Jirón Quilca: una aproximación a su historia e importancia
Jirón Quilca: una aproximación a su historia e importancia

No había Internet. No había cadenas de librerías. El acceso al consumo cultural era una odisea. Cualquier iniciativa parecía un suicidio dilatado. Era la década del 80, con el Perú en un interminable fundido a negro. No había futuro.

Pero siempre hay un atajo para resistir y bailar en el muladar. Los libreros y puestos de música del o de Galerías Brasil proveían a precios asequibles libros, caset y otros artículos entre originales, fotocopiados o de segunda mano. Quilca –palabra quechua que en castellano significa ‘escritura’– y algunas cuadras del Jr. Camaná configuraron un circuito que cobijó a curiosos y yonquis culturosos, así como a adeptos al rock subterráneo y otras transgresiones expresivas: un punto de encuentro y desfogue que ofrecía una educación intelectual y sentimental alternativa.

Salto temporal al 2016. El jueves 14 de enero, los libreros de la Asociación Boulevard de la Cultura Quilca fueron desalojados por la policía del espacio que ocuparon durante cerca de dos décadas. El terreno de más de 1.000 metros cuadrados es propiedad del Arzobispado de Lima, que en el 2008 les impuso una demanda de desalojo tras vencerse el contrato de arrendamiento que iniciaron en 1997. Para los que acostumbraban internarse en Quilca para acopiar materiales de índoles diversas, el desalojo simbolizó el fin de una era.

Son más de 60 las personas y trabajadores afectados, que piden que el Arzobispado reconsidere su decisión.

FOCO DE RESISTENCIA
El músico Jorge ‘Pelo’ Madueño, adicto a Quilca y sus alrededores en los 80, afirma: “Un librero en estos tiempos, considerando la intoxicación mediática en la que vivimos, debería ser una especie de héroe. Y más uno de Quilca, que viene batallando desde hace décadas para que estudiantes, poetas, artistas, escritores, músicos y público en general tengan un espacio contracultural importante. Quilca es como un pulmón, y el Estado y los municipios deberían cuidar y preservar este y otros espacios similares”.

En la misma sintonía, Daniel F., músico asociado a la movida subterránea de los 80 y 90 al mando de la banda Leuzemia, indica que el ADN cultural de Quilca ha sido posible “gracias al esfuerzo de un grupo de libreros que hicieron suyo ese espacio, al que después se sumaron otras manifestaciones ligadas al rock o a la pintura”. Luego agrega: “Cuando Leuzemia reapareció en 1995 con su segunda formación, siempre frecuentábamos Quilca. Le tengo cariño. Es una pena lo que ha pasado. Habría que revisar por qué la situación se hizo insostenible”.

Aunque no ha sido el cuartel general exclusivo de las apuestas a contracorriente, es probable que Quilca sea vinculado por siempre con el rock subterráneo vernacular, del que formaron parte ‘Pelo’ y Daniel F.

Cinco fueron las bandas fundacionales de la movida subte: Leuzemia, Narcosis (‘Pelo’ tocaba la batería ahí), Autopsia, Zcuela Crrada y Guerrilla Urbana. Tal como sugiere el libro “Se acabó el show” de Carlos Torres Rotondo, a pesar de la escasez de las grabaciones y del sonido amateur de los involucrados, desde fines de 1984 a comienzos de 1986 “estas bandas fueron las catalizadoras de un estallido que sentaría las bases del circuito peruano de rock alternativo”. 

Hermanaban a estos grupos su ira motivada por el ‘no futuro’ y sus escupitajos sonoros y anárquicos a las autoridades. La técnica era lo de menos: importaba el ‘hazlo tú mismo’ del punk. Sin proponérselo, ellos capturaron el estado de ánimo en un magro contexto histórico del país. Y a pesar de las limitaciones, plasmaron más de una melodía ruidosa y memorable. 

La irrupción de estas bandas fue como un cuchillazo, una impresión probablemente reforzada por el vacío que las antecedió (en la década del 70, durante los gobiernos militares de Velasco y Morales Bermúdez, el rock nacional vivió en el oscurantismo).
Pasaron los años, nacieron y murieron centenares de propuestas, y la paleta sonora se amplió: aparecieron grupos pospunk o dark que buscaron cambiarle el color a la oscuridad. De ellas, quizás Voz Propia y Dolores Delirio han concitado los mejores elogios (conviene, sin embargo, olvidar el reciente y triste paso de Dolores Delirio por un programa de ‘reality’ local). Y para conseguir sus maquetas o caset lo más fácil era adentrarse en Quilca o en Galerías Brasil.

La música también impulsó discursos y escrituras, que eran consignados en fanzines. La estética de la fotocopia adquiría el estatus de una obra de arte.

MÁS CONFORT, MENOS RABIA
Hasta que a fines de los 90, Internet alteró los hábitos y democratizó el acceso al consumo cultural. En más de uno, la necesidad de ir a Quilca o a Galerías Brasil deja de ser una prioridad.

En paralelo, la situación económica y social del Perú comenzó a mostrar síntomas de mejora, lo que aminoró los sentimientos de frustración y de rabia. ¿Qué banda en la actualidad sería capaz de componer un tema descarnado como “Represión” de Narcosis?

Pese a todo, Quilca sigue siendo un punto concurrido. Su circuito incluye el bar Queirolo y el centro El Averno, prestos para acoger a los parroquianos. Que este episodio de desalojo no quite las ganas de sentir la cultura. 

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