La llegada de Salim Vera al barrio
Cuando conocí a Salim, yo tenía trece años y él, quince. Brany Acosta, mi vecino y amigo, iba a visitar a una chica en el jirón Paruro, a la espalda de la plaza Italia. Salim solía visitar a la hermana de esa chica. Así fue como Brany lo conoció y luego lo trajo a Huallaga. Como cualquier día, salí a la puerta de mi casa para tomar aire y ver si había alguien del barrio. En eso, vi a Brany, con quien la habíamos «chocado para Lucas», juego que consistía en darle un golpe en la nuca al primer distraído que se cruzara y se encontrara en posición de recibirlo.
Así estaba Brany. Cuando me disponía a golpearlo, un pelucón le advirtió: «¡Cuidado!», y Brany se salvó. Pensé: «¿Quién es este gringo que me acaba de malograr “mi Lucas”?». Divagaba sobre eso cuando, entre risas, Brany se acerca: «Toño, te presento a Salim». «¿Para qué le avisas?», le dije. Mientras le daba la mano, pensaba que parecía un buen tipo, sonriente y gracioso. Nos hicimos amigos al instante.
Salim empezó a venir al barrio más seguido y todos lo fuimos conociendo y aceptando como parte de nuestra familia. Era alegre y con una personalidad envolvente. Imposible no reírse con sus ocurrencias. Algunas chicas de los alrededores se morían por él, incluso gritaban cuando lo veían. Lo mejor de todo era que le gustaba la música: solía cantar temas de Bread, Nino Bravo y cualquier canción de moda que alguien le pidiera. Por eso, no dudé en comentárselo a César y nos animamos a ensayar con Salim.
Nuestro sueño de tener una banda avanzó un importante paso hacia lo que se vendría. Cuando comenzamos a tocar, se encendió de inmediato una chispa entre nosotros. Salim había vivido influenciado por la música que escuchaban sus hermanos y cantaba varias canciones de memoria. Casi todas eran en inglés, con una pronunciación que parecía perfecta. The Beatles, Bread, Led Zeppelin, Simon and Garfunkel y más. Empezamos a parar juntos y a tocar seguido. Éramos un grupo, por fin, y César era el líder.
Cuando compuse “No voy a verte más”
En el verano de 1993, me matriculé nuevamente en la Trilce. Ya me había convertido en el postulante eterno y, por ende, en el estudiante preuniversitario por excelencia. Nada me salía bien, al menos eso pensaba sin banda constituida y sin estudios superiores a la vista. En medio de ese abismo de indecisiones, necesitaba una señal más potente. En la Trilce, después de clases, había unos talleres en los que me inscribí para seguir practicando. En ese salón, vi por primera vez a Romy y me gustó al instante. Al día siguiente, volví a esa clase con el plan de conquista. Me acerqué y le dije: «Hola, ¿me ayudas con esta operación?». O algo así. Me miró y sonrió. Así empezamos a hablar y Mar Ginocchio, correligionario en esa cruzada amorosa, aprovechó la situación y le cayó a su amiga Patty. Los cuatro salíamos en grupo y caminábamos, cual pandilla del amor, por el centro de Lima, la plaza Francia y la avenida Wilson. Uno de esos días no dudé en tomarla de la mano y, en un descuido, la besé. Ella me correspondió.
Tras ese apasionado momento, me repetía en silencio: «Por fin, una novia a quien amar, alguien con quien compartir». En la semana siguiente, mi vida se convirtió en un videoclip, andábamos los dos solos, ya sin Patty y sin Mar. El verano terminaba y era fin de ciclo, pero eso no importaba: éramos el uno para el otro. El último día de clases, intercambiamos teléfonos y quedamos en que la visitaría en su casa, un lugar que no conocía. Nos despedimos con un tierno beso. Esa sería la última vez que vería a Romy. A los pocos días la llamé y me dijeron que no estaba. Al día siguiente lo volví a intentar y una voz, que parecía la de su mamá o quizá la de alguna hermana mayor, me dijo: «Romy está durmiendo». Porfiado, volví a marcar el teléfono y la respuesta fue similar: «Romy ha salido». No entendía nada. Estaba desconcertado. Llamé a Patty y tampoco quería decirme nada. «¿Hice algo mal?», me preguntaba. Sin embargo, tanto insistí que Patty terminó por confesar que Romy había retomado la relación con su exenamorado.
Quedé devastado por esa noticia. No había olvidado nada en ese momento y, por el contrario, sí había dolor y rencor. Proseguí con toda la emoción: «Tu indiferencia me arañó el alma» (fue la frase original en la que luego Twetty, productor musical argentino, sugirió que cambiemos arañó por tocó). Agregué: «Tus labios me quitaron la miel, tus ojos me robaron la razón». Y, para cerrar, dicté una frase que, finalmente, fue retirada en la grabación: «Pero qué injusto es el amor». Y así la terminé. Había dejado parte de mi alma en ese escrito y Harry había sido mi cómplice y testigo. Ambos nos regocijamos con el triunfo y, como cualquier día, salimos a dar unas vueltas, a ver si nos encontrábamos con alguien a quien contarle la hazaña lograda. Cuando se la mostré a Manolo, a los pocos días, me sugirió cambiar la palabra quiero por voy. Era mejor decir «no voy a verte más». En aquella primera etapa de formación de Libido, esa canción aún no era bien vista porque las bases de nuestra idea de banda eran más rockeras. Por eso, en esos tiempos solo la tocábamos con Salim ante mis amigos del barrio. Eso cambió cuando la incluimos en nuestro segundo disco. Cuando Salim vino al barrio también se la enseñé y le gustó. Así, añadimos otra canción más a nuestro corto repertorio.
