Corría enero de 1848 cuando comenzó a extenderse por el mundo una noticia que parecía fantasiosa, pero que en realidad no lo era y superaba largamente los relatos y cálculos más hiperbólicos. En California se había descubierto inmensos yacimientos de oro que estaban a merced de los audaces que se decidieran a trabajar en ellos. El aluvión humano que cayó sobre esas tierras no tiene comparación en la historia. Se estima que en dos años San Francisco, minúsculo puerto de pescadores con 300 habitantes, llegó a tener 200 mil personas. De América del Sur llegaban mayoritariamente chilenos y peruanos. Lo cierto es que hubo aventureros de todos los continentes.
En San Francisco no existía autoridad de ninguna clase e imperaba la ley del más fuerte. Llegaban copiosamente embarcaciones cuya carga era variadísima, pero mayoritariamente aportaban alimentos, ropa y herramientas. Rápidamente vendían toda su mercancía y las naves quedaban abandonadas pues sus tripulantes desertaban para dedicarse a la búsqueda del dorado metal. Gente de negocios de Lima y Callao invirtieron fuertes capitales en la compra de embarcaciones y productos que enviaron a California, que corrieron la suerte ya mencionada. Decidieron entonces poner en manos del presidente de la república, general Ramón Castilla, un petitorio firmado por Juan de Dios Calderón a nombre de los damnificados. La respuesta del jefe del Estado fue inmediata y el 21 de diciembre de 1848 ordenó enviar a San Francisco el bergantín de guerra Gamarra, al mando del capitán de fragata graduado José María Silva Rodríguez (1813 – 1874), marino experimentado y de firme carácter.
El Gamarra tenía 415 toneladas y estaba armado con 16 cañones de a 18. Era un buque moderno y marinero. Llevaba víveres para 136 personas previstos para nueve meses y aguada para igual número de plazas. La plana mayor, además de Silva Rodríguez, estaba integrada por el capitán de corbeta Tomás Ríos, los alféreces de fragata Antonio de la Haza, José María Manrique y Manuel Palacios. Jefe de la guarnición de marina era el capitán Manuel Carvajal. También iban cuatro jóvenes guardiamarinas: Federico Alzamora, Pedro Suárez, Francisco Tristán y Gregorio Casanova.
Luego de los preparativos de rigor, llevando exceso de tripulación para dotar a las naves que debían de regresar de San Francisco, el bergantín Gamarra zarpó del Callao el 25 de enero de 1849. Tras un viaje sin mayores novedades arribó al puerto californiano a mediados de marzo. Allí se ubicó a las naves peruanas abandonadas que eran en total nueve: la barca Elisa, los bergantines Susana, Mazzepa, Elisa y Calderón, la barca San José, el bergantín Volante, el de igual clase Andrea y las goletas Bella Angelita y Atalante. Se aprestó las embarcaciones que debían volver al Perú y se hicieron las gestiones pertinentes para vender otras en ese lugar. La presencia de un buque de guerra peruano en San Francisco sin duda influyó para que las transacciones comerciales de nuestros compatriotas se hicieran con normalidad. Es solo una leyenda la que refiere que los hombres del Gamarra pusieron orden en la caótica ciudad.
Como informó el capitán de fragata Silva Rodríguez, se mantuvo inalterable la moral y la subordinación entre los tripulantes del buque. Nadie desertó. Luego de cumplir exitosamente la misión el Gamarra inició el retorno y luego de hacer escalas en Paita y Huacho echó el ancla en el Callao el 30 de agosto de 1849. Sus hombres estaban fatigados y algunos enfermos, pero todos se encontraban orgullosos por haber dado un bello ejemplo del más alto espíritu naval. Es necesario destacar la figura señera del general Ramón Castilla quien protegió siempre a los peruanos y sus intereses, no solo en el país sino en cualquier parte del mundo donde fuera requerida su ayuda.
En su mensaje al Congreso en marzo de 1850, Ramón Castilla, dijo: “Para conocer el estado que hoy tiene la marina no se necesitan prolijas investigaciones. Basta contemplar nuestra bandera llenando con honra en California deberes que no han llenado otras banderas respetables”. Cómo emociona leer en nuestra historia las páginas que en ella ha dejado Ramón Castilla, ejemplo de gobernante patriota que honró el nombre del Perú dentro y fuera de nuestras fronteras. Ejemplo de prestancia y honestidad. Por eso el poeta, exaltando su memoria, dijo: “Fue tan patriota cuanto ser podía, / Y aunque el oro a sus plantas esparcía, / El pueblo le bendijo: ¡murió pobre!”.