“Enterrado junto al cocotero hallarás más tarde / el cuchillo que escondí allí por temor de que me mataras”, escribe el bardo de 23 años recordando a ese animal repleto de sexo, pólvora y locura que era su amante oriunda de Birmania, la primera y única mujer que le haría probar el sabor del acero. Se llamaba Josie Bliss y rondaba el lecho común con un cuchillo que tarde o temprano se enterraría en las entrañas del joven poeta chileno, aprendiz de cónsul e impenitente mujeriego.
Hechas las sumas y las restas, el balance de una vida agitada por el vuelo de faldas y polleras, la convivencia de Neruda con la “pantera birmana” resultaría arquetípica en la trayectoria de un polígamo mayor: el amor contrariado e impulsivo. Y su alternancia en dos extremos: idealización y devaluación, abatimiento y desilusión. Un amor detonado por la locura, claro. De todo lo cual nos enteramos a través de la pluma de una de las partes (“Tango del viudo”, 1927). Sin embargo, hay indicadores suficientemente probados que señalan al autor de “Alturas de Machu Picchu” como el generador de sentimientos crónicos de vacío en la cantidad de mujeres que dijo amar.
Es tan largo el olvido
“Malva Marina, ¡quien pudiera verte / delfín de amor sobre las viejas olas / cuando el vals de tu América destila / veneno de sangre de mortal paloma!”: es la bella bienvenida de Federico García Lorca a la hija de su íntimo amigo Neruda con María Antonieta Hagenaar, alta dama de padres holandeses nacida en la isla de Java. Era el 18 de agosto de 1934 cuando la niña ve la luz de este mundo en Madrid con un coágulo en el cerebro: hidrocefalia.
Meses después, Vicente Aleixandre, el célebre poeta español de “Espadas como labios”, conoce a la niña y la describe: “Yo me acerqué del todo y entonces el hondón de los encajes ofreció lo que contenía. Una enorme cabeza, una implacable cabeza que hubiese devorado las facciones y fuese sólo eso: cabeza feroz, crecida sin piedad, sin interrupción, hasta perder su destino. Una criatura (¿lo era?) a la que no se podía mirar sin dolor. Un montón de materia en desorden”.
Desgarradora descripción que contrasta con la cruel emoción del padre: “Mi hija, o lo que yo denomino así, es un ser perfectamente ridículo, una especie de punto y coma, una vampiresa de tres kilos. La chica, me decían los médicos, se muere, y aquella cosa pequeñita sufría horriblemente, de una hemorragia que le había salido en el cerebro al nacer” (carta de Neruda a su amiga Sara Tornú). Para un esteta como él, debilitado por musas perfectas que emergen entre oropeles, aquella niña electrocutada por las convulsiones, cabeza inflada por líquido cefalorraquídeo, ojos que miran hacia adentro, llanto breve, chillón y agudo, le parecía ciertamente eso: una “cosa”.
Así que no tuvo mejor idea que acomodarse en el regazo de la argentina Delia del Carril, su amante durante 18 años, y dejar en el más absoluto desamparo a la niña y a su madre. “Mi querido chancho, es realmente imperdonable tu negligencia hacia nosotras, especialmente para tu bebé”, dice uno de los últimos telegramas que Hagenaar envió al ilustre poeta, cada vez más célebre a causa de su innegable genialidad, pasaporte directo a la exploración de “blancas colinas, muslos blancos, mi cuerpo de labriego salvaje te socava y hace saltar el hijo del fondo de la tierra”. Después de que su infausta madre la diera en adopción a una noble familia holandesa, Malva Marina murió el 2 de marzo de 1943. Tenía 8 años y un padre cuyo silencio fue más sepulcral que una lápida en Isla Negra. Su madre terminó en una fosa común.
Que despierte el leñador
“Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus senos, la hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia”.
Este episodio (“Confieso que he vivido”, 1974) trasluce claramente la violación del cónsul chileno en Sri Lanka a una chica de “raza tamil, de la casta de los parias” que se encargaba de vaciar el cubo que usaba el diplomático para hacer sus necesidades. De todo lo cual resulta que don Neftalí Ricardo Eliécer Reyes Basoalto (Temuco, 1904 – Santiago, 1973) era un ser humano tan dotado para las letras como suficientemente sombreado por la implacable luz del tiempo. Y entonces una especie de invierno austral cae en su memoria.