Aún deslumbrado por las luces de las grandes avenidas neoyorquinas que conoció hace pocos días, un desgarbado joven de 19 años recuerda todos los caminos que ha recorrido para llegar hasta allí. Se detiene en una esquina, apoya la guitarra en una pared, enciende un cigarrillo y allí están, como proyectadas desde su mente hacia los paneles luminosos de la Gran Manzana, bajo el gélido manto de un invierno despiadado, las imágenes de su Duluth natal o de Hibbing, el pueblo minero de Minnesota donde pasó la mayor parte de su infancia; también las de Minneapolis, donde se matriculó en la universidad sin asistir jamás a clases; o la del rostro de Buddy Holly, quien lo vio directo a los ojos mientras cantaba, poco antes de morir; o las de ciudades como Chicago o Madison, adonde llegaría buscando respuestas inciertas o las de aquel día en Saint Paul, a orillas del río Misisipi, cuando en lugar de dar su nombre verdadero, respondió al “¿Cómo te llamas?”, con un “Bob Dylan”, por primera vez en su vida. No pasaría mucho tiempo para que, al verlo, nadie le preguntara su nombre nunca más.
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Ya rasgaba la guitarra, ya daba vueltas por algunos bares, ya protagonizaba noches de bohemia, ya escribía algunas canciones, ya había confirmado su absoluto desarraigo con quien había sido antes y con todo su pasado, ya había consumido horas infinitas de discos y música que lo había transformado: folk, bluegrass, blues, jazz, country, góspel o rock. Pasaría pronto de la poesía de Dylan Thomas a la de Allen Ginsberg o Lawrence Ferlinghetti, además de la prosa de Jack Kerouac, a la que su propio errante recorrido parecía emular, viviendo su particular On the Road.
Cuando el futuro artista nació, la noche del sábado 24 de mayo de 1941, la Segunda Guerra Mundial ya aterraba al mundo. Pocos meses después, tras el bombardeo de Pearl Harbor, Roosevelt decidiría el ingreso de Estados Unidos al conflicto y la historia cambiaría para siempre. Para cuando el joven Robert Allen Zimmerman bordea los 20 años y llega a Nueva York, el mundo se ha encargado de sumergirse en nuevos trances. John F. Kennedy acaba de tomar el poder pocos días antes, la crisis con la Cuba de Castro es una alerta permanente, Malcolm X es un factor de tensión en la lucha por los derechos civiles que pronto empezaría a movilizar a miles por todo el país y la palabra “Vietcong” se hace parte del vocabulario cotidiano de los norteamericanos.
Seis meses antes de aquel momento en el que el joven Bob recorre Central Park o Times Square, había descubierto a un artista clave en medio de la amplia lista de voces y creadores cuya inspiración amalgamaba con su propio talento: Woody Guthrie, el artista folk y country que se había convertido en un emblemático representante de la canción social. Tras seguir el rastro de su vida rebelde, Dylan dio con él en el hospital Greystoke Plains, en Nueva Jersey. Como se informó antes de su endeble salud, sabía que no sería, sin embargo, el encuentro soñado en el que podría unir su voz o su guitarra a la del hombre que escribió en la suya “This Machine Kills Fascists” (Esta máquina mata fascistas) y que convirtió en himnos temas como This Land is Your Land, Tom Joad o I Ain’t Got No Home.
Guthrie apenas pudo reconocer en él a un heredero, escucharlo un poco, amagar algo parecido a una sonrisa. Llevaba cinco años aquejado por un mal degenerativo que le impedía ya tocar, componer o cantar: la enfermedad de Huntington. Aunque solo tenía 48 años, era un hombre abatido por la vida. Se vieron por primera vez el 29 de enero de 1961. Dylan, en realidad, lo había conocido tiempo antes, cuando leyó Bound for Glory, autobiografía de Guthrie en la que relata sus viajes como músico vagabundo en los días de la Gran Depresión. Quien comenzaba a escribir su propia historia, trataba de seguir cada uno de sus pasos.
How many roads must a man walk down/ Before you call him a man?
De la tierra a la luna
Poco antes de conocer a su héroe musical, al que visitó por varios días, cobijado por una familia amiga suya, había escrito “Song to Woody”, un tributo a sus primeras influencias musicales, como Leadbelly, Cisco Houston o Sonny Terry, además, claro, del propio Woody. Ese tema sería parte, poco más de un año más tarde, del primer álbum del artista. Al lado de Talkin’ New York fueron las únicas canciones que compuso para todo el disco.
