Las acequias de la Lima del siglo XIX (con sus gallinazos) recorren las calles de la ciudad, en esta obra del pintor Johann Moritz Rugendas.
Las acequias de la Lima del siglo XIX (con sus gallinazos) recorren las calles de la ciudad, en esta obra del pintor Johann Moritz Rugendas.
Héctor López Martínez

Manuel Atanasio Fuentes, en su “Estadística General de Lima”, publicada en 1858, trata de un asunto sumamente importante: los graves problemas de salubridad existentes en nuestra capital, de los cuales hay testimonios de viajeros de variadas nacionalidades y en diferentes épocas a lo largo del siglo XIX. Estos problemas se potenciaban en el verano a causa del aumento de la temperatura. Como se sabe, hasta el año 1869 Lima conservó sus murallas virreinales y, aunque la población crecía muy lentamente, en las zonas periféricas y más humildes había viviendas donde se hacinaban muchas personas.

En la capital peruana, es penoso referirlo, a pocas cuadras de la Plaza Mayor, en cualquier dirección, pero sobre todo en las cercanías de las portadas de las murallas se veían montones de basura, verdaderos muladares que nadie se ocupaba de limpiar. Pero eso no era lo peor sino las acequias que discurrían en casi todas las calles centrales. Al respecto, escribió Fuentes: “Nada más desagradable a la vista, más repugnante al olfato y más perjudicial a la salud, que esas grietas irregulares, que conduciendo en más o menos abundancia un líquido semi-espeso, tan variado en sus matices como en sus olores, recorren todos los puntos de la capital con el nombre de acequias. Destinadas a ser para las poblaciones lo que los ríos para los campos, es decir, la vida y la alegría, se han convertido entre nosotros en poderosos agentes de disgustos y de enfermedades”. Las acequias eran verdaderas letrinas donde se arrojaban aguas servidas, las llamadas basuras gruesas, animales muertos, etc. Allí pululaban los gallinazos sin que nadie los molestara. Según la Estadística ya mencionada, en el verano aumentaban los casos de bronquitis, neumonía, exantemas cutáneos, pleuresía, disentería y varias otras enfermedades. Se corría también el riesgo que pudiera estallar alguna epidemia, lo cual ocurría, siendo las más frecuentes las de escarlatina y sarampión. Cuando se trataba de viruelas la situación alcanzaba características muy graves y se tenía que tomar medidas radicales.

Se afirmaba que estas patologías eran causadas por las variaciones atmosféricas, contagio o por tener vida desordenada. La atmósfera de Lima se renovaba muy poco y por eso estaba cargada de elementos dañinos para la salud, las llamadas miasmas. Los médicos de la primera mitad del siglo XIX, formados en las verdades científicas de la Gran Tradición, tal como observó Sheldon Watts en su libro “Epidemias y poder”, creían que las enfermedades eran causadas por las miasmas, es decir, efluvios o emanaciones nocivas del aire, suelo o agua, nunca por organismos vivientes. Con el calor del verano, sobre todo en la canícula de febrero, las miasmas que emanaban de las acequias aumentaban grandemente y, por ello, los limeños con posibilidades económicas “huían” de la capital en busca del aire puro de Chorrillos o de los pequeños pueblos de Miraflores y el Barranco. Antes de la construcción del ferrocarril, el traslado de muebles y otros enseres hasta Chorrillos o intermedios estaba a cargo de los carretoneros, quienes en duras jornadas avanzaban en caravanas por el entonces mal dispuesto camino que unía Lima con dichos lugares.

Las acequias subsistieron hasta fines del siglo XIX cuando Lima comenzó una pausada modernización que, precisamente, se aceleró hace un siglo durante el gobierno de Augusto B. Leguía en que surgieron gran cantidad de urbanizaciones construidas en los que hasta ese momento habían sido terrenos agrícolas. Obviamente la teoría de las miasmas quedó desvirtuada con los descubrimientos iniciados por Pasteur. Volvamos al éxodo estival de los limeños. Antes de su destrucción por el ejército chileno, en enero de 1881, Chorrillos era el balneario más importante y bello del Pacífico Sur. Allí se levantaban lujosas mansiones, el malecón era amplio y hermoso y tenía faroles de gas. Abundaban los típicos ranchos con sus toldos dando un conjunto gratísimo a la vista. Chorrillos fue también famoso por sus grandes partidas de juegos de azar en que se ganaban y perdían en una sola noche verdaderas fortunas. El Barranco, preferido por los jóvenes era un lugar a la vez sencillo, pero con prestancia y personalidad. Creció muy rápidamente. Miraflores fue el lugar preferido por los extranjeros, quienes construían sus casas al estilo de las de sus países de origen. Era el pueblo más cercano a Lima y pronto ganó fama de poético y apacible. La construcción del ferrocarril y, más tarde, los tranvías eléctricos, pusieron a estos tres puntos a muy pocos minutos de la capital y eso hizo que pronto dejaran de ser exclusivamente lugares de veraneo para convertirse en distritos.

El caserío de Ancón al que llegó el ferrocarril en 1870, creció rápidamente y cobró prestigio. Muchos también, sobre todo personas mayores y delicadas de salud, veraneaban en la Magdalena “pueblo de calma y suavidad, hechizo vano de aldea en ruina…”. Así lo describió hace un siglo el poeta José Gálvez en su libro “Una Lima que se va”. Ahora, ¿qué se podría decir de todos esos balnearios y lugares de reposo?

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