La Historia nunca está cerrada; la construyen los historiadores con sus investigaciones y puntos de vista. Mientras más años pasan, la perspectiva cambia; eventos que en su momento se examinaron con entusiasmo ya no son vistos así, en especial cuando se habla de guerras, incluso una que acabó hace 141 años, pero que todavía se percibe reciente.
¿Se enseña la Guerra con Chile con revanchismo en los colegios del Perú? Hay razones para creer que sí, el trauma lo justificaría. En ambos países se cuenta la historia de la guerra, con su propia bibliografía, y difícilmente el ciudadano de un lado de la frontera tiene acceso al punto de vista del vecino. Ahí entra “La Guerra del Pacífico (1879-1883)” (IEP, 2023), escrito por la historiadora peruana Carmen McEvoy y el chileno Gabriel Cid, que analizan el conflicto desde la relación de los dos países y qué lugar ocupan en un mundo cambiante.
“La clave interpretativa del libro es pensar en la guerra sin imponer una agenda nacional en desmedro de otra. Tradicionalmente, cuando los historiadores han abordado la experiencia de la Guerra del Pacífico es para justificar la causa nacional, pero nosotros intentamos darle una vuelta de tuerca”, indicó Cid en conversación con El Comercio. Por su parte, McEvoy cuenta que el libro es producto de 15 años de trabajo con el objetivo de contar la historia sin carga nacionalista. “El objetivo mayor es poner a conversar esta guerra con una serie de guerras que han ocurrido en el siglo XIX”, sostuvo.
—La historia de la guerra con Chile la cuentan en ambos lados de la frontera, pero uno no siempre puede ver la versión del otro. ¿Qué tan retador fue escribir el libro los dos juntos?
Cid: Fue retador y no retador al mismo tiempo. Retador porque suponía un ejercicio de síntesis que yo sospecho es inédito, pero no tan retador en el sentido paradójico de que ninguno de los dos buscaba poner la agenda de un país u otro. Tradicionalmente, cuando los historiadores han abordado la experiencia de la Guerra del Pacífico es para justificar la causa nacional, pero nosotros intentamos darle una vuelta de tuerca de manera que examinamos la guerra en aquello que tiene de común para todas las sociedades.
McEvoy: Agregaría que son 15 años de trabajo de parte de Gabriel y mía. Cuando tú poco a poco vas entendiendo los patrones, las maneras de comportamiento de las guerras en general, cuando tú pones esta guerra en un mapa, te vas encontrando con políticas de guerra. Eso permite pararte con cierta objetividad y universalizas [el conflicto]. Así le quitamos esa carga de nacionalismo, de “¡quiero que me devuelvan el Huáscar!”. Esas discusiones quedan en un segundo plano, porque el objetivo es mayor, es poner a conversar esta guerra con una serie de guerras que han ocurrido en el siglo XIX.
—En mi experiencia la enseñanza de la historia de la guerra con Chile, en el colegio, tuvo una agenda que podría decirse revanchista y hasta de odio. ¿Tiene sentido que a 141 años de acabada la guerra todavía exista una herida?
Cid: Sí y no. La paradoja es que el conflicto no concluye con el Tratado de Ancón, el cual prolonga la guerra medio siglo. Y después, cuando Tacna vuelve al Perú, quedan temas que se extienden hasta el siglo XXI. Claro, hay dimensiones territoriales que no pueden echarlas en el olvido. Probablemente la guerra siempre va a ser contemporánea para Bolivia, condenada a la mediterraneidad. En algunas sociedades dar vuelta a la página y seguir adelante se torna más o menos complicado, aunque yo sugiero que haber zanjado ciertas controversias limítrofes pendientes en La Haya permite abordar la guerra desde una perspectiva histórica, centrándose lo que vivieron las sociedades y no en el sentido de intentar saldar cuentas. En muchos casos la escritura de la historia tenía como fin defender la posición de las naciones internacionalmente. Los historiadores eran, al mismo tiempo, diplomáticos. En nosotros no tenemos esa carga.
McEvoy: Este libro también expresa la profesionalización de una historiografía que se arriesga a tener miradas diferentes a las meramente militares. Utilizamos todo nuestro profesional para producir un texto donde chilenos y peruanos puedan reflexionar de algo que está ahí como como fantasma, que es la expansión del capitalismo internacional que exige que le den un producto, el salitre. Y estas dos repúblicas hambreadas, en crisis política, comienzan a matarse entre ellas para ser las que llevarán el producto, que al final termina en manos de los británicos. Tampoco se habría producido este libro sin que el Perú y Chile hubieran entrado en este litigio para cerrar la frontera.
—Quería preguntarles, como un ejercicio de contra historia, ¿Era posible que Perú elija no defender a Bolivia? ¿Qué habría pasado si el Perú no se metía en la guerra?