Pronto empezó a recorrer los bares del Greenwich Village neoyorquino y tendría otros encuentros indispensables para definir su historia posterior. Uno de ellos sería con Pete Seeger, quien había tomado la posta de Woody Guthrie en la canción social y, a su vez, le daría la antorcha a Dylan. We Shall Over Come, uno de los himnos del Movimiento por los derechos civiles, tendría dos versiones muy aplaudidas: la de Seeger y la de Joan Baez, la maravillosa cantante folk que fue pareja de Dylan por aquellos años iniciáticos. “Well we are not afraid, we are not afraid/ We shall overcome someday” (“Bueno, no tenemos miedo, no tenemos miedo/ Algún día venceremos”), fue una línea cantada con particular emoción por toda una generación de americanos con consciencia social y política. A pesar de que en julio de 1965 Seeger tuvo una polémica con él cuando Dylan quiso dejar de lado el folk para emprender su transformación eléctrica –se esparció el rumor apócrifo de que el buen Pete había sacado un hacha para cortar los cables de sonido en plena actuación suya en el Festival de Newport, desesperado por el ruido-, ambos artistas sintieron mutua admiración hasta la muerte de Seeger, ocurrida el 2014, a los 94 años. De hecho, el mismo Seeger cuenta la verdad sobre este episodio en No Direction Home, el documental de Martin Scorsese sobre Dylan.
Para el momento de su llamada “controversia eléctrica” Dylan había lanzado ya Bringing it All Back Home, su quinto álbum, en el que ya empezaba a aparcar las guitarras acústicas en beneficio de un sonido más metálico y a matizar sus letras directas con otras de vuelo más poético o surrealista. Mr. Tambourine Man se sumaría entonces a una lista de clásicos que ya integraban Man of Constant Sorrow, House of the Risin` Sun, Blowin`in the Wind, Girl From the North Country, Masters of War, A Hard Rain´s a Gonna Fall, It Ain`t Me Babe o The Times They-are-a Changing, fuera en la voz de Bob o versionadas por otros artistas. Bob tenía solo 24 años, pero ya era reverenciado por el público en ambas costas de los Estados Unidos. A pesar de que su cambio de sonido le granjeó numerosas críticas y muchos de sus seguidores se sintieron decepcionados hasta el punto de llamarlo “Judas”, el músico de Duluth, Minnesota, tendría nuevos ases bajo la manga. El primero de ellos, Like a Rolling Stone, lanzada precisamente a mediados de 1965. Ya se le reconocía como la consciencia colectiva de América y eso lo abrumaba. Sus letras eran sociales, políticas, combativas, pero Dylan buscó siempre alejarse de las etiquetas y los convencionalismos.
“La escena de la música folk había sido como un paraíso que debía abandonar, del mismo modo que Adán abandonó su jardín. Era demasiado perfecto. En unos pocos años se iba a desatar una tormenta de mierda, las cosas empezarían a arder”, escribió el artista sobre esos días, años más tarde, en el primer volumen de su libro Crónicas.
En el Nueva York de inicios de los 60 también estrechó amistad con el poeta beat Allen Ginsberg -aquel que, según escribió en su célebre Aullido, “vio a las mejores mentes de su generación destruidas por la locura”-. Este libro se sumaría entre sus principales influencias poéticas, al lado de Un Coney Island de la mente, de Lawrence Ferlinghetti o Gasolina, de Gregory Corso. A juzgar por Tarántula, el libro de Dylan de prosa experimental, también había sido influenciado por el trabajo de William Burroughs, autor de libros inclasificables como El almuerzo desnudo o Yonqui. El periodista Al Aronowitz fue el responsable de presentar a Ginsberg con Dylan en 1963. “Pensé que solo era un cantante de folk y temía convertirme en su esclavo o algo por el estilo, en su mascota”, confesó el poeta tiempo después sobre aquel encuentro. Sin embargo, a los pocos días, tras verlo en un concierto en Princeton, cayó rendido a su talento y su amistad se hizo mucho más cercana. De hecho, en 1966, cuando Dylan sufrió el grave accidente de moto que, según varias leyendas, casi lo deja paralítico, Ginsberg lo visitó varias veces, llevándole libros de Henry Miller o Arthur Rimbaud que también influirían en sus futuras composiciones. Después de todo, Dylan había pasado su propia Temporada en el infierno.
