En la avenida Libertador, una de las vías más elegantes del centro de Buenos Aires, se encuentra la antigua ESMA, acrónimo de la Escuela de Mecánica de la Armada. En el sótano de uno de sus edificios fueron torturadas 5.000 personas a lo largo de los ocho años de dictadura militar. Sobrevivieron solo 200. Entre ellas, Silvia Labayrú.
Su historia la cuenta la periodista argentina Leila Guerriero en “La llamada” (Anagrama, 2024), libro extraordinario resultado de años de conversaciones, viajes y entrevistas. El 29 de diciembre de 1976, tras el golpe de Jorge Rafael Videla, Labayrú fue secuestrada. Tenía 20 años y estaba embarazada. Dio a luz durante su cautiverio, fue separada de su bebe y violada por sus torturadores. Pertenecía a Montoneros, grupo guerrillero desgajado del peronismo. A partir de la experiencia de esta joven madre, Guerriero nos revela el sistemático exterminio de la dictadura contra sus opositores, que empezaba con el secuestro, continuaba en la tortura y concluía con la selección de las personas que, cada miércoles, eran anestesiadas con pentotal y luego arrojadas desde un avión al Río de la Plata. En más de 400 páginas se tejen testimonios, detalles, revelaciones y contradicciones, como son las marchas y contramarchas de la propia vida.
Labayrú fue una víctima de la dictadura, pero también de sus propios compañeros de militancia, que tras su liberación la despreciaron por haber sobrevivido. En el 2020, llevó a juicio a los agentes que la violaron en aquel sótano. Su denuncia sentó jurisprudencia: por primera vez la justicia argentina condenó la violación como un delito autónomo, distinto a la tortura.
Ni heroína ni traidora a su causa. En todo caso, a decir de Guerriero, Labayrú es una “víctima incómoda”, que a sus denuncias contra los militares suma reflexiones críticas a la acción de Montoneros y a la misma lucha armada en la que se vio involucrada. “Silvia fue víctima de la dictadura, pero eso no la define”, afirma la periodista argentina al otro lado de la línea, desde su estudio en Buenos Aires.
— ¿Cuán fascinante te parece un personaje como Silvia Labayrú?
No hablaría de fascinación, porque la fascinación te ciega. Estar enamorado de tu personaje te obnubila. Diría que lo que me interesó “magnéticamente” de Silvia fue su condición de “víctima incómoda”. Desde el punto de vista narrativo tenía todos los dispositivos para ser una gran historia, incluso con final feliz, a pesar de lo truculento del tema.
— Al analizar la conducta de los líderes nazis, Hannah Arendt hablaba de “la banalidad del mal”, sobre cómo hombres considerados “monstruos” eran más bien simples burócratas que cumplían órdenes sin reflexionar en las consecuencias. ¿Podríamos analizar de esta forma a los militares de la dictadura en la Argentina?
Yo no veo ninguna banalidad en esta gente. Al contrario, veo en ellos una determinación muy perversa. Trataban a las personas secuestradas como si fueran un objeto. Sacaban a las mujeres a bailar, a cenar, y después las devolvían a ese sótano donde las violaban. Lo que veo son claroscuros, cosas que todas mis entrevistadas mencionan: dentro de este grupo siniestro había algo que consideraban “humanidad”: que un tipo te hiciera menos daño. Como Silvia dice valientemente, allí dentro hubo personas que con ella se comportaron “de manera correcta”, que decían estar en desacuerdo con las violaciones a las mujeres. Sin embargo, eran los mismos tipos que la obligaban a ayudarlos a infiltrarse en organizaciones como las Madres de Mayo, lo que terminó con el asesinato de mucha gente.
— Tras sobrevivir a la ESMA, Silvia Labayrú tuvo que enfrentar la sospecha de sus propios compañeros de militancia. ¿Cómo ves estas tensiones?
Para mí, lo más sorprendente del libro es el alcance del repudio que sufrió Silvia. ¿Qué consecuencias pueden traerle a tu vida que te consideren sospechosa de traición? Silvia dice que salió de la ESMA pensando que había terminado el infierno para ella, pero en realidad descubrió que había empezado otro. Cuando se exilió en Madrid, decidió cambiar de mundo y se alejó de la comunidad argentina. A los 22 años, debió ser un infierno. Imagínate la fuerza psíquica que debes tener para, recién salida del lugar donde te secuestraron y violaron, irte a vivir fuera llevando una nena de un año y medio sin saber cómo criarla. Una entrevistada me impresionó mucho cuando me dijo: “El lema de las madres de Plaza de Mayo era ‘vivos los llevaron, vivos los queremos’. Nosotros volvimos vivos, y no nos quisieron ni los excompañeros ni los organismos de derechos humanos”. Si bien las voces de los sobrevivientes fueron fundamentales para los juicios de lesa humanidad, la figura del sobreviviente sigue siendo una figura incómoda. Es incomprensible.
— Otra situación sublevante descrita en tu libro: mujeres que temían denunciar la violación por no “incomodar” a sus maridos montoneros...
