Como sucede en su literatura, en sus ensayos periodísticos Mario Vargas Llosa tiene temas que le obsesionan y a los que vuelve incesantemente a lo largo de medio siglo de escritura. El antropólogo y escritor colombiano Carlos Granés, considerado uno de los pensadores latinoamericanos más sólidos y originales de la actualidad, emprendió el proyecto de estudiar la producción del Nobel peruano que ha circulado con puntual regularidad en sus columnas de prensa, para seleccionar y ubicar estos grandes temas de interés.
Su intención, a lo largo de cinco volúmenes publicados por Alfaguara, es tomar esa materia prima y hacer piezas temáticas que, encajadas, compongan volúmenes de notable coherencia. Como autor de los prólogos de “Un bárbaro en París” y “El fuego de la imaginación”, Granés analiza el interés de Vargas Llosa en la literatura francesa primero, y luego la española y la anglosajona, recopilando además escritos maravillosos sobre bibliotecas, librerías y universidades, textos entusiasmados sobre cine y televisión, y cómo no, las artes plásticas, donde el escritor se muestra como un crítico feroz.
Ambos libros nos permiten entender lo que ha debido pasar para que un bisoño autor que llegó a París buscando convertirse en un escritor francés, terminó convirtiéndose en un peruano universal. Con lúcida complementariedad, estos dos volúmenes abordan la fascinación del Nobel por la cultura en todas sus expresiones. “Se trata de una persona que se ha nutrido de la imaginación francesa, española, inglesa y norteamericana, que se ha dejado influir por todas las expresiones artísticas que le gustaron, sin ningún tipo de barrera, filtro ni recelo, más bien asumiéndolas como nutriente para su propio proceso creativo, su disfrute y placer. Eso le da una perspectiva universal”, explica el autor de “Delirio Americano”.
Como explica el escritor colombiano, se trata de ensayos que muestran claramente cómo piensa Vargas Llosa y el resto de escritores de su generación, tanto la brillante generación del 50 en el Perú como el “Boom” latinoamericano de la década siguiente, creadores muy preocupados por la forma artística por sobre la temática. “La generación previa estaba preocupada por el tema, por la reivindicación de elementos y símbolos locales. Los autores que llegaron después pelearon encarnizadamente contra ello. El mismo Vargas Llosa lo dice: “nosotros no somos ni moralistas, ni sociólogos, ni antropólogos, ni etnólogos... somos creadores”. Y un creador tiene que enfatizar la forma artística. El tema puede ser importante, pero es secundario. Lo principal es la forma con que se maneja esa materia prima”, señala Granés. En efecto, Cortázar, García Márquez, Borges, Vargas Llosa comparten esa intuición y la pondrán en práctica, resultando soberbios relatos de sofisticadas estructuras técnicas, por lo general tomadas del mundo anglosajón y del mundo francés.
“Nosotros no somos ni moralistas, ni sociólogos, ni antropólogos, ni etnólogos... somos creadores”
Mario Vargas LLosa, Nobel peruano
“En el caso de Mario, Gustave Flaubert y William Faulkner son dos influencias clarísimas, sobre las que él se ha referido con total transparencia. Eso le ha permitido ser muy peruano: meterse en la historia peruana, en los burdeles del norte, la experiencia selvática y andina, para darles un tratamiento que las haga accesibles, interesantes y desafiantes para un lector de cualquier país”, explica.
No por nada veíamos al académico francés Daniel Rondeau sacudiendo su banderín del Leoncio Prado en la reciente ceremonia de ingreso de Vargas Llosa a la Academia Francesa...
(Ríe) ¡Exacto! Un francés como él decía, en su respuesta al ingreso de Mario en la Academia, que quedó tan deslumbrado tras leer “La ciudad y los perros” que hubiese querido ir a conocer Lima y golpear la puerta del Leoncio Prado. Eso habla del poder de la forma literaria para conectar con sensibilidades muy distintas. El poder de la forma hace que las historias se acerquen, tengan un elemento universal que hace que un lector se interese por la particularidad. Ese elemento universal del arte bien hecho permite que lectores de otras culturas hagan ese recorrido inverso: que lean la novela en París y quieran ir a Lima a buscar la fuente de donde surge la anécdota. ¡Eso es un logro estético brutal!