Come writers and critics/ Who prophesize with your pen/ And keep your eyes wide/ The chance won’t come again…
Más allá de los hippies
“No hay un modo de alabar adecuadamente ni con precisión a Bob Dylan. Es el Homero de nuestro tiempo. El próximo Bob Dylan no aparecerá hasta dentro de uno o dos milenios más, lo que hace altamente improbable que vuelva a suceder nunca”, escribió el músico T Bone Burnett en el prólogo de “Rolling Thunder, con Bob Dylan en la carretera”, la crónica que escribió Sam Shepard sobre la gira que emprendieron por 22 ciudades del Noreste de Estados Unidos en 1975, que marcó la presencia de otros colegas suyos como Joni Mitchell, Mick Ronson, Arlo Guthrie –hijo de Woody-, Ramblin` Jack Elliot, Joan Baez o Roger McGuinn, líder de The Byrds, además de Muhammad Ali y el omnipresente Ginsberg, quien cantaba mantras y escribía poemas mientras alrededor todos se volvían locos.
“Ahora eso es polvo y es ceniza/ ahora eso es sólo piel humana/ Esto es para ti Bob Dylan/ un poema por los laureles que ganaste”, le escribió Ginsberg, quien soñó algún día ser estrella de rock, al cantante, que ya lo era. En 1971, ambos se reunieron para grabar algunas canciones, y terminaron conversando sobre el gobierno de Nixon, la guerra de Vietnam o los derechos de la comunidad gay, a la que pertenecía el poeta beat. El trabajo fue reeditado en un box set y disco doble el 2016 con el nombre de Allen Ginsberg First Blues. “Aunque la gente no quiera reconocerla como poesía clásica, yo estoy seguro de que Bob Dylan estará en las antologías de poesía dentro de cien años”, llegó a decir Ginsberg, fallecido en 1997, mucho antes de que pudiera siquiera sospecharse que Dylan obtendría el Premio Nobel de Literatura. Cuando murió, el músico le dedicó el tema Desolation Road en su siguiente concierto.
Los años 60 estuvieron llenos de aventuras. Al Aronowitz, el periodista que le presentó a Ginsberg, también fue responsable de otro encuentro memorable. Fue el 28 de agosto de 1964, en una suite del hotel Delmonico, de Nueva York. “¿Cómo que no?”, fue su primera reacción, después de que Brian Epstein, el manager de cuatro muchachos que acababan de llegar de Liverpool, le dijera que nunca habían fumado marihuana, mientras Bob Dylan les ofrecía un porrito que los visitantes, unos tales John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr, degustaron con voraz curiosidad. Hasta ese día, Dylan había creído escuchar una referencia a la hierba en I Want to Hold Your Hand, según cuenta el libro “Un día en la vida, qué cantaron los Beatles”, del escritor uruguayo Hugo Burel. Creyó que en la parte en la que decían “I can`t hide”, decían realmente “I get high”.
“Conocieron a un artista que iba a influenciarlos no solo en lo musical –y esa influencia fue mutua-, sino también en la concepción de las letras de sus canciones”, anota Burel. Las primeras muestras de esa influencia se notaron en el siguiente álbum de los Beatles, Help, en la composición que da nombre al álbum o en You`ve Got to Hide Your Love Away. Meses más tarde, con Rubber Soul, darían el salto definitivo a otro nivel de composición y de sonido.
“John descubre en la poesía del cantante de protesta estadounidense un realismo y un compromiso que le transportan y le permiten por primera vez expresar sus verdaderos sentimientos”, indica “Todo sobre los Beatles. La historia de cada uno de sus 211 canciones”, de los franceses Jean Michelle Guesdon y Philippe Margotin.
“”Bueno muchachos, traigo muy buena yerba”, nos dijo. ¿Cómo podía caerte mal un tipo así? Creía que tomábamos drogas. Fumamos y nos reímos toda la noche. Bob se la pasó contestando el teléfono de la habitación con la frase “Aquí la Beatlemanía al habla””, recordó Lennon tiempo después.
