confronta con la realidad.
— El Kindertransport, tren que salvó las vidas de 10 mil niños judíos durante el Holocausto, permite a Samuel Adler escapar a Inglaterra. Viaja solo, a los 5 años, obligada su madre a enviarlo a un destino desconocido. ¿Como autora ha imaginado esa disyuntiva? ¿Qué habría hecho usted?
Como madre lo he imaginado. Y sí, lo haría si supiera que la vida de mi hijo está en peligro. Y actualmente, en Centroamérica, las familias lo hacen. Mandan a sus niños solos a cruzar la frontera, a pesar de que los coyotes los abandonan a mitad de camino y tienen que seguir solos. ¿Por qué lo hacen? Porque tratan de salvarlos de la extrema pobreza o de la violencia. Son pueblos controlados por el narcotráfico, las maras o incluso la corrupción del ejército y la policía.
— ¿Cuán inconsciente cree que es la población estadounidense de la responsabilidad de su país en la actual crisis centroamericana?
Totalmente inconsciente. Eso no se enseña en ninguna parte y la prensa jamás lo toca. Cuando digo que el problema de la inmigración y los refugiados no resolverá mientras no se resuelvan las causas que obligan a la gente a salir de sus países, nadie lo entiende. Cuando digo que la política exterior norteamericana ha tenido que ver con las dictaduras y la desigualdad en esos países, creen que hablo ficción.
— Escribe en su novela: “Derrotamos democracias e impusimos dictaduras brutales para defender los negocios de empresas americanas”; o “Aquí los niños son sagrados solo cuando son blancos”. Son denuncias muy directas.
No sé si el lector común americano lo vaya a sentir directamente, pero es una realidad. En este país, a las madres esclavas les quitaban de las manos a sus hijos para venderlos. Se llevaban a los niños de las poblaciones indígenas para ponerlos en escuelas u orfelinatos cristianos para “civilizarlos”. No son cosas que pasen por primera vez.
— El Salvador es uno de los principales escenarios de la novela, el lugar de donde huyen sus personajes de matanzas y feminicidios. ¿Cómo ve la estrategia del presidente Nayib Bukele de llenar las cárceles para enfrentar a las maras?
Quizás sea una solución demasiado draconiana. He investigado sobre este país, y tengo grandes amigos salvadoreños. Mi mejor amiga escapó de la policía en El Salvador, pues estaba involucrada con muchachos de izquierda en la universidad, y tuvo que escapar luego que desaparecieron a sus amigos. Ha vuelto a su país muchas veces a ver a su familia, siempre con muchas precauciones. Esta vez volvió y, por primera vez, pudo subirse tranquila al bus, pudo andar por la calle. “Por primera vez me sentí segura en mi país en treinta años”, me dijo. ¿Será esta la única solución? Espero que no. Da pie a gobiernos autoritarios que terminan cometiendo peores abusos. No puedo decir que esté de acuerdo, pero que hay más seguridad en El Salvador, sin duda la hay.
— Es sintomático que aunque gran parte de la historia transcurre en los años de la administración de Trump, usted no identifica su nombre en la novela. ¿Prefiere no mencionarlo para no afear el libro?
Trump no es el único que ha tenido una política antimigratoria. También la tuvo Obama y la tiene Biden ahora. No le puedo echar la culpa solo a Trump. Lo que hizo él fueron las separaciones de las familias, pero eso ya venía pasando desde los tiempos de Obama, aunque no en esa escala. Y duró muy poco, pues el clamor internacional fue brutal cuando aparecieron las imágenes de niños en jaulas y de guardias de frontera arrancando bebes de los brazos de sus madres. Trump tuvo que cancelar esa política.
— Esa imagen fue el disparador de su novela...
Sin duda. Cuando sucedió esto, recordé el Kindertransport y relacioné las dos cosas.
— ¿Teme un posible regreso de Trump a la Casa Blanca?
Lo temo, por supuesto. Si llega a ser presidente, nadie lo va a sacar de allí. La democracia está en franco peligro. Hay un 40% de la población que cree en todas sus mentiras, y son gente armada hasta los dientes. El hecho de que hoy se hable de “guerra civil” es muy grave. Las instituciones americanas han resistido el impacto brutal de Trump, pero no sabemos si van a resistir una segunda oleada. Yo estoy muy preocupada.
— Quise hacerle una entrevista literaria y hemos hablado solo de política...
[Ríe] ¡De pura política! En alguna nueva oportunidad, cuando las cosas estén menos candentes, hablaremos de literatura. ¿Le parece?
Autor: Isabel Allende
Editorial: Plaza y Janés
Páginas: 352