Has escrito el prólogo de “Un bárbaro en París”. ¿Al escuchar el discurso de Vargas Llosa en la Academia Francesa, temiste que lo que dijera repitiese lo que planteas en tu texto?
La verdad, jugué con algo de ventaja: Fui uno de los pocos privilegiados que pudo leer el discurso antes de pronunciarlo. La Academia exige un secretismo con respecto a este discurso similar al del Nobel. En realidad, ese discurso Mario lo leyó dos veces, una vez en privado, frente a los académicos, ocasión que tienen ellos para comentarlo y debatirlo. Después lo lee una segunda vez, ya en la presentación oficial, que todos vimos en directo por YouTube. Esa lectura ya no admite réplicas. De ahí, tanto protocolo y secreto en torno a estos discursos. Además, le da un seductor aire mítico y de trascendencia. Como yo era el editor del libro, y el discurso es el texto que cierra el volumen, lo necesitaba para escribir el prólogo y saber si algún otro ensayo no iba a ser redundante. Esa era mi mayor preocupación. Aproveché para leer y gozar del discurso, como absoluta primicia, con la sensación de que me saltaba una norma sagrada.
Hablando del carácter reservado de los discursos en la Academia Sueca y la Academia Francesa, es curioso que, en ambos casos, se haya criticado a Vargas Llosa no hablar de política...
Él sabe que su gran deuda es con la literatura. Sabe que él es quien es, le gusta lo que le gusta, se apasiona con lo que le apasiona, todo gracias a la literatura. Nada ha tenido mayor influencia en su vida que las novelas que leyó de joven. Sospecho que su sensibilidad, su moral, sus anhelos, sus ilusiones, están totalmente contaminados de Flaubert, de Víctor Hugo, de “Los tres mosqueteros”. Y por eso sé que a Vargas Llosa lo que le gusta es hablar de literatura. Ahora bien, el discurso del Nobel siempre es muy abierto y libre, sin parámetros a seguir. En cambio, el discurso de ingreso a la Academia Francesa sí tiene parámetros muy claros. Es más, Mario de alguna forma los transgredió al hablar de su relación personal de la cultura francesa. Eso es un añadido muy particular, pues lo que mandan los cánones es que debía hacer una reseña, un homenaje o una lectura de Michel Serres, académico al que está reemplazando. Pero claro, siendo un caso tan excepcional para la tradición de la Academia, sería raro que Vargas Llosa no contara algo de su experiencia personal, y que explicara su fascinación por la cultura francesa. No desentonó, más bien le dio más vida a un discurso que, en vez de ser acartonado y académico, tuvo más de anécdota personal, vivencia e historia.
Una de las frases más entrecomilladas de su discurso fue “Sin Flaubert jamás habría sido el escritor que soy, ni habría escrito lo que he escrito, ni de esa manera”. ¿Crees que, además de enseñarle a escribir, Vargas Llosa toma de la literatura francesa la actitud del escritor?
Para Mario, entender el logro técnico de “Madame Bovary” fue fundamental. Gracias a ese libro se dio cuenta de algo que lo marcaría el resto de sus días, y es que a la hora de escribir una novela el escritor tiene que desarrollar todos los personajes, pero especialmente uno: el narrador. La voz que narra es el principal personaje de la novela. Puede variar mucho, hay muchas alternativas, pero debe ser absolutamente coherente. De su coherencia dependerá la verosimilitud o inverosimilitud de la novela, esa ilusión que atrapa al lector y no lo suelta. Por otro lado, Flaubert le hizo consciente de un rasgo humano: lo que ocurre en una novela sucede porque somos seres insatisfechos. Madame Bovary es una mujer insatisfecha. No hay nada que ofenda más a Vargas Llosa cuando escucha decir que se trata de una mujer banal y frívola, que se deja embelesar por sueños de mejoría. Para él, justamente, es esa insatisfacción lo que nos hace querer superarnos. Y es, prácticamente, el motor de gran parte del proceso civilizatorio: aspirar a tener vidas ligeramente mejores, aspirar a vivir en un mundo menos cruel.