Además de con John, la conexión fue particularmente importante con George Harrison, con quien a fines de los 80 Dylan formaría el súper grupo Traveling Wilburys, al lado de Roy Orbison, Jeff Lynne y Tom Petty.
I am a man of constant sorrow/ I’ve seen trouble all my days
Los tiempos están cambiando
A pesar de que varias de sus referencias más notables nos lleven casi siempre hacia los años sesenta, lo cierto es que Bob Dylan supo mantenerse activo y vigente en las décadas posteriores. En los 70, además de participar en la ya comentada gira Rolling Thunder Revue (1975), impulsada por la detención del boxeador Hurricane Carter, a quien le dedicó una canción y por cuya libertad hizo activismo, también apareció en el Concierto por Bangladesh (1971), evento benéfico organizado por su amigo George Harrison, donde compartió escenario con Eric Clapton, Ringo Starr o Leon Russell. En 1976 participaría en The Last Waltz, el histórico concierto de despedida de The Band, grupo emblemático de country rock que lo acompañó desde su primera gira eléctrica por Norteamérica y Europa, vivió cerca de él en Woodstock durante los años en que grabaron The Basement Tapes, participó a su lado en el Festival de la Isla de Wight (1969) o en la grabación del álbum Planet Waves (1974).
Aunque mantuvo buenas relaciones con todos los miembros del grupo (Rick Danko, Levon Helm, Garth Hudson, Robbie Robertson y Richard Manuel), fue clave la comprensión que encontró en Robertson, guitarrista y compositor principal, quien participó en la grabación del disco Blonde on Blonde, al lado de su compañero Rick Danko. Dylan y Robertson compartirían amistad y bohemia en el Nueva York de aquel entonces y otras noches de locura en distintas ciudades del mundo. Curiosamente, aún hoy Robertson sigue en el mundo de la música, pues asesora como productor, compositor y supervisor de bandas sonoras, entre muchos otros, a Martin Scorsese, quien dirigió la película documental The Last Waltz en 1976 y otros documentales sobre Bob Dylan, Harrison, Clapton o los Rolling Stones, un mundo aparte al de sus grandes filmes. Una anécdota sella la amistad con el de The Band: en medio de la gira desquiciada con la que Dylan inauguró su electrificación, Robertson lo sacó de una tina en la que se había desmayado, atiborrado de anfetaminas, salvándole así la vida –y, con ello, el futuro de la música popular contemporánea-.
El año pasado, coincidiendo con el lanzamiento de Rough And Rowdy Ways, el más reciente álbum de estudio de Dylan –el número 39, para ser más exactos-, apareció también Once Were Brothers, un documental sobre The Band producido también por Scorsese.
Los años 70 le permitieron conocer a otro hombre cuyo talento estaba tras las cámaras: Sam Peckinpah, cineasta tan legendario como beodo, responsable de obras maestras como La pandilla salvaje. “¿Quién demonios es Bob Dylan?”, fue lo primero que refunfuñó al verlo aparecer en el rodaje de Pat Garret & Billy the Kid (1973), adonde llegó a través de sus amigos Kris Kristofferson –quien interpretaba al bandolero- y Rudy Wurlitzer, guionista del filme. Por supuesto que Dylan era ya una estrella de la música, pero Peckinpah vivía en su propio mundo. Convencido por sus colaboradores, se sentó a esperar lo que el autor de Just Like a Woman había preparado para la película. Dylan había leído el guion y quería unirse al proyecto. Tras escuchar el tema “Billy”, Peckinpah dejó de lado su escepticismo. No solo le encargó la banda sonora del filme, sino que le dio un pequeño papel, con un personaje llamado “Alias”. Para aquel álbum compuso su hoy clásico Knockin’ On Heaven’s Door.
