Desde “La orestiada” de Esquilo o “La Odisea” de Homero, la paternidad es un tema eterno para la literatura. Y en nuestra región, “Pedro Páramo” nos recuerda que la búsqueda del padre ausente es un lugar común en nuestras letras. Una forma de buscar nuestra identidad en nuestros orígenes. Sin embargo, en los últimos años, hay un evidente cambio en el relato: el recuerdo resulta más lúcido, más afectuoso, más empático. En tiempos en que se replantean las masculinidades, la paternidad también evidencia saludables cambios. Grandes ejemplos de ello nos dan libros como “El olvido que seremos” del colombiano Héctor Abad Faciolince, “Tiempo de vida” del español Marcos Giralt Torrente y, más recientemente, “La figura del mundo” (Random House), estupenda novela del escritor mexicano Juan Villoro.
Su libro, emotiva y brillante biografía de su padre, el filósofo catalán Luis Villoro Toranzo, se inscribe en este replanteamiento de las masculinidades: “Soy un padre muy distinto al que fue el mío, pero no necesariamente mejor”, nos dice el mexicano antes de comenzar, vía Zoom, esta entrevista. Justamente, de este predicamento surge la necesidad del hijo de explorar la figura paterna.
— ¿Cuál crees que fue el modelo a partir del cual nuestros padres construyeron su paternidad?
Un modelo autoritario y elemental. El padre se desentendía de la parte afectiva y se convertía en proveedor. Ejercía una pedagogía inmodificable e inapelable al interior de la casa. Esto podía tener resultados más o menos positivos, pero también convertía la paternidad en una variante del patriarcado y del autoritarismo.
— ¿Cuánto tiene que ver el papel de las mujeres en el cambio de la paternidad actual, reconciliada con los afectos y la sensibilidad?
La gran tragedia de Mario Vargas Llosa en su infancia fue recuperar a su padre. Él había crecido sin él, con el afecto de su madre y de otras mujeres. De pronto, se vio enfrentado a un ser autoritario, con una posición hegemónica. Esa figura hacía que las mujeres tuvieran el papel de reserva afectiva. Hoy en día, con toda legitimidad, las mujeres destacan como grandes profesionales en distintos ámbitos. Y el hombre, en buena medida, aporta el cariño y una serie de valores que antes se conferían exclusivamente a las mujeres. Esto me parece muy sano, porque equilibra nuestra condición de varones.
— Inicias tu libro con una frase muy reveladora en boca de una artista: “Los intelectuales no deberían tener hijos”. ¿Por qué se da este miedo en el gremio?
La frase me la dijo una amiga en un avión, que había tenido una amarga experiencia con un hijo. Como sabemos, los vuelos funcionan como un confesionario accidental, la gente dice cosas que no suelta cuando está en tierra. Creo que esa frase puede ser el lema de muchas fallidas maternidades y paternidades por parte de escritores que viven en su propia burbuja, dedicados a la especulación, sin necesariamente ocuparse de sus hijos. ¡No puedes pintar la Capilla Sixtina pensando en que debes llevar a tu hijo a sus clases de natación! Este egoísmo consustancial a la profesión hace que no siempre estas personas resulten buenos padres. Hoy en día, para un sujeto integral, es una obligación combinar el afecto con el trabajo. La masculinidad se sintió muchas veces vulnerada al tener que asumir la debilidad necesaria para demostrar afecto. Anteriormente, el hombre ‘duro’ seguía adelante, a pesar de los quebrantos emocionales. Esta reconfiguración del afecto es lo más importante. Y si se encarna en la paternidad, mejor.
— ¿Crees que existe también el “síndrome del hijo del artista”, que denota cierta orfandad?
Normalmente el hijo de un artista se siente un tanto abandonado. Mi libro tiene que ver con un padre que fue muy cordial, muy responsable, ejemplar en muchos sentidos, pero que no sabía expresar afecto. Fue alguien que creció en un internado de jesuitas, alejado de su familia, que perdió a su padre siendo muy niño. Yo no quería escribir desde el rencor o el despecho por no haber recibido ese afecto, sino desde el entendimiento. Y nada mejor para un filósofo, el oficio de mi padre, que ser entendido con sus luces y sus sombras.
