Ha descubierto que es un hombre de campo. Radicado por años en San Francisco, en medio de la pandemia el escritor Rafael Dumett decidió seguir la fantasía de su esposa: abandonar la opresiva ciudad y habitar una cabaña en medio del bosque. Así, decidieron mudarse a una pequeña casita en el pueblo de Fiddletown, ubicado en el condado de Amador, estado de California, cuya población bordea los 250 habitantes. Allí crian alpacas. Tienen una huerta y una pequeña granja. El vecino más cercano se encuentra a 500 metros. No existe servicio de delivery, ni hay salas de cine o teatro, pero él es un hombre feliz. “Un montón de cosas que creía necesarias se revelaron accesorias. Extraño muy poco la ciudad”, confiesa.
Mientras en el Perú se relanza su primera novela “El espía del Inca”, monumental ficción sobre la captura del Inca Atahualpa por los españoles en Cajamarca y los planes de sus generales para liberarlo, Dumett ha decidido aparcar por un momento su nuevo proyecto de novela, dedicada a un personaje tan polémico como Eudocio Ravines. “Lo que yo pensaba iba a ser una novela histórica, ahora lo veo más como una novela costumbrista”, explica. En efecto, la historia del líder socialista que se convertiría luego en propagandista anticomunista y agente de la CIA, lo llevó a investigar los orígenes de la llamada Operación Cóndor en la que Ravines había participado. Y se topó entonces con el tema para una novela nueva: la de un grupo de nazis afincados en el Perú, con íntimas relaciones con el Servicio de Inteligencia y la Policía de Investigaciones de la época, y que estuvieron involucrados en el asesinato del magnate pesquero Luis Banchero Rossi.
Política peruana, nazis, lo único que le falta a tu nueva novela son zombis...
(Ríe) creo que los hay. Ellos no lo saben, pero lo son.
Pensando en “El Espía del Inca”, aunque siempre se te pregunta por qué hay tan pocas novelas sobre los incas, lo cierto es que la novela regional es pródiga en estas historias. ¿Por qué los limeños las ignoramos?
Porque sentimos que no nos concierne. El hecho de que la candidatura de Pedro Castillo haya crecido en la primera vuelta sin que Lima se hubiera enterado, es un indicio de una serie de cosas que ocurren al interior del país y que no detectan las redes limeñas. Algo similar pasó con la publicación de la novela, que varios editores rechazaron porque “no era comercial”. Es un síntoma que veo repetido en todas partes. Por más que la realidad nos muestre que hay una enorme variedad de personas fuera de Lima, ciudadanos con sus puntos de vista y una producción literaria propia. Hay una nueva realidad cultural, económica, social a la que no le hemos prestado atención. Hay una serie de anteojeras culturales que nos impiden ver una gran producción al interior del país.
¿Ser ahora publicado por Alfaguara es una forma de reconocimiento?
El compromiso con Lluvia terminó a fines del 2020 y Jerónimo Pimentel, editor de PRH, me planteó una nueva edición de “El espía del Inca”. La primera vez la editorial me había dicho que no. Pero hubo un proceso de reflexión que él compartió conmigo. De hecho, el trabajo que estamos haciendo ahora con el equipo refleja esa reflexión. Queremos establecer un diálogo nuevo con los lectores.
“El espía del Inca” no es solo una gran novela por su valor literario sino por la forma tan contemporánea en que combina sus referentes: las crónicas de Juan de Betanzos, los relatos de Arguedas y las novelas de espionaje de John Le Carré…
Es gracioso, porque de manera retrospectiva quizás podría verse como una fórmula. Pero fue algo que surgió de forma espontánea, a partir de una curiosidad por estas historias que tenían además una resonancia personal. Cuando tuve que decidir por el género de espionaje, me decanté por la obra de John Le Carré. Fueron cosas que iba encontrando en el camino. Y claro, hay más elementos: las estrategias de intriga de Umberto Eco, la novela erótica, la novela de aventuras. Yo constantemente sentía que no era digno de esta historia y que tenía que hacer todo el esfuerzo necesario para estar a la altura para contarla. Solo pude desembarazarme de esta sensación de insuficiencia a punta de trabajo.
