La novela de Adolph posee llamativas virtudes, muy aparte de su carácter pionero
La novela de Adolph posee llamativas virtudes, muy aparte de su carácter pionero
José Carlos Yrigoyen

Sardónico. Quizá no exista un mejor vocablo para describir el universo que José B. Adolph (Stuttgart, 1933-Lima, 2008) construyó a través de sus numerosos cuentos y novelas. Un universo de desconcertantes imaginarios en que percibimos, como omnímoda música de fondo, cierta risita cáustica regodeándose en las desventuras de los personajes que lo pueblan. Seres de una fe inquebrantable que la realidad y sus leyes –cambiantes y traicioneras– acaban por desbaratar con fiereza. Solo queda, entonces, el escepticismo o la desesperanza. Adolph, en su vida y en su obra, eligió la primera opción, aunque tiñéndola de un humor mordaz y de una inteligencia bullente que le permitía capear ese agazapado dolor nihilista siempre dispuesto a emboscarlo. Ese es el oneroso precio de la lucidez.

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