"El ojo de Lima" es la columna que Marco Aurelio Denegri escribe semanalmente en "El Comercio". (Foto: Víctor Idrogo)
"El ojo de Lima" es la columna que Marco Aurelio Denegri escribe semanalmente en "El Comercio". (Foto: Víctor Idrogo)
Marco Aurelio Denegri

Hace unos días releí una obra multiautoral compilada por Alfred Häsler y que se titula El Odio en el Mundo Actual. Los pareceres y opiniones son divergentes, pero el sentir general es que el odio no es bueno, aunque esto habría que matizarlo, porque si uno odia la corrupción, por ejemplo, entonces el odio deja transitoriamente de ser malo y resulta bueno. Tampoco es malo el odio cuando se odia la bajura de la existencia y la bajura (muchas veces abismal) de los seres humanos. Así le ocurría a Emilio Zola gran odiante y él mismo lo declara muy enfático en su ensayo “Mis odios”.

¿Qué es el odio? El lexicón oficial nos dice que es la antipatía o aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea.

Ahora bien: para denotar que el amor triunfa de todas las cosas y vence cualesquiera dificultades y adversidades, los latinos decían

La sentencia es de Virgilio y además fue la divisa de Gabriel García Márquez, pero habría que preguntarse cuán cierta es; parece que no es tan cierta.

Quiero relacionar ahora, porque son temas relacionables, el odio con una ceremonia ritual de los ashantis.

Refiere el antropólogo Melville Herskovits que los ashantis de la Costa de Oro de África Occidental tienen una ceremonia ritual que se llama apo y en cuya celebración no sólo es permitido, sino que es imperativo que los que tienen el poder o la jefatura se expongan a los reproches y quejas y las imprecaciones y protestas de los súbditos, por las injusticias que han cometido, por los abusos y atropellos.

Los gobernados les dicen a los gobernantes su vida, los insultan, los afrentan; y los gobernantes soportan la andanada de agravios en silencio. No se defienden, enmudecen.

El odio que sienten los gobernados por los gobernantes se manifiesta con vehemencia, se desfoga en la ceremonia apo. No es pues una malquerencia que se empoce en el alma, no es un resentimiento, no es la ira envejecida, como decían los latinos, definiendo el rencor.

El resentimiento es el enojo, pesar o molestia por algo; y cuando el resentimiento es arraigado y tenaz se llama rencor. Sin embargo, y en general, los hablantes prefieren el participio resentido y no el adjetivo rencoroso. Uno de nuestros brillantes historiadores dijo alguna vez que era un resentido y un huachafo, porque sabía muy bien que el término resentido tiene mayor difusión que el vocablo rencoroso, y no sólo mayor difusión, sino que en el sentir de la gente es más significativo.

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