En las extensísimas conversaciones entre Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, publicadas en un volumen de 1663 páginas, refiere Borges, en la página 1368, haber recibido el Premio Jerusalén, juntamente con el escritor judío Schwarz-Bart, que había estado en un campo de concentración. Pues bien: concluida la Segunda Guerra Mundial, Schwarz-Bart se encontró un día en París con el que había sido su verdugo, con el comandante del campo de concentración. Lo detuvo y le dijo:
“Yo estuve en el campo de concentración que usted dirigía. Sufrí maltratos, vejaciones y torturas. Ahora le voy a dar su merecido. Prepárese a morir. Lo voy a matar en este momento.”
Sacó un revólver y lo mató.
Los franceses quisieron juzgar a Schwarz-Bart por la comisión de ese homicidio y llegaron a procesarlo, pero hubo sobreseimiento, esto es, se suspendió la tramitación de la causa por considerar el tribunal que no había motivo para proseguirla.
Tanto Borges cuanto Bioy Casares aprueban la conducta de Schwarz-Bart, es decir, aprueban la venganza. Yo también. Somos pues tres aprobantes del agravio o daño infligido a alguien como respuesta o satisfacción del daño o agravio recibido de él. Es la justicia taliónica: ojo por ojo y diente por diente. Cuando se aplica debidamente, es una justicia muy transparente y medular y casi siempre cuenta con la aprobación general. El asesinato de Osama Bin Laden, ordenado por el Presidente de los Estados Unidos, fue una clarísima venganza y mereció sin embargo una aprobación casi unánime. Fue parte de lo que Chomsky llama “el Programa Global de Asesinatos de Barack Obama”.
Para que no seamos víctimas de la venganza, Maquiavelo recomendaba lo siguiente:
“Cuando se hace daño a otro es menester hacérselo de tal manera que le sea imposible vengarse.”
ANÉCDOTA DICTATORIAL
El dictador venezolano Antonio Guzmán Blanco (1829-1899), encarnación del autoritarismo drástico, pronunció una frase célebre en su lecho de muerte. Al pedirle su confesor que perdonara a sus enemigos, respondió:
«No puedo; los he matado a todos.»
Esta anécdota consta en el libro de Jacques Bainville, Los Dictadores. Al cabo de muchos años he releído esta obra y sigo juzgando admisibles las palabras liminares del autor.
«La dictadura –dice Bainville– es como muchas cosas. Puede ser la mejor o la peor de las formas de gobierno. Hay excelentes dictaduras. Las hay detestables. Buenas o malas, ocurre, por lo demás, que con frecuencia las imponen las circunstancias. Entonces los interesados no eligen. Soportan.»