Como en el caso de Le Carré, ¿es tu opción como autor optar siempre por el bando de los perdedores?
No los veo como perdedores, sino como marginales, los que no tienen el poder, los que no toman las decisiones. Yo tengo mucha desconfianza de los poderosos, y creo que eso se expresa en lo que escribo. Desde el principio, en la novela una opción muy clara era que el protagonista fuera el hijo de un campesino chanca, periférico desde el punto de vista étnico, cultural, de clase. Y ver cómo esta persona ingresaba al universo del poder.
En la novela, la crueldad pareciera ser un mecanismo de defensa en el incario.
He tratado de ponerme en el lugar de estos personajes. He estudiado sus instrumentos diplomáticos, de poder, la manera en que se relacionaban con los pueblos conquistados. Y, por supuesto, he leído las crónicas. Entonces traté de imaginar su psicología.
Algún historiador ha criticado tu novela diciendo que incide en una forma occidental de ver a los Incas. ¿Cuán realmente original es la cultura andina?
Tarde o temprano me voy a equivocar en todos mis datos. Conforme la investigación avance, se descubran nuevos elementos, se renovará completamente nuestra visión. La solidez documental siempre será relativa. Mi novela trata de buscar la particularidad cultural de los Incas. Por ejemplo, no digo “ciudad”, sino “Llajta”; no digo “esclavo”, digo “Yana”, no digo santuario sino Huaca, pues no es exactamente lo mismo. Tratar de entender el uso particular de cada palabra nos permite entender el universo detrás. Ahora bien, después de entender todas estas particularidades: la división del tiempo y el espacio, la manera en que te relacionas con los otros, como comes, bebes, amas, también es verdad que al final compartimos un sustrato común que permite sentirnos solidarios con otras culturas. Es sintomático que John Murra, nuestro etnohistoriador estrella, para descubrir cómo funcionaban los pisos ecológicos y las prestaciones laborales en el incario, se haya inspirado en sus lecturas antropológicas sobre las culturas africanas. Es cierto que hay ciertas cosas que se dan de manera singular, pero si nos ponemos a excavar un poquito en otras culturas, veremos muchas coincidencias. Este orgullo por una absoluta singularidad me parece absurdo.
Antes de novelista, ya eras uno de nuestros más celebrados dramaturgos. Pero viviendo en Estados Unidos, confesabas sentir que no podías escribir sin tener a los actores cerca. ¿Qué sucedió para que volvieras a escribir teatro?
Tuve que descartar el teatro porque la realidad me impedía escribir. Para hacerlo, tenía que imaginar un público concreto, y eso no existía para mí hace veinte años. Pero la rapidez de las comunicaciones en los últimos años me permitieron acercarme al país prácticamente en tiempo real. Esta sensación de comunidad se reestableció, y me sentí autorizado para escribir teatro, de forma solidaria con lo que sucedía en el Perú. Ojalá que el teatro sobreviva tras la pandemia.
¿Cómo ves la realidad política inmediata?
El Perú tiene siempre la tentación del límite, del riesgo extremo, de bordear el precipicio, pero siempre evita caer. No sé qué va a pasar, no sé qué trae el gobierno del señor Castillo. Creo que lo bueno es habernos librado de las distracciones que significaban los reclamos al JNE copiados de la estrategia de Trump para empantanar el horizonte político. Veo con expectativa lo que ocurre, sin pesimismo. No tengo problema en decir que las pachotadas del señor Cerrón me preocupan, pero no me desesperan. Una y otra vez, la ciudadanía peruana ha sabido responder para poner las cosas en su sitio nuevamente. No voté por él, pero pienso que alguien como el señor Castillo sea nuestro presidente al llegar al Bicentenario es casi una justicia poética.
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