Dedos para escribir canciones. Dedos para dar la mano, para acariciar, para aplaudir, para preparar la siguiente dosis. Dedos para aferrarse a un instrumento como si su vida dependiera de ello, como si necesitara un peso que lo retuviera en la tierra para no ascender, ingrávido, mientras hace música. Dedos para aprender, para firmar contratos, para señalar un camino en cinco sentidos, diez sentidos, un caleidoscopio de sentidos. Dedos para expandir la conciencia. Dedos para iniciar viajes espaciales sin moverse de su sitio. Dedos para ser un equilibrista que camina sobre ellos mientras da la vuelta al mundo ejecutando un solo de fuego inextinguible. Dedos, en fin, para tocar una guitarra.
La primera vez que recibió una eléctrica fue, muy probablemente, un día como hoy, pero de 1959, cuando su padre le obsequió una Supro Ozark de 1957, que le costó 89 dólares en Myers Music Shop en Seattle, tienda que se haría legendaria. Entonces, la acústica que se había comprado él mismo antes, inspirado por Robert Johnson, Howlin´ Wolf, Muddy Waters, Albert King o Chuck Berry, evolucionó con él. Ya no fue solo viento: fue también rayos y truenos.
Seattle, la ciudad que lo había visto nacer en noviembre de 1942, liberaría los ecos furiosos de sus primeros jammin´s, por las mismas calles en las que, casi 50 años después, haría lo propio con Cobain, Vedder, Staley o Cornell. Desde el grito primario a la sicodelia, y de esta al grunge, hay un solo incendio que devora las entrañas.
Fue largo el camino que tuvieron que recorrer sus dedos sobre las cuerdas hasta alcanzar la destreza suficiente. No bastaba el estricto cumplimiento de las leyes gravitacionales que definen la relación de las yemas con el nylon. No bastaba borrarse las huellas digitales como quien le traspasaba a la guitarra su propia identidad. Se necesitaba ritual, fuego y sacrificio. Sudor, noches insomnes y dispararse hacia otros planetas, cohete con combustible de colores. Los sonidos que salían de su guitarra no podían pertenecer a esta tierra. ¿De dónde los traía si solo cerraba los ojos mientras tocaba, casi quieto, solo preso de ciertos espasmos y contracciones? Su trance era nuestra hipnosis. Lo es aún. La vaga ilusión por descubrir ese misterio es, quizás, una de las razones por las que 8 millones y medio de oyentes al mes eligen a Jimi Hendrix, un artista hecho niebla hace 52 años, como soundtrack de sus vidas, según cifras de Spotify. Y eso que no contamos las veces que aún suena, alma que pugna por volver a la tierra, a través del CD o el vinilo en anónimos reproductores o tornamesas.
Hey, Jimi
¿Qué parlante interior transmite riffs como los de Crosstown Trafiic, Voodoo Child, All Along The Watch Tower o Purple Haze para llevarlos desde su cerebro hasta sus dedos y desde ellos al aire, a su crujiente imposición sobre el silencio, a los cerebros de quienes las oyen para nunca ser nuevamente las mismas personas?
Una noche de setiembre de 1966, Chas Chandler, bajista de The Animals reconvertido en manager emergente, se preguntó lo mismo. Llegó hasta el Café Wha? del Greenwich Village neoyorquino para conocer al virtuoso guitarrista del que le habían hablado. Un muchacho de 24 años que había tocado con The Isley Brothers, Little Richard o Curtis Knight. El Café Wha? fue el lugar en el que Dylan tocó por primera vez en 1961 al llegar a Nueva York tras tirar dedo por medio país. Richie Havens había oído al joven Jimi Hendrix, le consiguió una audición y sus dedos hicieron el resto.
“La primera canción que Jimi tocó fue “Hey, Joe”, y me quedé. ¿sabes? Ni me enteré del resto de la actuación. Lo que vi fue un virtuoso de la guitarra, vi al mejor guitarrista que había visto en mi vida”, narró años después Chandler, que, para aquella noche, sumaba muchas de desvelo, obsesionado por encontrar a la persona adecuada para tocar esa misma canción. Lo halló hecho falanges, uñas y carne. Ver a Hendrix fue una señal, una revelación. Chandler le ofreció llevarlo a Londres para prolongar la epifanía y Jimi puso una condición: debía conocer a Eric Clapton. Poco después, el 1 de octubre, estaba tocando junto a él y su banda Cream en la Universidad de Westminster. Su Fender Stratocoaster –prestada temporalmente por Keith Richards, a través de su novia Linda Keith, amiga de Hendrix y musa de “Ruby Tuesday”- estuvo frente a frente a la Fender Stratocoaster de Clapton. Él era Slow Hand, era Dios, el hombre cuyas líneas de la vida eran cuerdas de nylon haciendo música desde sus palmas, desde su carne en combustión. El recién llegado era la combustión misma. El hombre al que la guitarra tenía que tocar para poder tener vida y aullido propios. Uno que le devolvía los mimos estimulándola con todo el cuerpo, lamiéndola, frotándosela, mordiéndola, cambiándosela de brazo, meneándola entre sus piernas, de espaldas, con fuego.
Tras sobrevivir a aquella función –Clapton diría más tarde: “Se fue [del escenario] y mi vida nunca volvió a ser la misma”-, Jimi Hendrix pasaría los siguientes 4 años sorprendiendo al público mientras exhibía desde el escenario, impúdico y letal, la pasión erótica que vivía con su instrumento, que no era otra cosa que la continuación de sí mismo. Porque en la cumbre de su talento estratosférico, era un amante y un onanista al mismo tiempo. Jimi Hendrix era a la guitarra lo que en aquellos mismos años era Hugh Hefner a Playboy: el único que pudo desnudarla por completo, y con ella a sus propios demonios interiores.
Jimi Hendrix lanzó apenas tres discos en los cortísimos 4 años que duró su carrera. Como un solo de guitarra con los ojos cerrados que se pasa muy deprisa. Apenas una última performance en el Hotel Samarkand, en Notting Hill, la noche del 17 al 18 de setiembre de 1970, quedaría como eco final. Y una suposición, como llama postrera del infierno forestal que fueron sus 27 años de existencia: que en medio del sueño de barbitúricos y vino en el que partió, un último impulso moviera quizás sus dedos en el aire para tocar, una vez más, su guitarra. Como si fuera a salvar su vida gracias a una Stratocoaster, una Gibson Les Paul, una Guild Starfire V o una Fender Jazzmaster, algunas de las guitarras que tocó. Dedos. Dedos para aferrarse a un instrumento como si su vida dependiera de ello, como si necesitara un peso que lo retuviera en la tierra para no ascender, ingrávido, mientras hace música. Si hoy realmente pudiera cumplir los 80 años, ¿Seguiría quemándolas?
“Quiero hacer una música tan perfecta que se filtre a través del cuerpo y sea capaz de curar cualquier enfermedad”, dijo alguna vez. El día que Jimi Hendrix no volvió a mover los dedos, se murió un poquito más el mundo. Felizmente, no fue para siempre, porque, a la manera de Johnny Carter/Charlie Parker, el protagonista de El Perseguidor, el famoso cuento de Julio Cortázar, temas como Hey, Joe, All Along The Watch Tower, Fire, The Wind Cries Mary, Wild Thing o Purple Haze, Jimi los está tocando mañana. Ya los tocó mañana.