“El fútbol es la única religión que no tiene ateos”, decía. Y después, ensayando un disparo que apuntaba directamente al pórtico defendido por Rudyard Kipling y J.L. Borges, enemigos declarados del balompié: “¿En qué se parece el fútbol a Dios? En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales”. Y entonces decidió convertir su vieja Olivetti en una sinfónica de los sentidos: “Su majestad el fútbol” (1968) y “El fútbol a sol y sombra” (1995) son libros cargados de una prosa relampagueante y exquisita, certera y letal como un tiro libre que describe una parábola en el aire y se clava en el ángulo. Ese fue Eduardo Galeano (1940 - 2015), mensajero, dibujante, peón en una fábrica de insecticidas, taquígrafo, cajero de banco, diagramador, editor, peregrino de América y exquisito jugador de fútbol… en sus sueños.
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Galeano no era argentino. Pero la épica de su pluma fue el centro nuclear generador de un estallido francamente cataclísmico en prosa y verso: cuentistas, versificadores, ensayistas, sociólogos y tratadistas de toda laya y con desigual fortuna se dedicaron a mecanografiar sobre esa mezcla de épica popular y salvajismo controlado que subyuga a los habitantes del Río de la Plata. En sus libros está todo: el estadio, el hincha, el fanático, el jugador, el arquero, el gol, el ídolo, el negocio, el DT, el árbitro, los doctores del fútbol, las fuerzas ocultas, los mundiales, los dueños de la pelota, el tráfico de piernas. Para que un ejército de epígonos se encarguen de sus variables: del fanatismo a la sinrazón, del tráfico millonario al crimen organizado, pasando por especuladores, malas tácticas y la llamada ‘futbolsofía’, fenómeno conductual solo explicable en un país como Argentina, justamente llamada ‘Freudlandia’ por tener la mayor cantidad de siquiatras per cápita del mundo.
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DIOS A CERO
¿Argentina 78 fue una cortina de humo para tapar los crímenes de Videla? ¿Fue un aval momentáneo a la dictadura? ¿Celebraron los exiliados? ¿Fue el tubo de escape a la opresión? ¿Cómo fueron tratadas las Madres de Plaza de Mayo durante los veinticinco días que duró la Copa? ¿Estaba prohibido criticar a Menotti? ¿Por qué solo repatriaron a Kempes? ¿Por qué los holandeses no fueron a la ceremonia de premiación? Y la pregunta del millón: ¿Estuvo arreglado el partido con Perú? Son algunas de las inmensas preguntas que intenta responder Bauso Matías en “78. Historia oral del Mundial” (2018), la reconstrucción del tan entrañable como agridulce certamen para nuestra bicolor.
Ambientado un año antes, “El partido rojo: La hazaña más grande del fútbol argentino en medio de la más sangrienta dictadura” (2018) de Claudio Gómez intenta una puerta de acceso a cierta climática de heroísmo que era vivir bajo la brutal represión de esos años. Pero si de arqueologizar la historia del fútbol argentino se trata, en “Héroes de Tiento. Historia del Fútbol Argentino 1920-1930″ Carlos Aira empata 125 historias de amores, odios, derrotas, viajes, dirigentes, pasiones, ambiciones, periodistas, empresarios, tangueros con el embrión estructural de una identidad que desborda el cuadrilátero verde para estructurar cierta identidad platense.
Que, según el periodista Diego Ariel Estévez nace el 20 de junio de 1867 cuando un grupo de entusiastas ‘sportmen’ organizan una pichanguita en Palermo y un tal Alexander Watson Hutton termina formalizándolo en 1893. Lo documenta en su libro “140 años de fútbol argentino” (2010). Complemento ideal para la brillante crónica que el no menos entrañable Osvaldo Jorge Bayer (1927 - 2018) edificara en “Fútbol Argentino. Pasión y gloria de nuestro deporte más popular” (2016), magno tratado de magos, volatineros, malabaristas, clowns de circo pobre, teatro para niños grandes, demasiados ruidos, muchos espantos, misas de campaña y lágrimas de solitarios sobre el verde esmeralda de su prosa.