Montoneros era una organización sumamente machista. Casi todos los líderes eran varones. Una de mis entrevistadas me contó que le hicieron un juicio como “contrarrevolucionaria” por haber abortado. Claro, en los años 70 nadie pensaba en cuestiones de género. Y estas denuncias fueron bastante mal tomadas por la misma organización montonera. Mancillaba “el honor” de un guerrillero que su pareja denunciara una violación.
—Silvia nunca vivió en silencio, siempre habló de su caso, pero como ella dice, nadie la quería escuchar. Ni su propio marido español le creía...
Sí. La cuestionaba de una manera muy dolorosa. Le decía: “Bueno, hay que ver si eso que viviste fue o no un secuestro, hay que ver si era un campo de concentración”. Era muy duro para Silvia escuchar ese tipo de cosas. Por otro lado, ella sentía que, cuando venía a América Latina, él se pavoneaba de tener a una esposa que había sido secuestrada por la dictadura. Como que en Latinoamérica eso significaba un plus. Pensá que, para sus propios amigos argentinos, cuando ella llegó del exilio y empezó a contar a borbotones todo lo que le había pasado, era difícil creele. Para ellos también era desconcertante. Hubo una disposición a escuchar para tratar de entender, pero así y todo, nunca preguntaron demasiado.
— Silvia denuncia a sus torturadores por violencia sexual en el 2020. ¿Cómo así su caso marcó jurisprudencia?
Hasta bien entrado este siglo, la violación estaba encuadrada dentro del mismo delito de tortura, como pueden serlo otras cosas horrorosas como la picana eléctrica, el submarino, los azotes o el simulacro de fusilamiento. Gracias al trabajo de juristas y de colectivos feministas esto se separó. Y a partir de ahí se pudo iniciar este juicio.
— ¿Crees que la guerrilla ha hecho una autocrítica de su rol?
No soy una especialista y solo puedo hablar por el libro: Silvia es muy autocrítica, aunque otros más bien reivindiquen la utopía. Así como Silvia cuenta que nunca la entrenaron para manejar un arma, otros dicen lo contrario. El libro tiene opiniones distintas, incluso divididas. Hay quienes coinciden con Silvia en la creencia de que lo que hicieron las organizaciones armadas fue allanar el camino para el golpe de Estado. La violencia era tal que la población en gran parte lo apoyó.
"Montoneros era una organización sumamente machista. Casi todos los líderes eran varones. Una de mis entrevistadas me contó que le hicieron un juicio como “contrarrevolucionaria” por haber abortado. Claro, en los años 70 nadie pensaba en cuestiones de género."
— ¿Crees que la razón de la sobrevivencia de Silvia tiene que ver con que su padre haya sido también militar?
Esa es una pregunta que no tiene respuesta. Mucha gente con las características de Silvia, igualmente hijos de militares, fueron asesinados. Hubo muchos factores que pudieron haber contribuido, además de una cuota de perversidad, capricho y azar. Silvia era hija de un militar retirado, hablaba idiomas, tenía una imagen de niña desvalida. Puede ser también que su belleza le haya jugado a favor, pero luego se le volvió en contra bajo la mirada de los argentinos en el exilio, que la acusaban de haber sacado provecho a su atractivo para salvarse. Es una pregunta terrible, pues ninguno de los que sobrevivió sabe, a ciencia cierta, por qué sobrevivió.
—¿Jamás apareció esa pregunta en tu cabeza cuando la entrevistabas?
Ni cuando la entrevistaba durante dos años ni cuando estaba escribiendo el libro. Para mí, esa es una pregunta que no existe. No está en mi radar. Si tengo que elegir una respuesta es la que está en el libro: es la arbitrariedad que garantiza el pavor eterno.
—El libro salió a inicios de año en España y Argentina y a Lima acaba de llegar a librerías. ¿Hubo ya algún debate por casa?
En principio, la respuesta que he tenido viene sobre todo de colegas y lectores de generaciones posteriores a la mía. Comentarios muy frescos, conmovidos, pero también con una mirada muy desprejuiciada. Agradecidos por encontrar una visión nueva sobre esa misma historia.
— ¿Qué piensas cuando hoy en Argentina desde el gobierno se relativizan las atrocidades de la dictadura militar?
Me resulta muy alarmante. A lo largo de 40 años hemos logrado consensos: reconocer que fueron 30.000 desaparecidos, que lo que se vivió fue terrorismo de Estado y no una guerra entre bandos iguales. Ahora todo eso está siendo puesto en cuestión desde el presidente y su vicepresidenta. Recientemente leía que el Ministerio de Defensa está desmantelando un área estatal creada en el 2010 para acceder a los archivos de las Fuerzas Armadas, que permitía el acceso a la documentación producida por la dictadura. Está volviendo a pasar al control de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, siento que la sociedad argentina está muy concientizada. El pasado 24 de marzo, aniversario del golpe, la Plaza de Mayo estuvo repleta. Me parece que, en el campo de los derechos humanos, es muy difícil tomar el camino que el gobierno propone. Hemos recorrido mucho en términos de memoria, justicia y derechos humanos como para desandar el camino.