Ver cantar a La Lupe era una experiencia religiosa. “Igual que en un escenario/ finges tu dolor barato. / Tu drama no es necesario/ ya conozco ese teatro”, dice la letra de uno de sus boleros más emblemáticos. Uno de esos que Pedro Almodóvar rescató para su cine cuando la estrella ya se tambaleaba hacia el abismo y el aparente olvido. La Lupe fue demasiado grande para su época. Incluso hoy sigue siendo una cantante del mañana, un fuego, un sol, una explosión, la tentación de convertir la música en ceremonia y ritual de lo prohibido. “Hoy tengo al diablo en el cuerpo/ me abraza la fiebre de tu amor”, cantaba. Y no mentía.
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Nacida en Santiago de Cuba el 23 de diciembre de 1936, La Lupe se especializó en el bolero, pero tuvo que ver con la guaracha, la salsa, el boogaloo, el mambo, la rumba, el latin soul, el rock, el funk, la santería o el culto pentecostal. Después de todo, para ella el ritmo era una cuestión de fe.
Cuando La Lupe aparecía en escena, su voz se apoderaba del alma de su público mientras ella hacía combustión espontánea, desdoble, desaparición y aparición, se suspendía en el aire, rompía cadenas bajo el agua. Todos los milagros eran posibles ante su presencia incandescente. Cada concierto suyo era un acto de prestidigitación. El espíritu de su canto era tan potente que se apropiaba de ella misma como si fuera un alma extranjera, proveniente de un cuerpo ajeno, quizás celeste. Cuando interpretaba, La Lupe parecía enloquecer, gritaba, gemía, susurraba, se mordía, se tocaba los pechos, golpeaba las paredes o se golpeaba contra ellas, se quitaba bufanda, casaca, moños, collares o pulseras, lanzaba sus zapatos lejos de sí, se jalaba los pelos. Seducía e intimidaba. Encandilaba y asombraba al mismo tiempo. Los ecos de ese asombro crearon el falso mito de que se desnudaba en escena o en televisión, poseída por los orishas, reavivados en su propio canto. Se decía que había hecho pactos extraños, promesas prohibidas con el más allá. O que las drogas destruían su arte desde adentro. ¿Cómo entender a una cantante así en el contexto de los años 60? 60 años después de aquellos días, muchos se lo siguen preguntando.
Mujer de fuego
“La Lupe fue única en su clase. Antes de salir de Cuba para los Estados Unidos ya daba señales de que se trataba de una cantante intensa en cuerpo y voz. En New York la recibió Mongo Santamaría y fue con Tito Puente, en los 60, que se hizo conocida. Era arrebatada en su canto y en su forma de ser, lo que le causó problemas y rechazos entre sus colegas”, nos dice Eduardo Livia, especialista en el género y director del portal Radio El Salsero. Y así fue. Lupe Victoria Yoli Raymond dejó atrás el pequeño pueblo de San Pedrito, en el oriente cubano –”Era tan chiquito que nadie lo conocía hasta que yo salí de ahí”, llegó a decir- y su carrera como maestra –exigida por sus padres para que pudiera cantar-, para afincarse en La Habana a fines de los 50, casi en coincidencia con el fin del gobierno de Fulgencio Batista y el inicio de la Revolución. Un tiempo de tiroteos, patrullas, alarmas o explosiones. Como ella misma.
No pasó mucho tiempo hasta que La Lupe empezó a devorarse, desde cada club o cabaret, a una de las ciudades con mayor vida nocturna del mundo. Por esto mismo, tampoco pasó mucho tiempo hasta que se vio obligada a dejar la isla. “La Lupe está quitando la atención de la gente sobre mí”, habría dicho Fidel Castro, según la leyenda. Aunque al principio acomodó su estilo al de Olga Guillot, pues ganó un concurso de imitadoras, la popular “Reina del bolero” le aconsejó que hallara su propio camino. “Ella llegó preciosa, jovencita como yo, lindísima, muy alegre, luego la escuché cantar y dije wow (…) Le dije, mira, olvídate de Olguita Guillot. Busca tu estilo. Busca tu personalidad”, confesó la propia Guillot años después.
“La Lupe no fue una cantante, La Lupe es una leyenda. Comenzó en La Habana de finales de los cincuenta, cuando por un momento que duró más de un momento, convivieron la construcción y la destrucción. La Lupe era, musicalmente, la destrucción y la construcción al mismo tiempo”, escribió sobre ella su compatriota, el escritor Guillermo Cabrera Infante, quien disfrutó sus performances por aquellos días en el cabaret La Red y supo llamarla también “fenómeno fenomenológico”.