Mama, take this badge from me/ I can’t use it anymore/ It’s getting dark, too dark to see/ Feels like I’m knockin’ on Heaven’s door
Tiempo fuera de la mente
Durante los años 80, Dylan experimentó un declive comercial, pero no creativo. En 1978 había escrito –junto a Sam Shepard-, protagonizado y dirigido Renaldo & Clara y en 1985 cantó en el video de We Are The World, sobre cuya participación hoy se hacen memes o gifs, pues entre cada “Just You And Me” que le toca decir se le ve extraviado, incómodo, en otra. En 1987 actuó en Hearts of Fire y comenzó sus andanzas casi casuales junto a los Traveling Wilburys, con temas como Handle With Care, que grabaron en pocas horas en el estudio de Dylan en Malibú. Por estos mismos tiempos colaboró también con Jerry García y Grateful Dead. En 1988 fue introducido en el Salón de la Fama del Rock and Roll por Bruce Springsteen, uno de sus “alumnos” más exitosos. En 1991, Jack Nicholson fue encargado de darle el premio Grammy a su carrera (ha ganado otros 10). El nuevo siglo lo comenzó obteniendo el Oscar y el Globo de Oro por Things Have Changed, canción compuesta para el filme Wonder Boys. Álbumes como Time out of Mind (1997) o Love and Left (2001), marcarían esta etapa. Hace unos años, y para sorpresa de sus seguidores, versionó a su manera antiguos éxitos de Frank Sinatra.
“Ni una sola vez he tenido tiempo de preguntarme: “¿Son mis canciones literatura?”, fue una de las frases que dedicó en agradecimiento a la Academia Sueca que le otorgó el 2016 el Premio Nobel de Literatura, redefiniendo las fronteras de ese oficio, como antes hiciera tantas veces con las de la música. Antes, el 2007, le fue otorgado el Príncipe de Asturias y, el 2008, obtuvo un Pulitzer. Además, Barack Obama le dio el 2012 la Medalla de la libertad. A estas alturas, parece que los premios sacan lustre con su nombre y no al revés.
Cómo él con sus canciones, muchos no hemos tenido tiempo de preguntarnos adónde nos lleva la voz de Bob Dylan desde hace tantos años. ¿Qué universos vemos gracias a sus letras? ¿Hacia qué inexplorados territorios vamos mientras escuchamos a este hombre que recogió las tempestades de los años 60 en su juventud, erigiéndose como la consciencia colectiva de todo un país, muy a pesar suyo? Bob Dylan supo aventurarse y cambiar, innovar, modificar su sonido, reinventar su propia voz y asimilar a su música la gran tradición de la canción americana en todas sus facetas, convirtiéndose en una de las más grandes influencias de la historia de la música contemporánea, para músicos posteriores de diversos orígenes, tendencias y géneros. En los 60 y 70 no hubo cantante de rock o folk que no respirara su aliento musical. Hoy, su herencia está por todos lados.
Y pensar que apareció por primera vez en escena con un look entre ajeno, cínico y relajado, a ratos antipático, a ratos snob, a ratos profundo, a ratos, sencillo. Parecía salido de La Dolce Vita o de una película de la Nouvelle Vague. Una camisa, un jean, el pelo siempre alborotado, una guitarra, la armónica colgada sobre su cuello con un adminículo que le permitía, además, tocar y cantar sin tener que sostenerla permanentemente con las manos.
Recientemente, el artista vendió el catálogo completo de sus canciones por 400 millones de dólares a Universal Music. También se anunció que en mayo del 2022 se abrirá un museo dedicado a él en Tulsa, Oklahoma, The Bob Dylan Center, que tendrá más de 100 mil artículos suyos. A sus 80 años, Dylan es ya un tótem, patrimonio cultural del mundo, arqueología viva para nuevas generaciones.
Quizás es un profeta, pero también un ilusionista, un enigma permanente. Quizás sea también el hombre que, según algunos biógrafos, miente sobre su propia vida, o el huraño que evade al mundo o el arrogante que desafía a los periodistas o el sonriente confiado cuando está rodeado de artistas o amigos. Quizá aún conteste, como hizo en los 60, cuando le preguntaron si se consideraba, fundamentalmente, un cantante o un poeta: “No me llamo poeta porque no me gusta la palabra. Soy un artista del trapecio”.
How does it feel?/ How does it feel to be on your own/ With no direction home
Tesoro Escondido
Los tesoros de Bob Dylan (Brian Southall)
Una joya editorial que permite hacer un completo recorrido por la vida de Dylan a través de textos sobre las etapas más destacadas de su carrera, la intimidad de la composición, la locura de las giras, sus aspectos políticos, así como detalles de su discografía y fotografías poco vistas. Incluye posters, tickets y flyers de conciertos históricos.
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