La existencia de una colonia alemana en Camerún, luego asilada en Zaragoza en plena I Guerra Mundial, es una nota al margen de la historia española. Para los peruanos resulta un tema ignoto, ciertamente. Pero también lo es para los propios españoles, alemanes e incluso camerunenses ajenos a su pasado colonial. El escritor Sergio del Molino (Madrid, 1979) descubrió los primeros rastros de esta presencia hace 15 años, al encontrar en una librería anticuaria unos folios de propaganda nazi escrita en español e impresa en Zaragoza. Asombrado, descubrió que, muy cerca de donde vivía, hubo en su barrio una delegación del Partido Nacionalsocialista alemán.
Tras las primeras pesquisas, los escasos historiadores que sabían del asunto lo pusieron tras la pista. Aquellos alemanes del Camerún, llegados a la península por azar del destino en 1916, fueron el germen de una influyente colonia germana en su ciudad, como las hubo en otras urbes españolas con infraestructura industrial. Sin embargo, había algo extraño en esa colonia zaragozana: derrotada y humillada en África, desubicada en una España pobre y atrasada, pronto prosperarían rápidamente, manteniendo fidelidad al terruño y jurando lealtad al führer.
Para escribir “Los alemanes”, novela ganadora del más reciente premio Alfaguara, Del Molino buscó entender el sentido de ‘casta’ de los descendientes de aquellos primeros migrantes. Entabló relación con las familias y cosechó estrechas amistades. Quien haya leído sus libros “Lo que a nadie le importa” (2014) o “La España vacía” (2016) sabrá que el tema de la identidad resulta capital en su obra. Ahora, uno de los autores españoles más atendibles lleva el tema al centro del conflicto de la familia Schuster, quienes siempre piensan en una Alemania que no existe, y cuya grieta identitaria desembocará en algo monstruoso.
—Una popular frase de Tolstói nos recuerda que todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera. En “Los alemanes”, la infelicidad y el mito originario de la familia Schuster es especialmente complejo. ¿Toda familia se basa en una mentira?
Nuestra vida está cimentada en ficciones. Las parejas, las amistades, se basan en mitos. Somos animales narrativos. Cuando contamos nuestra vida siempre habrá alguien que, en la última fila, levantará la mano para decir que estamos mintiendo. A veces son mentiras interesadas, pero la mayoría son inconscientes. La historia, por definición, es una ficción: por muy honrados y justos que creamos ser, siempre caeremos en hipérboles y manipulación. Siempre acabaremos construyendo un enorme cuento cuestionado por otros. Cuando todo el mundo se cree la ficción, las cosas funcionan. Y cuando una parte significativa de la gente empieza a dudar, los matrimonios, las familias, los países, se desmoronan.
—Tu novela se desarrolla entre dos entierros. ¿Cuán importante es la presencia de los muertos en la formación del mito familiar?
En esta novela, muchísimo. Vertebra todo, define a los personajes con relación al difunto. Es la figura que ha puesto en evidencia el secreto familiar y que fuerza al resto de los miembros a tomar posición. Y en términos generales, los ausentes son importantísimos para entender nuestras vidas. ¡Caminamos sobre muertos! Los muertos están siempre acompañándonos, nos condicionan la vida radicalmente.
—Dice uno de los personajes de “Los alemanes”: “No podemos construir un presente ni un futuro si estamos mirándonos los ancestros todo el tiempo”. ¿Cuándo crees que hay que dejar a un lado la memoria histórica?
En el momento en que debemos establecer una convivencia sobre bases democráticas. Si queremos preservar esa herencia de ciudadanía republicana y seguir viviendo en democracias donde pueda existir libertad e igualdad es necesario no mirar hacia atrás, pues caso contrario estableceríamos un sistema aristocrático, de legitimación por el origen. En una comunidad política, un ciudadano es miembro de pleno derecho, da igual sus apellidos o el pueblo de donde venga. Ese logro es una de las grandes conquistas de la humanidad. Pero en España, todo eso se está cuestionando. Si nos enredamos en eso, somos pasto de demagogos y caemos en debates sin solución que dividen a la sociedad en tribus y que no nos permiten empoderarnos como ciudadanos.