McEvoy: Era la etapa de la construcción de los estados nacionales, cuando tu imagen ante el mundo era importante. Mira lo que está haciendo Putin en Ucrania; la imagen es lo que menos le importa. Nosotros nos embarcamos en una guerra por cuestiones de lealtad a un tratado y [había] una opinión pública que venía de un legado guerrerista; está el [combate de] 2 de mayo. Hay una serie de asuntos no resueltos de posicionamientos en el Pacífico, todo esto se exacerba y no somos capaces de entender que en una guerra todos pierden. Pienso que el Perú tuvo este sentido de lealtad para un momento en que se cumplían los tratados. Fuimos a la guerra, al igual que Chile, sin estar preparados.
Cid: Sin estar preparados, además, para la magnitud que alcanzó la guerra. Porque la última experiencia de guerra colectiva era de la década de 1830 y en esos 40 años la guerra cambió radicalmente. Por ejemplo, el general Baquedano hizo sus primeras campañas en la guerra de la Confederación Perú-Boliviana [1836-1839]. Los costos no son imaginados: cuando Chile ocupa Antofagasta está convencido que eso es una medida de fuerza y hasta ahí llegó la situación y que Perú no va a entrar. Cada uno elabora hipótesis de conflicto y ninguna es certera. Quedamos en una guerra que se extiende por cinco largos años, muy sangrienta, con unos costes territoriales y humanos insospechados para aquellos que a inicios de 1879 estaban coqueteando con la guerra como salida.
McEvoy: Y cuando se moraliza, a la guerra entran elementos de redención que nublan la razón, porque tú piensas que estás entrando a una dimensión de la que vas a salir mejor. Y Chile nunca imagina que luego de la ocupación de Lima la guerra va a seguir en la sierra.
—El libro muestra que hubo varias oportunidades para que la guerra no siga, como las convenciones diplomáticas posteriores a la batalla de Arica. ¿Pudo en ese sentido más el odio que la razón? Porque no tenía mucho sentido que Perú siga en la guerra, al menos viéndolo desde esta época.
McEvoy: Bueno, yo creo que esa conferencia del Lackawanna es el momento en que Estados Unidos piensa que puede jugar un papel americanista. Todavía no es la potencia [en que se convertirá], está testeando las aguas para ver si puede llevar a los estados en conflicto a una suerte de acuerdo. El problema es que Chile va a esa conferencia con un espíritu de victoria, ya ha ido ganando posiciones y va a ser muy difícil que regrese al nivel uno del conflicto. En el camino, la guerra también va desatando ambiciones imprevisibles que demandan el sometimiento del otro. Probablemente, como dice Gabriel, en la parte de Antofagasta debió haber terminado. Pero al cruzar Tarapacá te das cuenta de lo que ese desierto significa en términos económicos. ¿Por qué lo vas a ceder?
Cid: Acotaría que la guerra tiene una doble dimensión, tiene esta irracionalidad, pero al mismo tiempo tiene una racionalidad estratégica. Clausewitz, en su brillante libro “De la guerra”, dice que la guerra es un medio para alcanzar objetivos políticos y las diligencias chilenas tienen una racionalidad política instrumental muy clara: “para nosotros no termina la guerra si no nos quedamos con el desierto de Atacama”. Son condiciones que van a negociar primero en Arica y después en Ancón. La racionalidad chilena es “vamos a seguir en guerra mientras este objetivo político no se cumpla”, objetivo que a Perú le resulta intolerable hasta que Iglesias se da cuenta que la guerra ha generado tanta destrucción, tanta muerte que no hay posibilidad de revertir el resultado.
McEvoy: Yo creo que los muertos van validando la intransigencia. Entonces la suma de tus muertos, el padecimiento, el cruce de ese desierto, los hijos que se quedaron sin padre, las esposas que se quedaron sin sus esposos van creando la justificación [de que Chile siga en la guerra]. No solo es el sudor de los trabajadores chilenos en estos desiertos, sino es la sangre de nosotros y, de alguna manera, eso tiene que ser reivindicado en términos de sesión territorial.
—Gabriel, hay unas partes de unas partes del libro me impactaron bastante. Eran citas de artículos de prensa chilenos, donde había expresiones claramente racistas hacia el Perú. ¿Estos periódicos reflejan lo que era la sociedad chilena en ese momento?
Cid: Diría que el racismo es transversal en el siglo XIX, la gente pensaba que el racismo era ciencia, y las “razas superiores” tienen el deber de exportar la civilización. Dicho eso, el argumento racista funcionaba para todos lados. En el caso chileno está la idea de que Chile, como una nación mestiza, genera una población homogénea que les da una superioridad racial que les permite justificar por qué van ganando pese a ser demográficamente inferiores. Eso es articulado en la prensa y se ancla en la figura del “roto chileno”. Ahora, cuando uno examina la prensa peruana y boliviana, el argumento respecto a los chilenos también tiene fuertes connotaciones racistas, que son una “raza de bandidos”, “raza de piratas”; frases textuales de la prensa de la época. Suena sorprendente ese discurso racista, pero tiene que ver con justificar por qué una causa es superior.
