La dilatada trayectoria vital del coronel Manuel de Odriozola Herrera (Lima 1804 – Callao 1889), fue polifacética, honrosa y fecunda. Tenía solo dieciséis años de edad cuando en setiembre de 1820 se incorporó al ejército patriota del general José de San Martín, siendo adscrito a la secretaría del Libertador bajo las órdenes de Juan García del Río. Posteriormente participó en la campaña a Intermedios y en las guerras libradas contra Bolivia y Colombia, transcurriendo su carrera castrense durante los años 30 y 40 del siglo XIX en medio del tráfago de nuestras contiendas internas, llegando a obtener la jerarquía de coronel en 1852.
Más junto con las tareas propias de un hombre de armas, Odriozola cultivó, desde muy joven, una notable vocación por las humanidades, en general, y muy especialmente por la historia. Por eso fue coleccionando valiosos documentos tanto originales así como copiados por él en gruesos cuadernos. Estos testimonios, junto con otros igualmente importantes, formarían parte del material que publicó en dos series: Documentos Históricos del Perú, que fueron diez volúmenes aparecidos entre 1863 y 1877, y la Colección de Documentos Literarios del Perú, once volúmenes que también vieron la luz en el lapso antes mencionado. En la Colección de Documentos Literarios publicó El Diente del Parnaso y otros poemas de Juan del Valle Caviedes; igualmente el poema épico Lima Fundada, de Pedro Peralta Barnuevo y la segunda edición de la Historia del Perú, de Diego Fernández “El Palentino”, valiosísima crónica sobre las guerras civiles de los conquistadores del Perú.
En 1875 el coronel Odriozola fue nombrado Director de la Biblioteca Nacional. Allí, en la vieja casa donde los sacerdotes jesuitas regentaron el Colegio Máximo de San Pablo, el veterano soldado “halló campo propicio para la aplicación de su personal culto a la verdad histórica, su honestidad intelectual, y la generosidad que siempre lo llevó a franquear sus acopios documentales”.
Al coronel Manuel de Odriozola le tocó enfrentar, en febrero de 1881, el durísimo trance de la ocupación chilena de nuestra capital. El coronel Pedro Lagos le exigió la entrega de las llaves de nuestro más importante repositorio cultural cuyos fondos, casi totalmente, fueron trasladados a Santiago de Chile y muchos otros vendidos por las fuerzas de ocupación a tiendas de ínfima categoría para servir como papel de envoltorio. Impotente ante las bayonetas, el coronel Odriozola suscribió una enérgica protesta, que redactó el subdirector Ricardo Palma, presentándola ante el jefe militar extranjero que dio la orden del saqueo y ante el Ministro Plenipotenciario de los Estados Unidos en el Perú, para que el bárbaro atropello fuera conocido “por la humanidad entera”. Pese a las duras restricciones existentes, Odriozola ordenó imprimir la vehemente protesta en octavillas para que la población del Perú se enterara del incalificable hecho. Obviamente su gallarda decisión le causó múltiples problemas y fue sañudamente hostilizado por las autoridades de ocupación. A partir de ese momento fue declinando lentamente la salud del benemérito coronel quien todavía tuvo que sufrir un golpe rudísimo del destino al perder a su hijo Manuel, médico eminente, fundador de la Academia Libre de Medicina.
Su amigo y colaborador en la Biblioteca Nacional, José Toribio Polo, nos ha dejado una prolija descripción del físico y del talante de Odriozola. Lo recordaba “de mediana estatura, de un tipo que parecía español: agraciado de rostro, de temperamento sanguíneo nervioso; ágil y vivo, alegre y decidor, afable y sencillo en su trato, compasivo con los desgraciados y sin apego al dinero”.
Los últimos años del coronel Manuel de Odriozola fueron dramáticamente penosos. A los achaques propios de su edad se añadieron angustias económicas que se hicieron aún mayores después de la muerte de su hijo. Recluido en una humilde casa en el Callao recibía la visita de algunos pocos amigos y dedicaba casi todo el tiempo a inútiles gestiones reclamando los sueldos que se le adeudaban, pues los gobiernos que se iban sucediendo ponían oídos sordos a sus justos reclamos. Por eso El Comercio, reprochando la falta de sensibilidad de las autoridades pertinentes, dijo al dar la noticia de su desaparición ocurrida el lunes 12 de agosto de 1889 poco después de las tres de la tarde: “No obstante su erudición y puestos que desempeñara, fallece en la más honrosa pobreza”. Nobilísimo ejemplo de honestidad que hoy, más que nunca, se debe recordar y, sobre todo, imitar.
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