Pero Francia no le enseña solo cómo escribir sino cómo ser escritor. Y eso lo aprendió de Sartre: cómo tener una vida pública como intelectual, algo muy francés. Son lecciones que él incorporará muy joven: la vocación polemista, ser un hombre de su tiempo, querer intervenir en los debates públicos, políticos, culturales, estéticos, sociales que le tocan. Ese ejemplo de intelectual Vargas Llosa lo encarnó con pasión y coherencia, hasta el punto de que la gente dice que Vargas Llosa es el último intelectual del siglo XX vivo.
En tu prólogo, comentas cómo Sartre dice que en países del tercer mundo, mientras haya hambre y pobreza, escribir literatura resulta una frivolidad. ¿Qué tan injusto consideras ese acto de un comisario cultural? ¿Cómo habrá sido para un joven Vargas Llosa escuchar eso de su pensador más influyente?
Creo que las grandes desafecciones de Mario tuvieron como detonante las actitudes tanto de la revolución cubana como de este filósofo existencialista hacia la literatura. Desde antes del Caso Padilla, cuando ya habían encarcelado escritores en la Unión Soviética acusados de “contrarrevolucionarios”, ya Vargas Llosa decía que si había que escoger entre la libertad creativa y el socialismo, él se quedaba con la libertad creativa, sin dudarlo. Lo que ocurre con Sartre es lo mismo: el filósofo le está diciendo a un peruano que aquello a lo que ha entregado su vida no tiene sentido porque hay pobres. ¡Imagínate! Esto debió haber sido para él un dilema moral tremendo. Si uno analiza ese dilema, encuentras que es un sinsentido. ¿Cuál sería la cifra de mortalidad infantil para que un autor pueda escribir una novela? Había mucha demagogia de Sartre en ese tipo de comentarios. Lo que estaba haciendo con esa sentencia era un llamado a la revolución. Decir: “Escritores, dejen la pluma y cojan el fusil”. Eso a Mario le supuso una contradicción y un proceso de distanciamiento de su ídolo.
Tras ese llamado, muchos escritores dejaron de escribir para enlistarse. Es el caso del poeta Javier Heraud, por ejemplo.
Imagínate lo irresponsable que fue esa proclama desde París. Que su ídolo les diga a los jóvenes intelectuales, comprometidos en las mejoras democráticas y una sociedad más justa, que lo que hacían no servía para nada, que lo que debían hacer era coger el fusil e irse a repartir tiros. Al día de hoy es de una gran inmoralidad. Animar a los tercermundistas a matarse para que él pueda sentirse un gurú iluminado, del lado correcto de la historia. Sartre ha pagado con el olvido ese tipo de irresponsabilidades. Es un autor bastante olvidado, ya ni siquiera la izquierda más radical lo cita. Y la culpa la tuvo él mismo con sus actos para la galería, enormemente irresponsables. Mucha gente lo tomó al pie de la letra y murió por ello.
En el libro “El fuego de la imaginación”, quizás los textos más polémicos sean los que el escritor dedica a las artes visuales. Él tiene dos criterios muy claros: cuando un artista le fascina, lo considera un demiurgo. Si no le interesa o abiertamente lo desprecia, el artista es un mero espíritu de época, un “zeitgeist” como definía Hegel. ¿Cómo ves tú esta visión en que Vargas Llosa reparte premios y castigos a los artistas?
Es interesante verlo así. Claramente, para Vargas Llosa el artista debe ser un demiurgo, un creador de mundos. Tanto en la literatura, la plástica y en el teatro. En el cine se muestra más condescendiente, no acaba de considerarlo a la altura de la literatura. Pero claramente en la literatura y la plástica exige al creador no solo talento formal sino capacidad imaginativa para crear mundos autónomos que compitan con la realidad real. Casualmente, el domingo pasado fui con él a una exposición de Lucian Freud, en Madrid. Poder ver la exposición sin público, guiados por la curadora, fue maravilloso. Claro, ese es el tipo de demiurgos que le fascinan, es un artista con una obsesión clarísima, y eso para Mario es muy seductor. Alguien interesado en el cuerpo, en la carne humana, el tratamiento pictórico que expone con descaro la imperfección de la carne. Si tú ves eso desde sus inicios hasta su madurez, te das cuenta de que es una persona con una búsqueda muy clara. Crea un universo totalmente reconocible: cualquiera puede ver un cuadro de Lucian Freud y reconocerlo. Es el tipo de demiurgo artístico que seduce a Vargas Llosa. Es más, después de salir de la exposición encantado, Mario me dijo algo fantástico: “Este señor odia al ser humano”. Pienso que los artistas contemporáneos, no todos, suelen depender más bien del ingenio. Y el ingenio es más volátil, menos ligado a proyectos de largo aliento. El ingenio es ocurrente, es un chiste que se te ocurre en una situación determinada, sin trasfondo ni futuro. Se agota en sí mismo, como un fuego de artificio Y es el tipo de arte que se hace hoy con más frecuencia. Es más difícil ver artistas que tengan claridad sobre un proyecto que los obsesione durante décadas y que, a la larga, crean una realidad paralela.