Una de esas noches coincidió con el pianista Homero Balboa, que recordó una anécdota con ella en el documental La Lupe: Queen of Latin Soul (Ela Troyano, 2008). La primera noche que se presentaron juntos él le preguntó qué quería cantar. “Ódiame”, dijo La Yiyiyi en referencia al vals peruano. “¿En qué tono?”, pregunta el pianista. “En sol”, responde ella, lo que llamó su atención porque, según su experiencia personal, los cantantes no conocían los tonos. Pero empezó a tocar y ella no cantaba. “¿Puedes tocar más rápido?”, le consultó. Así lo hizo. Pero ella no cantaba. “¿Más rápido todavía?” Lo hacía, pero nada. “¿Puedes aún más rápido?” Y apenas Balboa comenzó con su máxima velocidad, La Lupe arrancó a cantar como si estuviera bajo hipnosis, reinventando aquella composición de Rafael Otero sobre el poema “Último ruego” de Federico Barreto. “Y cuando me toca a mí hacer el solo, ella comenzó a dar gritos, alaridos, a gemir. Tanto que ya no quería tocar porque no se me oía nada. Yo no sabía si le pasaba algo o estaba en trance, pensé que nos iban a matar a todos por sus alaridos, pero cuando terminó de cantar todo el mundo la aplaudió. Ella hacía cosas que, si le gustaban al público, las repetía. Si ella se quitaba un zapato y me daba en la cabeza y la gente se reía, todos los días me hubiera dado con el zapato en la cabeza”, contó Balboa con una sonrisa. “Ódiame por piedad yo te lo pido/ ódiame sin medida ni clemencia…”
La Lupe grabaría ese tema, pero no sería ese su único vínculo con el Perú. En el LP “La Lupe y su alma venezolana”, incluiría también La flor de la canela de Chabuca Granda en una versión estremecedora. Su vínculo con nuestro país fue, sin embargo, circunstancial. “La Lupe nunca vino al Perú –nos dice Eduardo Livia-. Es probable que haya tenido amigos peruanos en New York, pero en todo caso su vínculo con nuestro país fue mínimo. Con respecto a “La flor de la canela”, esa grabación estuvo incluida en un LP publicado por la disquera norteamericana Tico en 1966. Como su nombre lo indica, se supone que era un álbum con temas venezolanos. Incluso los instrumentos le dan un aire típico a esa grabación, diferente al estilo afrocaribeño que predominó en su música”.
Desde esa Habana en la que ella aprendió a vibrar con los toques de santo propios de la santería, el jazz, el Great American Songbook, los crooners, la ranchera, el tango, la música flamenca, las rumbas de barrio o las congas carnavaleras, La Lupe voló a Nueva York para convertirse definitivamente en una estrella.
Todo el mundo tiene fiebre
“La Lupe no cantaba ni actuaba, sino que daba una demostración demasiado frecuente de sadismo, masoquismo y sentido del ritmo que mantenía a los espectadores -la mayoría viéndola de pie, el local de “bote en bote en un final”, como lo describía la propia cantante- presa de una fascinación casi malsana”, escribió Cabrera Infante sobre las noches cubanas que la convirtieron en la primera voz de ese país, a pesar de la competencia de otros talentos como la legendaria Celia Cruz o Freddy, fallecida joven a causa de su sobrepeso.
Ese talento inmenso fue el que ella se llevó a Estados Unidos, donde pronto dijeron que era una mezcla de “Sex, fire, soul and voodoo”. En 1963 graba “Mongo Introduces La Lupe”, opaca la fama de Celia y forma un tándem eterno junto al mejor amigo que tuvo en la música: Tito Puente. Ahí empezó a desarrollar un repertorio que volaba, indistintamente, del español al inglés, aunque no dominara este último idioma.
En mayo de 1966 se presenta por primera vez con la Orquesta de Tito Puente en el Carnegie Hall en el II Festival Cubano, al lado de Miguelito Valdés, Celia Cruz y La Sonora Matancera, Belisario López, La Orquesta Broadway o Machito. En 1970 y 1971 volvería a llenar y causar sensación en ese mismo lugar. Canciones como La tirana, Puro teatro, El carbonero, Silueta o su versión de Fever llamaron irremediablemente la atención. En 1973, se presentó en el Madison Square Garden. Vendía abundantes discos y había acumulado una importante fortuna, caracterizada por la extravagancia y la ostentación.
