“En este libro se esbozaban una serie de caminos hasta ese momento intransitados en los que debían internarse los valientes, si eran valientes”, escribiría un referencial Roberto Bolaño sobre “Ave Soul”, poemario de culto que, en 1973, Jorge Pimentel entregó a una pequeña imprenta de Barcelona, una edición de apenas 400 ejemplares que pasaron por las narices de la censura franquista. En tiempos en los que hemos olvidado tantas cosas, preguntas como éstas parecen retóricas: ¿qué hace valiente a un poeta? ¿Qué significa la valentía en la poesía? Para buscar respuestas, visitamos a Pimentel en su departamento miraflorino, mientras allá afuera obreros de construcción taladran la realidad con ruidosa disciplina. “El primer deber de un poeta es la desobediencia, tanto al poder como al lenguaje”, enfatiza el poeta que en diciembre próximo cumplirá 80 rebeldes años. Pimentel se encuentra complacido: acaba de llegar a sus manos la primera traducción de “Ave Soul” al inglés. Una empresa a cargo de John Burns, financiada por la Universidad de Wisconsin.
Por cierto, Pimentel advierte que su desobediencia venía desde antes, específicamente con “Kenacort y Valium 10″ (1970), su primer libro. “No se puede juzgar si es bueno o es malo, pero abrió un camino de desobediencias”, dice Pimentel. Lo cierto es que se trató de un poemario germinal, que abrió la puerta para otros poetas del grupo Hora Zero para expresarse de libérrima forma. “Fue una bomba atómica que tiré allí”, dice orgulloso.
—Luego publicarás “Ave Soul”, lo que significó un gran cambio en tu poesía. ¿En qué momento tuviste la idea de ese libro?
Todo empezó saliendo del Bar Palermo. Recuerdo que Oswaldo Reinoso hizo allí una fiesta muy bonita, al haber publicado “El escarabajo y el hombre”. Salí de allí a las 4 a.m., y me fui a mi casa. Recuerdo que llovía. Crucé la plaza San Martín y me sentía un caballo cabalgando bajo la lluvia. No estaba borracho: me sentía iluminado. A la altura del cine Colón tomé el colectivo que hacía la ruta de la avenida Arequipa, y al llegar a mi casa al amanecer me senté y comencé a escribir “Balada por un caballo”. Me salió de un solo cocacho. No sé cómo, luego apareció publicada en “El Comercio”, y ya nadie dijo después que no sabía escribir.
—¿Cuál es la historia detrás de un poema tan icónico como “El lamento del sargento de Aguas Verdes”?
Otra mañana, en el Palermo, había quedado con Tulio [Mora] a las 10 de la mañana, y pasé antes para pedir un café. Un americano aguadísimo, recuerdo. De repente, se aparece un señor delgado y alto, con corbata, sucia camisa blanca y terno gris claro, y me pregunta si podía invitarle una cerveza. Acepté y le pedí que se sentara conmigo. “Llevo una tragedia encima”, me advirtió. Y me soltó toda su vida. Yo iba memorizando todo. Lo memoricé tan bien que hasta su forma de hablar quedó en el poema.
—Parte de la leyenda del poemario de “Ave Soul” tiene que ver con su forma de distribución: un tiraje pequeño que circuló apenas en librerías catalanas y solo 80 ejemplares circularon en Lima. Es por ello que sus poemas se conocían más por antologías que por el libro en sí.
Es verdad. Se hacían muchas antologías entonces. Se hablaba más de las antologías que de los libros.
—Se parece a la manera en que escuchamos las canciones: oímos el hit y no tanto el disco completo.
De repente tiene que ver con mi música interior. Yo trabajo mis poemas con el asombro de la inocencia, con cierta timidez, tristeza y elegancia sentimental. Esa es mi música.
—¿Y a qué suena?
A mi tristeza, a mi soledad, a mi piedad por los otros. Todas mis experiencias vienen de la calle. Lo que otros no ven, yo lo veo.
—¿Es el caso de un poema como “Rimbaud en Polvos Azules”?
Igual. Estaba en un barcito al frente de la plaza San Francisco, donde entra la gente a tomarse un pisco para esperar a alguien. El poema me surge ante la imagen del amigo que veo llegar.
—¿Se puede saber quién?
Nunca se lo he dicho a nadie: era Enrique Verástegui. No quería decirlo, porque temía que algún amigo de Hora Zero se fuera a molestar por no haberlo puesto a él.