Desde un principio, «No voy a verte más» se convirtió en un hit entre mis amigos del barrio. La grabamos en un cassette en mi radio roja. La cantábamos a cada rato. Definitivamente, ya estaba consolidada la buena dupla con Salim y eso nos alentaba a seguir. Años más tarde, me encontré con Romy en Larcomar. Me saludó y sonrió, estaba sorprendida por el encuentro casual. Atrás había quedado aquella pasión y yo no guardaba ningún rencor hacia ella. Por el contrario, solo me quedaban sentimientos de agradecimiento. Cruzamos un par de palabras. Nunca le conté que ella inspiró una canción tan importante en mi vida. Me guardé ese detalle y cada uno siguió con su camino.
Mi encuentro con Paul McCartney
A pocos días de terminar, Salim llegó a Londres muy temprano, como a las ocho de la mañana, si mal no recuerdo. Era un 8 de octubre. Como bienvenida, salimos a dar un paseo por mi barrio. Luego de algunas cuadras, llegamos a Abbey Road y dimos el paseo turístico como casi todos los fans de The Beatles. No sé si Salim aún se sentía fan de ellos, pero igual estando tan cerca decidimos pasar por ahí. Ese día ocurrió casi un milagro. Todo empezó luego de nuestro paseo por St John´s Wood, cuando nos dirigimos a Baker Street, también cerca del barrio, a diez minutos en bus. Ahí estaba la oficina de Publicis, donde trabajaba Nigel, el hermano de Farrah. Él se desempeñaba como director de finanzas y nos iba a ayudar con un trámite bancario.
Fuimos raudos con los dos coches que cargaban a Valentín, de un año y medio; y a Luciano, de un mes de nacido. Al llegar, solo Nigel y yo cruzamos la pista y entramos a un banco, hicimos la transacción y regresamos rápidamente donde estaban esperando Farrah, Salim y mis hijos. Luego, nos despedimos de mi cuñado para seguir nuestro camino hacia el centro de Londres, donde buscaríamos un lugar para almorzar un poco más tarde. Iniciamos la ruta y a pocos metros sucedió algo increíble. Yo estaba llevando el coche de Valentín; Farrah, a mi derecha, el de Luciano; y al costado de Farrah estaba Salim. A unos veinte metros de la oficina de Nigel, Farrah grita: «¡Mierda!».
En ese instante, pensé que era un sueño o una visión de una persona con el físico idéntico al de Paul McCartney. En esa centésima de segundo, también visualicé una especie de aura divina alrededor de aquella escena, es decir, fue como una visión que se podría asemejar a la aparición de la Virgen María, Jesús o Leonardo Da Vinci. [...] El incidente con el coche me dio tiempo para seguir y fijar la mirada con Paul. Cuando nos encontramos cara a cara, solo atiné a decirle: «Hello! How are you?». Paul McCartney de The Beatles, ahí en la calle Baker Street, a eso de las once de la mañana. Y lo más asombroso fue que él me respondió: «I´m doing fine». Y, como si estuviésemos en cámara lenta, siguió su camino.
Petrificado por haber sido correspondido en mi saludo, me paré dos o tres pasos más adelante de Farrah y Salim. Ellos me esperaban mirando la espalda del Beatle, que se iba tranquilo, como cualquier transeúnte. En mi recuerdo de aquellos segundos, hasta ahora percibo cómo se detuvo el tiempo, debido a que casi nunca puedo describir con tantas líneas lo que podría ocurrir en centésimas de segundos. El cielo se abrió y el sol empezó a brillar. La gente que seguía después de nosotros solo atinaba a abrirle el paso, mirarlo y luego quedarse parada como quien contempla el paso de un Dios, un ser supremo al que no quieres molestar ni interrumpir en su caminar, como si solo pudieses mirar y no tocar ni hablar porque es un fantasma. Farrah me dijo: «Saca tu cámara». Yo respondí: «No hay forma de que desperdicie un segundo de este momento viendo dónde está mi cámara». Por eso, no hubo foto ni nada, solo cada una de aquellas centésimas de segundos para poder retenerlo en mi espíritu y ahora poder contarlo.
Día: Viernes 22 de julio
Hora: 8 p.m.
Lugar: auditorio José María Arguedas, Feria Internacional del Libro
Más datos: Además, a las 9.30 pm., protagonizará el concierto inaugural de la Feria, en el auditorio Blanca Varela.
Entradas a la venta en Atrápalo.
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