Su vida personal, sin embargo, parecía ser el combustible que la llevaba al borde de la histeria mientras cantaba. Con los años se acercó cada vez más a la santería y en ello invertía tiempo y dinero. Su práctica le hizo fama de hechicera, aunque en realidad fue su fuerte vocación religiosa la que la alejó de los excesos que marcan divergencias en su biografía. Mientras ex colaboradores y amigos como Tite Curet Alonso sostienen que Lupe estaba obnubilada por diversas sustancias, otros aseguran que en realidad no consumía heroína, marihuana o cocaína. Sin embargo, el paso de los años fue cruel con ella y mostró
una imagen cada vez más desmejorada. Su segundo esposo sufrió una esquizofrenia que tardó en diagnosticarse. La agredía constantemente y el tratamiento le costó una fortuna. Su afición por los santos y las velas le costaría otro drama, años más tarde, pues un incendio acabaría con su casa y tendría que organizar un evento benéfico para salir adelante. Se rodeó, además, de gente de malvivir. Con todo esto tras bambalinas, no era difícil imaginar que su carácter tampoco fuera el mejor con quienes la rodeaban. La Yiyiyi, una persona dulce, considerada, noble y cariñosa, gastaba muchísimo dinero en ropa, autos y joyas, como si el consumismo fuera su terapia para olvidar.
El ascenso a la fama de Celia Cruz marcaría la caída de La Lupe. Ambas coincidirían en el sello Fania, pero a inicios de los 70 parece que solo había espacio para una reina. Los productores prefirieron el azúcar a la fiebre. Aunque hay versiones que señalan a Cruz como la responsable directa de la salida de su colega, después de que esta involucrara a su esposo Pedro Knight en prácticas espiritistas, no han sido confirmados. De hecho, Cruz se refiere en buenos términos sobre La Lupe en distintas entrevistas.
“Y yo que le daba todo/ A mi jefe Tito Puente/ Se me fue con la del frente/ Y solita me dejó”, cantó, directa, La Lupe, cuando Puente prefirió trabajar con Celia Cruz que con ella.
“Al descargar, al hablar, era como una especie de rapera anticipada (…) En medio de eso estaba el mundo gay, porque ella era una mujer muy femenina, pero al mismo tiempo era macho y era agresiva, irreverente. Y el mundo gay es y era muy irreverente. Era estar contra un medio social. Y eso era La Lupe”, ha dicho sobre ella el musicólogo cubano Helio Orovio.
Si vuelves tú
“Yo la tengo siempre presente por su irreverencia y su canto único y descarnado”, nos dice Sergio Santana, escritor e investigador musical colombiano, autor de biografías sobre Rubén Blades o Héctor Lavoe, además de libros sobre la salsa. “La Lupe es importante porque le dio otra faceta al cantar latinoamericano, de rockera diríamos ahora, irreverente, insumisa, de gritos llevados desde el susurro. Representa el despertar de una época en los 60, donde todo era encasillado y había que romper estructuras vocales y de comportamiento. Esa era La Lupe, muchas veces incomprendida.”
En los años 80, ya con dos hijos, en bancarrota y con su carrera artística casi en el olvido, la artista se convierte a la religión pentecostal y solo canta temas cristianos y predica. Su salud, producto de años tumultuosos, estaba muy resquebrajada. Cuando Pedro Almodóvar decide incluir Puro Teatro en la banda sonora de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) –¡Qué título irónico!-, Lupe es una mujer envejecida, con sobrepeso y problemas para caminar, tras una grave caída sufrida en esa misma década. Poco quedaba en ella del ímpetu que arreciaba teatros o cabarets como si suyo fuera el nombre de una tormenta tropical.
“Fue una adelantada a la liberación femenina –sostiene Eduardo Livia-. Frontal, desinhibida, excesiva. Hay que seguir escuchándola porque, a pesar de que murió hace treinta años, su voz sigue provocando que volteemos a escucharla sorprendidos y fascinados por esa estridencia hermosa que no se apaga y que nos sigue reclamando que “según tu punto de vista, yo soy la mala”.
El 2002, Nueva York decidió bautizar como “La Lupe Way” la antigua calle East 140 del Bronx, a pocos pasos de donde vivió la artista que, 10 años antes, había sucumbido a un infarto mientras dormía, con solo 55 años. Ama y señora de la locura y el exceso, Lupe cerró los ojos tranquila para irse en un suspiro.
Según cuentan las numerosas leyendas que rodean su figura, fue capaz de asombrar a Picasso, Hemingway, Sartre o Simone de Beauvoir. La artista que ocasionaba incendios con sus cuerdas vocales y sacrificaba su cuerpo a los dioses en cada performance, confesó alguna vez quizás la verdad más grande de todas: “Yo creo que le gusto a la gente porque hago lo que ellos quisieran hacer, pero no se atreven”.
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