McEvoy: Este discurso racista se construye desde la guerra que tienen las élites económicas chilenas en la Araucanía, que es una suerte de campo de experimentación donde el antagonista, si no acepta tu modelo civilizatorio, puede ser asesinado. Se va a validando deshumanizar. Porque algo importante en la guerra es deshumanizar para destruir y ejercer violencia. En ese sentido, la carta de la raza es perfectamente viable. Y ahí se entrelaza con un elemento de género, que se feminiza Lima y a los limeños, que “el Imperio Inca era un imperio de maricones”, que son “cobardes”. Hay un elemento de convertir a Lima en una mujer que puede ser poseída, está en el imaginario cultural del contrincante.
—Me llamó la atención la mención a la religión, pues tanto en Chile como en Perú los sacerdotes legitiman cada quien por su lado la guerra. Me recordó un poco a “La Ilíada”, donde griegos y troyanos adoraban a los mismos dioses.
Cid: Es una paradoja fascinante en repúblicas católicas, porque la guerra deviene en una ordalía, que es el mecanismo utilizado en la Edad Media para ver por quién Dios se inclina en una causa. Y las repúblicas constitucionalmente católicas, donde la Iglesia es parte de la arquitectura del Estado, ven que en la religión hay una cantera prolífica para ensayar argumentos de justificación; una especie de santificación de la guerra.
McEvoy: Yendo a las bases ideológicas del cristianismo, hay guerras justas. Hay toda una justificación que viene de San Agustín, cuando trata de imaginar cómo los cristianos se pueden defender de los bárbaros. Y es bien interesante, porque de donde salieron las grandes cruzadas de cristianización, a Panamá y Chile, era Lima. El centro de cristianización termina siendo el lugar donde una periferia viene a cristianizar, a devolver a estos peruanos la “moralidad que han perdido”. Hay toda una construcción en clave cristiana, pero también creo que viene mucho de la tradición que ocuparon ambos centros durante el virreinato.
—Cuando hay guerra se supone que un país tiene que mantenerse unido. ¿Cómo se explica entonces un golpe como el de Nicolás de Piérola?
McEvoy: En esa sección mostramos es que, a pesar de las diferencias, Chile tampoco estaba unificado. Todas las naciones en construcción pasaban por procesos de crisis política, pero probablemente en el caso de Chile el gobierno se sostiene en partidos que antes habían estado en conflicto y todos se alinean por la guerra, se dan cuenta que Chile se está jugando todo. En el caso del Perú hay que pensar que el presidente [Mariano Ignacio Prado] se va, hay quiebre de liderazgo. Mientras Chile trata de imaginar un presidente en campaña militar, en Perú simplemente el líder se desaparece y de Piérola asume el poder. Él no es querido por el civismo, por las facciones. Piérola desconfía de todos los generales, no les da la agencia que deberían haber tenido. La guerra nos agarró en el peor momento y en una situación de degradación política, porque hubo dos asesinatos, del presidente Balta y el un presidente del Senado. Era una sociedad muy fragmentada políticamente, era casi imposible tener el liderazgo que Chile rápidamente va a consolidar.
—Chile fue un país muy distinto tras la guerra. Metafóricamente, se le hinchó el pecho. ¿Para ellos fue contraproducente, o positivo, haber tenido tanto poder de manera súbita después de ganar?
Cid: Es el balance que hacemos en el libro, es que el vencedor nunca lo es del todo porque recibe el salitre y en la posguerra se bromea diciendo que es un “presente griego” [como el Caballo de Troya], que va a terminar de destruir el país por dentro. En 1818, siete años después de su independencia, el país ya ha triplicado su territorio. Es un grado de expansión territorial inédito para una pequeña república austral que se hace con un botín de guerra que es el salitre, que va a determinar su destino político al menos 50 años después. Al mismo tiempo, eso creó una paradoja: hacer fuertemente dependiente a la economía del salitre y eso incide en una falta de capacidad de las clases dirigentes para lidiar con otro problema contemporáneo a la misma guerra, la cuestión social. Este país, hermanado frente a la guerra, pero que está fracturado por estas desigualdades. Pero el salitre que es el gran botín de guerra termina en enponzoñando todas las relaciones sociales y políticas al interior del país.
McEvoy: Y algo para añadir a nivel político: la creación de un Estado subsidiario en el Perú, con un jefe político-militar que tiene el poder en el Perú, Patricio Lynch, convence a este estado que ha vivido en una suerte de pesos y contrapeso, de sentirse con un poder extraordinario. Eso va a desatar, junto con esta distribución de nueva riqueza, la guerra civil donde mueren más chilenos que en la Guerra del Pacífico, lleva al suicidio de un presidente prácticamente terminando su mandato y al descalabro total del Estado. Como dice Gabriel, muchas veces una guerra te abre a un universo nunca transitado y es crear en el Estado la sensación de que se puede gobernar sin Congreso, sin prensa, sin oposición, que era un poco el modelo de estado subsidiario que había tenido el Perú y que le funcionó porque fue capaz de forzar a los peruanos a la sesión territorial.
- "La Guerra del Pacífico (1879-1883)"
- Instituto de Estudios Peruanos, 2023
- A la venta en librerías y la web del IEP.