—Todos quieren ser Rimbaud...
Así es. Entonces entró Enrique al bar e inventé el personaje. Fue una iluminación.
—Tu padre murió en un accidente mientras escribías este poemario. ¿Cómo marcó tu escritura?
Me destruyó. Fue una de las razones por las que me fui a España. El poema “Balada para mi padre muerto en un accidente en la carretera…” lo escribí allá. Él era gerente en la fábrica Inca Kola, y salió a Palpa cuando supo que uno de los camiones de la empresa había sufrido un accidente. Pero se estrelló contra una zanja al quedarse dormido manejando. La rapiña le robó sus cosas.
—¿Crees que el sentimiento de orfandad atraviesa todo tu libro?
Sé que mi padre me quería mucho, aunque no era de mostrar afecto. Era un hombre muy seco. Hubo muy pocos besos con él, pero siempre me apoyó. Era corredor de autos, y recuerdo que corría con Arnaldo Alvarado. Era tan osado que me llevaba en la parte de atrás del auto, entre los bidones de gasolina. Yo era un niño entonces. Más allá de Ica quemó el motor y yo respiré aliviado. Mi padre era así. Tengo un libro inédito, “Muerte natural”, sobre el amor de mi padre, la sociedad de la época, la violencia del poder. Ayer lo revisé y parece que lo hubiese acabado de escribir.
—¿Y por qué no lo has publicado?
No lo sé. Lo guardo desde el año 73, y su lenguaje no ha envejecido. Lo tengo ahí. Lo voy a publicar, pero no este año. Es algo que no me preocupa. Lo mismo pasa con “Jardín de uñas”, un poemario en que me arriesgué. Es toda una nueva desobediencia al lenguaje. ¡Y lo tengo guardado más de 35 años! Lo que pasa es que, cuando termino un libro, lo guardo, y pueden pasar años. Vienen otras cosas y los olvido.
—Revisaba la carta del funcionario de la oficina de censura del régimen de Franco que autoriza la edición de “Ave Soul”, y que se incluye en una edición especial del libro. Me divierte que, tras aprobarla, te dice: “Dios guarde a usted muchos años”. Quizás en el deseo de un censor radica tu longevidad: pronto cumplirás 80 años.
¡Sí! [ríe]. ¡Tienes razón!
—Nos hemos reído con el chiste, pero también tiene un lado triste. Eres el último miembro fundador que queda de Hora Zero.
Difícil contestar esta pregunta. He sufrido mucho solo. He llorado mucho viendo televisión. A las tres de la mañana se me vienen los recuerdos de todos mis amigos. Que se vayan todos los generales de Hora Zero es una depre muy brava. Pero todo tiene que superarse. Yo mismo me he superado: tengo una fuerza interna sagitariana que me impulsa a ir siempre hacia adelante. Todas las historias vividas con ellos son para escribir un libro. Todo lo que hemos vivido, y todos terminamos misios. Nuestro único premio son los libros que entregamos. Ellos nunca se quejaron. Siempre apostaron por escribir bien. Además, fueron felices: recitales, juegos, casas comunales. Con Eloy [Jáuregui], con Tulio [Mora], con Enrique [Verástegui] todo era risas. Enrique escribió sobre su historia en Hora Zero y la tituló “Mi vida en el cielo”. Parábamos juntos en todas partes, y nunca nadie fue abandonado. Ellos partieron, pero han tenido vidas de 200 años. Puedo decirte que Tulio se despidió de mí. Fue el hermano que no tuve. Antes de morir, me dijo en su cama, con su esposa y su médico al lado: “Loco, Hora Zero ya la hizo y ya está bueno. Ya me quiero ir. Pero no se olviden de mi poesía”. Tulio hizo una cosa maravillosa: cuando supo que la muerte estaba cerca, organizó para su velorio su propia lista musical, desde mambos hasta huainos. Muchos allí ya estaban moviendo el esqueleto. Hora Zero era así. Tulio era así.
—¿Y qué planes tienes por delante?
Queremos publicar los libros inéditos de Hora Zero. Lo que ha dejado Tulio, Eloy, los míos. En abril, mes de las letras, de nuevo cabalgaremos. Convocaremos a los que quedan de Hora Zero e invitaremos a gente más joven a recitales. ¡Necesito recitar a los amigos!