Josef Mengele y Olivier Guez. En su novela, Guez investiga las tres décadas en la clandestinidad de Mengele, uno de los más atroces responsables del Holocausto.
Josef Mengele y Olivier Guez. En su novela, Guez investiga las tres décadas en la clandestinidad de Mengele, uno de los más atroces responsables del Holocausto.
Enrique Planas

Médico de carrera y carnicero de vocación, es conocido por sus brutales experimentos humanos en Auschwitz. Disfrutaba eligiendo a los presos que llegaban en los trenes para enviarlos a la cámara de gas, extirpaba y reimplantaba miembros en gemelos, arrancaba los ojos a sus víctimas para quedárselos como recuerdo. Cuando las tropas soviéticas estaban a pocos kilómetros del campo de concentración, huyó por Europa y llegó con un pasaporte falso a la Argentina de Perón. Allí soñó con vivir una buena vida, hasta que la captura de su colega Adolf Eichmann, uno de los arquitectos del Holocausto, le hizo emprender una vida errante, con los comandos del Mossad tras sus pasos. De Argentina pasó a Paraguay, y de allí al Brasil, donde terminó sus días recluido en el miserable rincón de una favela de Río de Janeiro.

En su novela "La desaparición de Josef Mengele", el escritor francés Olivier Guez sigue la pista del llamado desde su llegada a Buenos Aires hasta su muerte en Río de Janeiro. Ha hablado sobre ella en toda Europa, recientemente en Japón y en China. Su libro ha sido traducido en treinta idiomas. Ahora, de vacaciones en el Perú, acepta esta entrevista exclusiva para El Comercio.

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— Si algo intenta su novela es presentar a Mengele como un ser humano, alejándose del mito que lo muestra como un monstruo. ¿Por qué llamamos monstruo a los humanos cuyas acciones no entendemos?
Porque nos resulta más fácil. Es parte de nuestra pereza intelectual, moral y psicológica. Pensar a Mengele como un ser humano como cualquiera nos genera problemas. Siempre intentamos zanjar una distancia con este tipo de personajes. Cuando escribía el libro, tenía siempre la imagen de "El jardín de las delicias", el tríptico pintado por el Bosco, esa visión del cielo y el infierno que nos muestra cómo funciona el ser humano: capaz de hacer las cosas más sublimes y las más abyectas. Todos tenemos una parte monstruosa.

— Todos podemos serlo pero nos reprimimos. ¿Por qué se rompe ese mecanismo represivo?
El tiempo es muy importante. Cuando los nazis llegaron al poder, años de consumir su ideología fue determinante. Para el nazismo, matar era parte del sistema. Y si la ley te dice que matar no es un crimen, los humanos empiezan a sentir que no hace falta reprimirse. Cuando los humanos no tienen una clara conciencia de sus límites, funcionan estas cosas. Mengele es un ejemplo de ello: un hijo de la burguesía alemana, que estudió medicina y antropología, con dos PhD, amante de la música y las literaturas clásicas, fue un hijo de la Europa de inicios del siglo XX. Sin embargo, el cambio de ideología lo transforma en un monstruo. No nació para matar, pero fue transformándose con las ideas de su época.

— Imaginábamos a Mengele como el poderoso y sanguinario personaje de "Los niños del Brasil", interpretado por Gregory Peck, pero usted lo describe como un tipo mediocre y temeroso...
Hablamos de una historia excepcional protagonizada por un personaje mediocre. Una cosa es Josef Mengele y otra el mito construido por la prensa o por Hollywood.

— La historia oficial de la II Guerra Mundial nos dice que tomada Berlín, y muerto Hitler, los nazis desaparecieron por arte de magia. Su novela nos recuerda que siempre estuvieron allí...
¡Solo se quitaron el uniforme! Se convirtieron en demócratas. La idea de que 1945 es el año cero es otro mito. Todas las estructuras alemanas estaban llenas de nazis. Cuando empieza la Guerra Fría, hay dos Alemanias. Y tanto Rusia como Estados Unidos necesitan tener las dos Alemanias fortalecidas. No podían cambiar esas estructuras porque debía haber un Estado que funcione. El trabajo sobre la memoria en Alemania empezó, realmente, a fines de los años 70 e inicios del 80.

— ¿Cree que los juicios de Nuremberg fueron un proceso fallido entonces?
Nuremberg fue un clásico proceso de guerra. Pero en esa época no se hablaba del Holocausto. La lógica entonces era muy diferente. La perspectiva sobre la guerra empezó a cambiar con el proceso al nazi Adolf Eichmann en Jerusalén. A partir de entonces, a fines de los años 70, la memoria vuelve a Europa, cuando las víctimas empiezan a hablar. Y también los criminales.

— ¿Cree que la apertura de Sudamérica a los nazis al terminar la guerra fue consentida por las potencias aliadas para librarse de ellos en Europa?
Para mí, fue muy importante escribir esta historia con los ojos de la época. En Sudamérica, la guerra era algo muy lejano. Para alguien como Juan Domingo Perón el enemigo fue siempre Estados Unidos. Para él, los enemigos de sus enemigos eran sus amigos. Y abrió la puerta para todos ellos.

— También nos acostumbramos a creer que, tras su derrota, el nazismo nunca volverá. ¿Qué piensa de la aparición de nuevos fascismos en el mundo?
No creo que estemos viviendo una nueva década del treinta, como suele decirse. Hay coincidencias, pero los procesos son totalmente diferentes. La globalización, por ejemplo y la actual reacción contra ella. La gente busca seguridad, identidad y capacidad de consumo. Y así funciona Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil, o Putin en Rusia. Para las democracias, eso es un problema claro. Este neofascismo contra la globalización viene de la izquierda y de la derecha. Mientras tanto, la memoria de Europa se desvanece. Hoy es muy fácil calificar de fascista a alguien en Europa.

— Mostrándolo en toda su miseria, ¿en algún momento sintió piedad por Mengele?
Nunca. Cuando le iba peor en la vida, yo gozaba escribiendo. Esa es la dirección de la historia: la caída de un tipo como él.

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