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LA PELOTA COMO BANDERA
El árbitro danés que detiene un partido para buscar su dentadura postiza. El delantero que marca los cuatro goles de un partido que termina 2 a 2. Otro que mete siete goles en un partido que su equipo pierde 8 a 7. Una gaviota y un perro anotan goles válidos. Un equipo pierde por poner a un arquero manco. Otro equipo que llega borracho después del matrimonio de un compañero. Una federación suspende a un jugador que hace una semana estaba muerto. En fin, tremendo éxito editorial del periodista Luciano Wernicke (Buenos Aires, Argentina, 1969), que escribe en español y es traducido al inglés, francés, italiano, ruso, hindi, húngaro, finés, checo, indonesio, malayo, portugués, alemán, estonio, y árabe, búlgaro, placo, griego, ucraniano, kirguistán, turco, neerlandés, coreano, chino y eslovaco.
Con lo cual demostró que el fútbol puede tanto como la ficción literaria de los ranqueados Samanta Schweblin, traducida a veinticinco idiomas. O Eduardo Sacheri, a más de veinte. Y si de cifras se trata, Daniel Dionisi intenta un paralelo entre identidad argentina y goles en “50 impactos del fútbol argentino” (2016): Racing, Independiente, River, Boca y, claro, el Diez. La bibliografía, después, se decantará por sucesos de incidencia menor, como la copa que se encontró el modesto equipo de La Boca el 28 de noviembre de 2000 a las 7 de la mañana en el Estadio Nacional de Tokio cuando le ganó al Real Madrid (“Boca del mundo” - Martín Souto, 2020). Y similares.
Pero entre el ‘realismo fantástico’ del periodista Pedro Saborido (“Una historia del fútbol”, 2017) y el reguero de libros que investigan las veces que Maradona se sonó la nariz, recátese la prosa de un autor insólito: Jorge Valdano (Santa Fe, 1955). No solo es el autor del gol que le dio la última copa del mundo a Argentina —”luego del gol pensé: ¿será verdad será mentira? ¿Es el mundo real o es otra vez el sueño de toda la vida de que estoy metiendo un gol en la final del mundial? Es el temor a que tu madre te despierte”—, Valdano es también un prosista notable: “Sueños de fútbol”, “Cuentos de Fútbol”, “Cuentos de fútbol II”, “Los cuadernos de Valdano”, “El miedo escénico y otras hierbas”, “Futbol: el juego infinito”. Un hombre capaz de transmitir a los lectores del papel la fascinación que los héroes sienten en la cancha.
ESTELA BICOLOR
“Ágil, fino, alado, eléctrico, repentino, delicado, fulminante: así yo te vi en la tarde olímpica jugar”. Un simpático sujeto huancaíno, bohemio y trotamundos, estaba en Montevideo viendo a esa aguja de colores y bronce de temblor eléctrico llamado Gradín. Entonces no tuvo más remedio que seguir escribiendo: “¡Flecha, víbora, campana, banderola! / ¡Gradín, bala azul y verde! ¡Gradín, globo que se va! / billarista de esa súbita y vibrante carambola / que se rompe en las cabezas y se enfila más allá…/ y discóbolo volante, / pasas uno…/ dos…/ tres… cuatro…/ siete jugadores…”.
Paradójicamente, los mejores versos que un poeta peruano ha prodigado no fueron a Lolo Fernández ni a Teófilo Cubillas. Fueron a un futbolista nacido en Lesoto (1897), que creció en el montevideano Palermo y murió en la más absoluta indigencia, pero que resplandece en los versos del bardo Juan Parra del Riego (1894 – 1925): “Palpitante y jubiloso / como el grito que se lanza de repente a un aviador / todo así claro y nervioso, / yo te canto, ¡oh jugador maravilloso! / que hoy has puesto el pecho mío como un trémulo tambor”. Y por ese “Polirrítmico dinámico a Gradín, jugador de fútbol”, el bardo admirado por las célebres poetas uruguayas Delmira Agustini y Juana de Ibarbourou es considerado uruguayo: una calle del barrio Parque Rodó lleva su nombre y tiene un busto.
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Nuestra mejor prosa —la de Ribeyro, por supuesto—se encargaría de perpetuar el movimiento de nuestros astros, como Lolo Fernández, ‘el cañonero peruano’, en relatos de seres marginales que marcan el paradójico encanto que significa ir al coloso de José Díaz. He allí al estruendoso ‘Atiguibas’, ese “zambo borrachoso de encrespada melena, tosca nariz y cutis morado marcado por cráteres y protuberancias como un racimo de uvas borgoña muy manoseado” que termina estafando al narrador. E inmortaliza esa mezcla de épica popular y salvajismo controlado que todos llaman fútbol y hasta ahora nadie sabe explicar convincentemente.
Porque, como en la literatura y el fútbol, lo que queda es esa melancolía irremediable que sentimos después del amor (y del pitazo final).
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