—Al reconocerte con el premio Alfaguara, el jurado habló sobre cómo tu novela nos muestra las mutaciones del nazismo. ¿Esas mutaciones derivan en los actuales partidos de extrema derecha?
En Europa, la extrema derecha está desconectada del nazismo y del fascismo originario de preguerra, no solo históricamente sino orgánicamente. Sin embargo, en el fondo, forman parte de una misma corriente, probablemente anterior a los totalitarismos. Siempre hubo una pulsión mesiánica, una tendencia en las sociedades occidentales que fue expresándose en distintas formas para cuestionar la democracia. Aprovechan sus debilidades, corrupciones e ineficiencias para decir que el modelo democrático no sirve. Convencen a muchos diciendo que la democracia es una forma de decadencia. Y ahora esa fuerza tiende a ser dominante en Europa. Cuando esa convicción se generaliza, volvemos a la rueda de siempre: no se expresará con esvásticas, pero es una expresión de lo mismo.
—En tu novela, el pasado viene a pasarle factura a la última generación de los Schuster, hijos de promotores del nazismo. Una factura en forma de extorsión, ligada a la influencia judía en el mundo académico, hoy denunciada en las manifestaciones propalestinas en las universidades estadounidenses. ¿Cómo observas este fenómeno?
Me interesa mucho cuando las víctimas se convierten en victimarios. Yo quería meter en mi historia el elemento clásico de la venganza, que pervierte por completo a quien la hace. No se puede equiparar el Holocausto con la actual política de Israel, porque creo que son cosas totalmente distintas. Pero sí es verdad que, tras ejecutar su venganza, sus razones pierden peso. Yo tengo una afinidad cultural y estética muy fuerte con la cultura judía. Pero la judeofilia no me impide ver la atrocidad de lo que hace Netanyahu en Gaza, o que el país esté hoy dominado por la extrema derecha y por fanáticos religiosos. En mi novela quería jugar con esa ambigüedad. Por cierto, esta es una novela escrita muchísimo antes de que empezara toda esta guerra.
—Leer “Los alemanes” me recordó “La zona de interés”, la película de Jonathan Glazer que retrata la vida familiar del comandante de Auschwitz, Rudolf Höss. ¿Crees que hay una sensibilidad colectiva que nos hace volver a repensar el peligro nazi y el Holocausto?
La cultura descubrió tarde el Holocausto. Pesó mucho la admonición de Theodor Adorno que decía que no se podía escribir poesía después de Auschwitz. Hubo que hacer un esfuerzo de investigación historiográfica muy grande para poder conocer la magnitud del Holocausto, algo imposible de asimilar. Los historiadores enseguida empezaron a atar cabos sobre la monstruosidad del asunto, pero a la ficción le tomó más tiempo. Si te fijas, en las películas sobre nazis de los años 50 y 60, los judíos apenas aparecen. Entonces, la víctima del nazismo era la resistencia francesa, el disidente político (casi nunca con apellido judío) o el comunista. Los judíos tardan mucho en convertirse en los protagonistas de la historia, empiezan a aparecer en el cine a partir de los años 70. Pienso que hemos ido asimilando con mucha lentitud la enormidad de aquello, y todavía nos queda mucho qué decir. Incluso aunque el tema se convierta en un cliché, aunque se use como recurso para vender “El niño del pijama de rayas” y toda esta literatura tan sentimentaloide, melodramática y elemental. Pero también puede aparecer un filme como “La zona de interés”, que demuestra que el Holocausto sigue siendo un objeto potentísimo de obsesión estética y de pensamiento. Y lo será por buen tiempo.
- Sergio del Molino presentará en la FIL Lima “Los alemanes”, el 27 de julio, a las 6 p.m., en el auditorio Clorinda Matto de Turner.
- El 28 de julio, a las 6 p.m., participará en el Café Dominical organizado por el Diario El Comercio, junto con Hernán Migoya y José Carlos Yrigoyen. A las 7 p.m., compartirá con Alonso Cueto y Claudia Salazar en el conversatorio “Reinvención de la identidad en la literatura hispanoamericana”, en el auditorio Laura Riesco.