En el primero de sus textos sobre arte, “Un cadáver exquisito”, sobre la exposición surrealista en la galería Charpentier de París en 1964, Vargas Llosa a los veintiocho años se pregunta en voz alta “¿Dónde está y en qué consiste el genio de Marcel Duchamp?” ¿Es una calculada provocación del escritor?
En los dadaístas hay algo infantil que no encaja bien con cierto talante romántico que encarna Mario. Todo niño es un saboteador, es más destructor que creador. Y Mario claramente respeta a los creadores, a los que tienen una obra que propone algo y no que critica todo. Esa actitud dadaísta o duchampiana no encaja para nada con su sensibilidad y su concepción del arte. Por eso reacciona de una forma tan apasionada y sincera. El no entiende para nada por qué se alababa a ese señor que destruye, que juega a ser un saboteador de la institución, de la definición, de los cánones y los preceptos para juzgar lo bello y lo no bello. Eso te puede interesar y atraer, pero claro, supone una reflexión teórica para que su obra adquiera un sentido y se convierta en una genialidad. Yo sí creo que Duchamp tiene mucho de genio, pero para Mario se trata de una reflexión improductiva, una cosa tautológica, que lleva simplemente a pensar en que no es posible definir nada, y por lo tanto lleva a la parálisis, a una eterna rabieta infantil. Por el contrario, Mario quiere crear, al estilo romántico, grandes epopeyas. Son sensibilidades que no empatan. Vargas Llosa es un antiduchampiano por carácter, porque se ha puesto a meditar que esa rabieta infantil no va con él. Creo que cierto exceso de inteligencia paraliza, y eso es algo que Mario abordó en su obra “Ojos bonitos, cuadros feos”, donde el crítico queda desactivado por su lucidez. Aquel que lo entiende todo y que ve con tanta claridad cómo funcionan las cosas y la artificialidad de tantas otras finalmente no va a hacer nada, porque se queda paralizado por la banalidad que hay detrás de todo, el sinsentido o la arbitrariedad que sostiene el mundo. Vargas Llosa prefiere ser menos racional, ser más apasionado y dejarse llevar por su instinto. Hacer, más que reflexionar.
Otro gran demiurgo en sus textos es Picasso y el cubismo. Cuando escribe sobre el malagueño, Vargas Llosa parece escribir sobre su propio ideario, sobre lo que él piensa que debe ser un creador. ¿Crees que parte de los hallazgos de su técnica literaria han sido un aprendizaje del cubismo?
Estoy convencido de ello, aunque no puedo probarlo. Me gustaría escribir sobre eso: que el modernismo literario, ese juego con los puntos de vista y el salto temporal, es un fruto del cubismo. El cubismo es la primera expresión artística que hace que la realidad se descomponga y se vuelva a componer de una forma arbitraria que depende del creador, del gran demiurgo. Y que gracias a ese genio, a esa mirada, cobra total sentido. Es una realidad distinta y perfectamente lógica, una lógica impuesta por el ser humano, no por el orden natural. Cuando Vargas Llosa rompe el tiempo y suma diálogos que ocurren en lugares y momentos distintos, está haciendo exactamente lo mismo que Picasso. No creo que se trate de una influencia directa, pues es evidente que antes pasa por Faulkner o Joyce, pero esa literatura, sospecho, no se habría podido producir sin Picasso y su ejemplo. Picasso es el gran genio vanguardista del siglo XX, quien dice que se pueden crear nuevas realidades en donde las reglas no las ponen la física o la naturaleza, sino el artista. Esa influencia de Picasso a la literatura pasó de alguna forma, pero no sé cómo. Me encantaría saber quién fue el primero en hacer ese tránsito de la plástica a la novela. No lo sé y por eso no puedo probarlo, pero lo intuyo clarísimamente. Cuando leo a Mario escribir sobre Picasso, resulta evidente.
