“Ni una vez he tenido tiempo para preguntarme a mí mismo, ¿son estas canciones literatura?”, se interrogó en el discurso grabado que envió a Estocolmo como primer compositor en ganar el Premio Nobel de Literatura en 2016. Muy a su estilo, dejó la respuesta flotando en el aire. E inmediatamente volvió a lo suyo: grabó una trilogía de covers inspirados especialmente por Frank Sinatra. Son discos de crooner. Talleres de vocalización como trucos para una voz ya desgarrada por el síncope del Misisipi, cuyo último referente será un deleite tierno y feroz, gradualmente oscuro y cargado de polvo en los pulmones: “Tempest”, 2012.
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Hasta la medianoche del 27 de marzo cuando, con la primera cima de muertos por la pandemia, dejó caer “Murder Most Foul”, una canción de casi 17 minutos basada en la alucinante historia de los EE.UU. El 17 de abril soltó “I Contain Multitudes” y el 8 de mayo “False prophet”. Historias de gángsters, ladrones y pecadores. Canciones escritas ‘a tres millas al norte del Purgatorio, a un paso del más allá’. Y luego dijo que se trataba de un esférico con 10 canciones llamado “Rough and Rowdy Ways”, su álbum 39 de estudio. E inmediatamente quedaría claro que sus maneras no eran ni tan ásperas ni tan ruidosas.
Meditabundo. Ambiguo. Desconcertado. Ingenioso. Picaresco. Mordaz. Todo un viaje rico en imágenes. Una travesía soporífera como un guiño a su discurso de aceptación del Nobel. Un largo poema épico de sustrato folklórico, literario y rozamientos pop alargándose sobre destartaladas canciones con mínimas melodías acústicas. Balanceándose como un trasatlántico de precaria estabilidad. Bajo un cielo cargado de esas inmensas preguntas celestes que atormentan al norteamericano promedio, empezando por el apocalipsis global. El cronómetro de un verano con plaga, cuarentena, ciudades en llamas y teléfonos malogrados. Un clásico instantáneo viajando majestuosamente por la tempestad.
El relámpago de su voz
El disco inicia con “I contain multitudes” (4′36″), verso de Walt Whitman que lastra una no-canción declamada con voz pastosa: “Llevo cuatro pistolas y dos cuchillos grandes / soy un hombre de contradicciones / soy un hombre de muchos estados de ánimo / que contengo multitudes / lobo viejo y codicioso, te mostraré mi corazón / pero no todo, solo la parte odiosa”. Una letanía infestada de referencias a Ana Frank, William Blake, Indiana Jones, Poe, The Rolling Stones, Chopin y Beethoven. Y una frase letal: “Duermo con la vida y la muerte en la misma cama”. ¿Piensas a menudo en la muerte?, le preguntó hace cuatro días Douglas Brinkley del New York Times. “Pienso en la muerte de la raza humana, en el largo y extraño trayecto del simio desnudo”, contestó.
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El encaje es con “False Prophet” (6′), blues crudo de un zahorí solitario que le canta al amor y a la traición desde las altas montañas para vengarse haciendo rodar la cabeza de alguien. “Abre tu boca / la llenaré de oro / no soy un falso profeta / no soy la novia de nadie / no puedo recordar cuándo nací / y olvidé cuándo morí”, remata. En “My Own Version Of You” (6′41″) canibaliza al doctor Frankenstein para un cuento macabro en el que crea ‘mi propia versión de ti’. Hasta el cierre de esta edición no se había puesto en rotación “I’ve made up my mind to give myself to you” (6′32″) y Black rider (4′12″).
Se sabe, eso sí, que bucea nuevamente en el blues del Misisipi con Goodbye Jimmy Reed (4′13″). Que “Mother of muses” (4′29″) llega orlada de coros góspel y militares. Que en Crossing the Rubicon (7′22″) corta con un cuchillo torcido al Señor y se para entre el cielo y la Tierra para cruzar el gran río romano. Y que la épica “Key west (Philosopher’s Pirate)” viaja durante 9′34″ sobre el desesperado acordeón negro de Donnie Herron evocando el clima elegíaco de Robert De Niro al final de The Irishman antes de narrar una agónica trayectoria a Florida en homenaje a Ginsberg, Corso y Kerouac, los tres jinetes del apocalipsis beat.
A sangre y fuego
Pero serán, sin duda, los 17 minutos de “Murder Most Foul” los que rematen el disco con un golpe seco para que crujan los cimientos de la vieja Norteamérica. Usufructuando el título a Hamlet —”Shakespeare, esa reina delirante con cerebro cósmico de anfetamina”, dijo hace años—, reformula el asesinato de John F. Kennedy para construir una canción como probablemente lo hacían los griegos enfrentados a la tragedia. Contra el telón de fondo de un cielo gris, Dylan despliega un piano y un violonchelo para erosionar el tempo de la canción, infestarlo de rimas y estirar la flecha del tiempo en una letanía de mitos e íconos nacionales que se precipitan en una especie de fulgurante sopor sobre la memoria cultural.
¿Escribiste “Murder Most Foul” como una alabanza nostálgica dedicada a un momento que quedó en el pasado? “Para mí no es nostálgica. No creo que sea una idealización del pasado ni algún tipo de celebración de un momento desvanecido. A mí me habla del presente. Siempre fue así”, le contestó al NYT. Es la música como bálsamo y temblor. Son John Lee Hooker, Etta James, Thelonius Monk, Dickey Betts, Bud Powell, Lindsey Buckingham, Stevie Nicks y Little Richard. Pero también Ricardo III, Julio César y Macbeth. Es la tristeza irrevocable. Es viajar en blues por la Highway 61 del Delta del Mississippi a Chicago. Es el twang de Nashville y doo-wop anterior a los años sesenta.
Pero es, sobre todo, la auto-mitología del escritor. El homicidio lírico en forma de sabiduría salvaje y misterio oscuro. Al mismo tiempo cautivante y aterrador. Ha tenido que pasar toda una vida para que una construcción descomunal, ciclópea y sobrecargada escale hasta la cima. ¿Te sorprendió que fuera tu primer número uno en Billboard? “Me sorprendió, sí”, dice. Y en su voz sigue sangrando el blues de Junior Wells. De Muddy Waters. De la Butterfield Blues Band, su vieja corte de Newport. Con el pulso suave y somnoliento. Con el filo de una cuchilla de afeitar que trabaja con la precisión de un microscopio.
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