“Las ilusiones perdidas de Juan Marsé”
Hace unos años, cuando un medio de prensa hizo una encuesta para determinar cuál era el escritor de lengua castellana que merecía ser galardonado con el Nobel, no dudé en responder: Juan Marsé. Era un novelista de pura cepa, dotado con un instinto natural para narrar historias, insuflar vida a sus personajes y hacernos cómplices de sus peripecias. Se había ganado a pulso una sólida reputación y acometía su trabajo literario con una dedicación similar a la del oficio de orfebre que había ejercido a partir de su adolescencia. Hombre discreto y ajeno a las veleidades de la fama, se resistía a dar opiniones públicas, pero, cuando lo hacía, no tenía pelos en la lengua. Abominaba de los nacionalismos, los “himnos idiotas y banderas depravadas”, lo que le había valido la animadversión de los separatistas catalanes de hoy.
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Su novela Si te dicen que caí (1973) fue para mí una revelación. Hasta ese momento, mis lecturas sobre la guerra civil española se limitaban a las gestas heroicas descritas por Hemingway y Malraux. En cambio, Marsé ahondaba en las secuelas de aquella lucha fratricida, aquel periodo oscuro e infame de la posguerra marcado por la insidia de los vencedores. Ambientada en Barcelona, la intriga recreaba las andanzas de unos jóvenes marginales que enfrentaban sus ritos de paso en un entorno de abandono y pobreza, bajo los rigores de una dictadura implacable.
La ambición de Marsé saltaba a la vista. Al igual que los niños del barrio y sus aventis, esas historias que inventaban para escapar de los infortunios cotidianos, el novelista aspiraba a configurar una visión alterna de la realidad, en la que la imaginación y la memoria se daban la mano para rehacer la trama del pasado. De ahí que Si te dicen que caí fuera una obra compleja, con una urdimbre densa, donde se entrecruzaban voces y tiempos narrativos diversos. En esa perspectiva, podía equipararse a las novelas del “boom” que estaban revolucionando el género en América Latina.
Como Marsé temía, el libro fue prohibido por el gobierno franquista. “Puede que muy realista pero que da una imagen muy deformada, casi calumniosa de la España de la posguerra”, objetó el censor en su informe. Por supuesto, el escritor no exageraba. Había crecido en esos barrios populares de la Ciudad Condal donde aún no se habían desvanecido los fantasmas de la contienda. Sus padres trabajaban para una familia de la alta burguesía, él como chofer y ella como una de las empleadas del servicio. Cuando Marsé nació, en 1933, su madre perdió la vida en el parto. Ante esa situación, el viudo, quien ya tenía otro hijo, decidió darlo en adopción a una pareja amiga. Así, el recién nacido, cuyo nombre era Juan Faneca Roca, pasó a llamarse Juan Marsé Carbó. A su padre biológico solo lo vería dos veces en toda su vida.
El niño recibió el afecto de su familia adoptiva, pero también compartió sus estrecheces económicas. A los trece años, se vio obligado a dejar la escuela para trabajar y contribuir al sustento del hogar, debido al encarcelamiento de su padre por razones políticas. Marsé se inició como aprendiz de joyero, tarea que desempeñaría durante casi quince años. Aunque el escritor nunca se quejaría, dada su educación trunca, uno puede imaginarse las dificultades que tuvo que superar para desarrollar su vocación literaria. Es verdad que era un lector voraz desde temprana edad, pero ¿cómo consigue un aficionado a las historietas y novelitas de kiosko acceder a la gran literatura? En ese sentido, sería providencial la intervención de una escritora catalana que residía en Sevilla, Paulina Crusat, quien se convirtió en su mentora por correspondencia. Ella guio sus lecturas, revisó sus narraciones y le ayudó a publicarlas en revistas.