Además de los artistas demiurgos, Vargas Llosa también siente una gran pasión por los “malditos”. Es curioso que un autor que se acuesta temprano, que no fuma ni bebe, que tiene una vida muy organizada, siente una enorme fascinación por los impresionistas, por Egon Schiele, por George Grosz. Muchos de sus textos se obsesionan por seguirles la pista a estos monstruos. ¿Cómo se da el acercamiento de Vargas Llosa por lo grotesco?
Es algo que viene de Georges Bataille, sobre todo, de sus investigaciones entre ideológicas y literarias que hizo sobre el erotismo, la trasgresión y el mal: el artista crea con lo peor de sí mismo, con sus más bajas pasiones, con sus instintos más salvajes, con sus perversiones, con un submundo de cosas inconfesables que gracias a la literatura se pueden ventilar y que, lejos de hacerle daño a la sociedad, le hacen bien. Es una idea de sublimación freudiana que viene de Schopenhauer y que Bataille sigue trabajando. A Vargas Llosa le encanta esta idea de tocar temas transgresores, siempre ha sido una tentación permanente. Él, en su vida, de alguna forma es un transgresor, un provocador. Es un agitador de aguas mansas.
Sobre ello, su ensayo sobre Grosz es revelador. Vargas Llosa se pregunta cómo alguien tan transgresor en la Alemania previa al nazismo, termine en los Estados Unidos, un ambiente mucho más amable para su obra, convertido en una pálida versión de lo que fue.
Allí se ve la teoría de la insatisfacción que veíamos al inicio: Vargas Llosa cree que el artista siempre debe estar en tensión con su sociedad, sentirse incómodo, ver la putrefacción de la sociedad como estímulo para la creación. El artista insatisfecho tiene ese incentivo para negar la realidad real y crear una mejor, que se amolde mejor a su forma de entender el funcionamiento del mundo. En caso de Grosz es evidente: mientras está en Alemania perseguido por los nazis, sus cuadros son feroces y críticos, pero cuando se refugia en una sociedad que lo trata bien, esa insatisfacción se desvanece. Sus cuadros se convierten en una cosa ñoña, aséptica, inocua, sin esa virulencia previa. Vargas Llosa tiene miedo que le pudiera pasar eso, acomodarse en una sociedad, fluir dócilmente con el sentir mayoritario, sentir que no haya nada que criticar, que le pase lo que le sucedió a Grosz, víctima de una mansedumbre senil. Por eso Mario siempre buscará estar en tensión con su medio social, sin miedo a la impopularidad. Ese es el aliciente para su propio proceso creativo.
Otros dos libros por venir
Además de “Un bárbaro en París” y “El fuego de la imaginación”, Granés ya tiene editados otros dos volúmenes que espera entregar pronto a la imprenta. Sus títulos tentativos son “Perú: el país de las mil caras” y “El reverso de la utopía. América Latina y el Oriente Medio”. El primero, reúne textos sobre plástica peruana (donde los textos dedicados a Szyszlo podrían componer un libro independiente), además de poesía, literatura, viajes y crónicas sobre cultura popular. E intercalados entre estos temas, mucha política: un rastreo histórico por los avatares del poder desde los años 60, desde los gobiernos de Velasco y Morales Bermúdez, pasando por una década de democracia con Belaúnde y Alan García, luego el Fujimorato y el periodo posterior que va del 2000 al 2016, antes de abrirse todo el periodo de crisis e inestabilidad que hoy vivimos. Asimismo, en el tomo editado sobre América Latina y Medio Oriente, se recogen sus artículos sobre política de nuestra región, su obsesivo seguimiento a las tensiones entre Israel y Palestina, la guerra en Iraq y reflexiones posteriores a la invasión, y otra sección dedicada a las consecuencias de los atentados del 11 de setiembre.
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