Cuatro hombres se ven obligados a recordar una adolescencia que ellos prefieren olvidar, tras años de intentar enterrarla. Una adolescencia en la que, junto con los paseos por Camino Real, la primera enamorada y la angustia por conseguir pareja para la fiesta de promoción, también está marcada por el machismo, la violencia verbal, el bullying y, como no puede faltar en un buen thriller, el crimen. “La noche de los alfileres” (Alfaguara) es una novela narrada a cuatro voces, llena de detalles significativos y de un ritmo trepidante para contar qué es lo que pueden hacer cuatro escolares irresponsables con una pistola en la mano.
—La nostalgia suele hacernos creer que la vida escolar fue particularmente feliz. Pero para muchos, es la peor época.
En realidad, puede ser una pesadilla.
—Una época marcada por la inseguridad personal, la rebeldía contra los padres y maestros, además del bullying y el clasismo. ¿Crees que todos estos elementos pueden ser ingredientes para el crimen?
Todas esas violencias en nuestra generación tenían que ver con la violencia general del país. La clase media vivía amurallada. Nuestros padres y profesores velaban por que no nos pasara nada, mientras todo explotaba alrededor. La violencia, en la forma de apagones, bombas, secuestros, se iba filtrando, como goteras, en la vida de la gente. Ahora lo ves en Europa: el barrio pituco del mundo vive rodeado de una guerra yihadista que, por muchos muros que pongas, va penetrando en nuestras vidas.
—Un rasgo importante de los jóvenes de la época: la violencia machista...
Era increíble el nivel de violencia en cómo hablábamos. Necesitábamos establecer nuestra masculinidad cada seis segundos y en cada palabra. Debíamos estar todo el tiempo afirmando nuestra hombría y negando cualquier tipo de debilidad.
—Es interesante el recurso de reunir a viejos amigos para contar una historia y confrontarse. Lo habías hecho en una obra de teatro como “Tus amigos nunca te harían daño”...
Ha sido una necesidad en los últimos años. No tengo amigos de toda la vida porque no he estado toda la vida en ninguna parte. Pero ahora que tengo hijos y que tengo que explicarles de dónde han salido, he estado hablando con mis amigos peruanos del pasado escolar, y a través de estas conversaciones se fue tejiendo la novela. Quería que ellos contasen la historia con la misma perspectiva que tengo yo ahora. La perspectiva de algo que ocurrió hace mucho tiempo y que has tratado de olvidar. Muchas cosas sobre la violencia, como la violencia sexual del colegio, por ejemplo, es la parte que hemos decidido olvidar. Cuando empezaron a salir todas las denuncias sobre abusos sexuales de la Iglesia, recuerdo haber hablado con mis amigos del colegio porque nosotros teníamos a un cura que nos ‘palpaba’. Les preguntaba sobre ello y la reacción era una mezcla de risas nerviosas antes de cambiar de tema. Vagamente alguien decía que alguna vez escuchó algo, cuando entonces todo el mundo lo sabía. Sin embargo, la memoria hace que filtremos aquello que no nos gusta, y fijamos nuestra infancia como un tiempo amable y agradable que nunca pasó. Nuestra memoria es falsa.
—¿Tus antiguos compañeros de colegio te animaron a escribir esta novela?
Cuando alguien me pide que escriba sobre él, nunca lo hago. Luego aparecen en el libro y nunca les gusta como salen. ¡He tenido problemas hasta legales al respecto! [Ríe]. Sin duda, esta historia tiene mucho que ver conmigo mismo y con la gente con la que andaba. Yo era el chico que leía, que no jugaba fútbol, por lo tanto, era bastante raro. Y pasaba los recreos con otros raros.
—Se te puede reconocer un poco en el libro...
Sí. Hay cosas diferentes mías en distintos personajes, pero también muchas cosas de otros amigos. Ninguno es un personaje en particular. Están bastante mezclados. Pero sí, nosotros éramos ‘los raros’, que entonces era decir ‘los maricones’. Recuerdo que los más amanerados de la promoción eran sistemáticamente torturados en los recreos. Por ello se refugiaban en la biblioteca, el único sitio a donde no iban los matones. Y allí estábamos en los recreos. Siempre he tenido una gran solidaridad con el movimiento homosexual por eso: pienso que son los míos, que este es mi equipo, los que nos refugiábamos en la biblioteca.
—¿Crees que la forma de ser adolescente en los 80 ha cambiado radicalmente?
Creo que los chicos de ahora son mucho más libres de lo que éramos nosotros. Y el sexo es una parte muy importante. No tienen muchas de nuestras limitaciones. En el fondo, las pulsiones son las mismas, la adolescencia es una edad para explorar y para vivir de forma extrema, es una edad en la que no estás contento con el mundo. El adolescente tiene las emociones de un adulto, pero el razonamiento de un niño. Eres una persona explosiva, eres una bomba de tiempo, y eso los hace tremendamente extremos en sus reacciones. Nosotros vivíamos todo eso, encerrados en una olla a presión. Y eso te volvía más violento. Ahora los chicos cometerán errores parecidos, pero el hecho de tener más libertad los hace menos desesperados. Pueden hablar con mayor naturalidad sobre temas que, para nosotros, eran muy difíciles.
—Y con menos culpa...
Culpa ya no creo que tenga casi nadie. ¡Fuimos la última generación que se sintió culpable!
—En tu obra siempre hubo referencias al cine y a la televisión, pero aquí los medios parecen funcionar como escuela de la violencia. ¿Lo son?
Lo eran y lo siguen siendo. Nunca he entendido muy bien porqué en la televisión hay una gran manía con censurar el sexo y nunca la violencia. En la ficción y en la realidad, en los noticieros y las películas, vemos bombas, tiroteos, golpes de kung fu y siempre nos ha parecido normal. Para alguien que creció en el Perú de los 80, a la violencia de la ficción había que sumar una extraordinaria violencia real. Y eso es lo que mis personajes consideran normal y quieren imitar.
—Cuando escribes una novela sobre violencia política, siempre dices que no volverás a hacerlo. ¿Sucede lo mismo con “La noche de los alfileres”?
En realidad, no creo que esta lo sea. Es extraño. Para mí, es una historia sobre la adolescencia.
—En efecto, aquí no están los protagonistas directos de la violencia, sino la gente que busca mantenerse al margen, pero termina envuelta en ella...
En libros anteriores he hablado de la violencia con militares y terroristas como personajes. Pero una de las razones por las que dejé de hacerlo y quise cambiar de tema fue la sensación de que, al tratarse de un tema muy fundamental para el país, la gente empezó a tratarme más como un político que como un narrador. Me preguntaban: ¿qué hay que hacer con la memoria? ¿Por quién debemos votar? ¿Qué piensa de la crisis financiera? Es una situación incómoda que he tratado de evitar. Precisamente, en este proceso de volver a la memoria, me di cuenta de que nunca había escrito sobre cómo habíamos vivido nosotros la violencia en nuestra adolescencia. Siento que esta es la novela que les debía a mis hijos para que sepan cómo fue mi historia.
—¿Necesitaste ser padre para escribir sobre tu adolescencia?
Ser padre y tener cuarenta años. Mis novelas siempre han sido historias inventadas, muy lejos de mí. Esta es la primera vez que tomo tanta experiencia mía. Creo que tiene mucho que ver con tener 40 años, el primer momento de tu vida en que miras hacia atrás. Antes solo ibas para adelante. Y, de repente, te das cuenta de que eres el viejo de los jóvenes y el joven de los viejos. Por primera vez miras qué camino has recorrido y hasta dónde has llegado. Eso ha entrado en este libro.