En 1959, Marsé logró el premio Sésamo con su cuento “Nada para morir”. Al año siguiente, su primera novela, Encerrados con un solo juguete, quedó finalista en el premio Biblioteca Breve, lo que le abrió las puertas del grupo de escritores que sería denominado la Escuela de Barcelona, una vertiente de la Generación del 50. Sus miembros –entre ellos Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, Juan García Hortelano y los hermanos José Agustín, Juan y Luis Goytisolo– pertenecían a la burguesía ilustrada y, como diría más adelante un socarrón Marsé, querían codearse con un genuino escritor obrero. Sea como fuere, pronto advirtieron que el joven narrador poseía una mirada crítica y mordaz, como se haría patente con Últimas tardes con Teresa (1966), donde puso en evidencia el progresismo vacuo de un sector privilegiado de la sociedad catalana. Esta novela, por la que finalmente le concedieron el Biblioteca Breve, significó el despegue de su carrera.
En 1999, conocí a Marsé. Fue el poeta César Calvo quien me llevó a su departamento del número 106 de la calle Bailén, en el Eixample, donde vivía con Joaquina, su esposa. Había vacilado en acompañarlo, pues había oído que el escritor era un tipo más bien reservado, si no hosco, pero Calvo me aseguró que se trataba de un viejo compinche (se habían conocido en Cuba en 1968) y que solo le ponía mala cara a los periodistas inoportunos. Además, ¿no me había fascinado su última novela, El embrujo de Shanghai?
Debo confesar que Marsé me sorprendió por su sencillez y naturalidad, a la vez que por sus convicciones firmes. No era alguien que dudara o anduviera con rodeos para decir lo que quería expresar. Pese a su talante serio, fue amable conmigo y se interesó por lo que yo hacía. Por entonces, lidiaba con la versión final de su novela Rabos de lagartija (2000), que le estaba resultando bastante laboriosa. Me contó que escribía a mano, en libretas; luego pasaba el texto a la computadora y corregía hasta el hartazgo.
Un problema cardiaco lo había llevado a modificar sus rutinas. Hacía caminatas a primera hora del día, por la avenida Diagonal, antes de sentarse a escribir. También había moderado sus hábitos espirituosos. Y, aunque no había renunciado del todo al Jameson, aquel whiskey irlandés que tanto le gustaba a Joyce, sus legendarias francachelas en el balneario de Calafell con sus amigos Gil de Biedma y Barral se remontaban a un pasado cada vez más lejano. De cualquier modo, aparentaba estar fuerte y saludable. Era un poco bajo de estatura y su aspecto me recordaba a aquellos boxeadores recios que son capaces de asimilar una tanda de golpes sin trastabillar. Podría haber integrado el reparto de cualquier film noir.
“El cine, en mi caso, pesa tanto como la vida”, reconocía el escritor. En su calidad de autodidacta, las películas habían sido tan importantes para su formación como los libros. Durante su infancia había asistido a incontables funciones dobles, a las que entraba sin pagar, gracias a que su padre trabajaba como desratizador municipal de las salas y era amigo de los boleteros. Me he acordado de su cinefilia porque, la última vez que nos vimos, la conversación giró en torno a esta pasión.
Fue en el Salambó, aquel bar del barrio de Gracia cuyo nombre homenajea a Flaubert. Había un clima de algarabía y, entre los concurrentes, se encontraban Alfredo Bryce, Benjamín Prado, Enrique Vila-Matas y otros autores catalanes. A la hora de pasar a la mesa, me tocó sentarme frente a Marsé, quien se veía muy animado. Como sabía que compartía su entusiasmo por el cine, me retó a que probara sus conocimientos, a manera de trivia. Y, para mi asombro, parecía saberlo todo, incluso algunas cuestiones bastante rebuscadas. Por lo demás, aquella noche memorable del otoño de 2003, fui testigo de la profunda admiración que le tenían sus colegas. Si bien aún no le habían otorgado el Cervantes, estaba claro que, a esas alturas, Juan Marsé era el mayor escritor vivo de España.
“A veces Marsé me recordaba a Gatsby: había algo brillante en torno a él, una exquisita sensibilidad para captar las promesas de la vida”, ha escrito Enrique Vila-Matas a raíz de la muerte de su amigo. Y es probable que esté en lo cierto. A pesar del realismo social que enmarca su obra, se vislumbraba en su actitud un temperamento conmovedoramente romántico, una vaga nostalgia por una inocencia perdida. Juan Marsé prefería tirar de la madeja de los sueños (aquellos que “se corrompen en boca de los adultos”) y jugar con ilusiones que, por arte de birlibirloque, se transmutaban en poderosas realidades.
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