— Tu padre fue el primero en traducir “El principito” de Saint-Exupéry en México. Y sin embargo, nunca te lo leyó de niño. Prefería hablarte de las guerras púnicas. Parece increíble...
Hay ciertos errores que solo cometen las personas muy brillantes. Son notables los casos de científicos capaces de descifrar el funcionamiento del universo y, sin embargo, son incapaces de saber qué hay en el refrigerador de su casa. Mi padre olvidó que había traducido “El principito”, algo de lo que me enteré muchos años después. Él me hablaba de las viejas civilizaciones, de los hititas, de los sumerios, de los persas. Pero actuaba más como un maestro que como un padre.
— Solemos quejarnos de lo poco que nuestros padres nos entendieron. ¿Crees que los hijos tenemos también la responsabilidad de construir puentes con ellos?
Desde luego. Hay que inventarse al padre favorablemente. No tiene caso actuar desde un rencor por las cosas que nos dejó de dar. En “La figura del mundo”, uno de los grandes desafíos fue tratar de prescindir de ciertas heridas mías que no contribuían al retrato del personaje. Podían ser significativas para mí, pero no lo suficiente para explicarlo a él. Al trabajar con las heridas, lo más importante es escribir sobre ellas cuando estas ya están superadas. ¿Si Dostoievski pudo superar el encierro en Siberia, condenado a trabajos forzados y encerrado con grilletes en los pies, por qué no podemos nosotros superar males menores?
— ¿Perdonar al padre es una decisión consciente o es el tiempo el que nos lo permite?
Es una gran pregunta. Para mí, ha sido muy importante ser padre para entender al mío. Me ha ayudado mucho ponerme a prueba con mis hijos, ser cuestionado por ellos. Sin lugar a dudas, el tiempo es el mejor pedagogo.
— ¿Qué sucede cuando llega el tiempo en que la relación de autoridad se invierte y los hijos asumen la “custodia” de sus padres?
Tiene que ver con las facultades físicas y mentales. Tarde o temprano muchos padres tienen que aceptar algo que parecía inaudito: necesitar ayuda. Sobre todo los padres de mi generación, que se consideraban omnipotentes. Llegó un momento en que mi padre tuvo que enfrentar la frontera física cuando sufrió un derrame cerebral. Perdió la capacidad de hablar en castellano, pero curiosamente, como estudió en francés, pudo seguir comunicándose en esa lengua. Y poco a poco se recuperó. Él estaba escribiendo la continuación de su obra “El poder y el valor” y, de pronto, me confesó que no entendía su propio libro. Su mente no era ya la misma que había producido esas primeras páginas. Fue terrible para él. Pero lo que hizo me parece una notable prueba de voluntad: adaptó su cerebro a sus nuevas limitaciones. Empezó una nueva etapa, sintetizando su manera de escribir sin deponer sus pasiones principales.
— Decides terminar el libro hablando con tu madre. ¿Es la pareja (o la expareja) quien puede juzgarnos con mayor rigor?
El tribunal más exigente que podemos tener es una expareja. Se trata de alguien que te conoce en la intimidad y que ya no tiene ninguna obligación de hablar bien de ti. Puede decidir si vas al cielo o al infierno. Quise terminar mi libro con un balance hecho por mi madre, la primera de las cinco mujeres con las que mi padre vivió. Teniendo motivos para recordarlo con rencor, ella nos educó a verlo de manera afectiva. A la mitad del libro, me di cuenta de que estaba escribiéndolo con los ojos de mi madre. Por eso el libro está dedicado a ella.
— ¿Has dicho que tu obra es una permanente carta al padre. ¿”La figura del mundo” supone un epílogo de ese intercambio?
Tengo un gato que se llama Capuchino que presume de sus cacerías: de vez en cuando, me trae entre las fauces una lagartija moribunda que atrapa en el jardín y que, por supuesto, yo no deseo. No necesito terapia para descubrir que yo quería relacionarme con mi padre a través de la escritura, porque lo que él más valoraba eran los libros. De alguna manera, mi literatura son las lagartijas entregadas a mi padre.
“La figura del mundo”
Autor: Juan Villoro
Editorial: Penguin Random House
Año: 2023
Páginas: 272