La libertad y la vida de María Aliójina, la lideresa de la banda rusa Pussy Riot, estaban comprometidas desde hacía mucho. Oponerse a la prepotencia del régimen de Vladimir Putin tiene su precio. Sin embargo, todo se complicó en setiembre del año pasado, cuando fue condenada a un año de estricto control judicial, sin la posibilidad de salir de Moscú y con una hora límite para estar en la calle. En la práctica, estaba siendo sometida a un toque de queda particular.
¿La razón? Convocar a una manifestación contra la detención de Alexéi Anatólievich Navalni, considerado el principal opositor político de Putin. Sobre él pesa una condena de 9 años en una prisión de máxima seguridad, tras un juicio considerado espurio por su defensa. Antes, en un modus operandi de práctica, en apariencia, familiar para el Kremlin, Navalni fue misteriosamente envenenado, pero sobrevivió de milagro.
En abril, la artista y activista había sido condenada a una pena de cárcel por convocar aquella marcha. El 2012 ya había sufrido esa experiencia junto a sus compañeras de Pussy Riot, por realizar una “oración punk” contra Putin en la catedral de San Basilio, la más importante de Moscú. Entonces, no tardó en decidir su salida de Rusia, despistar a las autoridades y planear una fuga que la llevó a través de las fronteras de Bielorrusia y Lituania. Lo consiguió dejando su celular en casa –estaba rastreado- y disfrazándose de repartidora de delivery, gracias a lo cual pudo eludir la estricta vigilancia a la que era sometida. Considerando que los envenenamientos, cárcel o tortura para los opositores al régimen son cosa cotidiana en la Rusia de Putin, Aliójina consideró que su vida corría peligro. Su compañera Lucy Shtein la acompañó poco después en el exilio, tras huir disfrazada del mismo modo.
Tristemente, este no es el primer episodio –ni será el último-, en el que un artista debe dejar detrás su casa y a sus seres queridos para poder seguir viviendo en plena libertad, más allá de regímenes totalitarios de cualquier tendencia. Aquí recordamos algunos ejemplos.
Caetano Veloso, cuando la alegría dejó de ser brasilera
Que había escrito una canción en tributo al Che Guevara. Que la policía incautó el disco por propaganda subversiva y apoyo a la Revolución Cubana. Que era miembro del “Grupo Baiano” y otras organizaciones de tendencia comunista. Que él y su amigo Gilberto Gil cantaron una versión parodia del himno nacional brasilero. Nada era cierto. Sin embargo, esas afirmaciones llenaban las más de 300 páginas de la acusación que la dictadura brasilera de aquel entonces había preparado contra el cantante Caetano Veloso para justificar su prisión, llegando a llamar a su música “desvirilizadora”. Era diciembre de 1968 en el Brasil del militar Arturo Da Costa e Silva, un país en el que pensar distinto era castigado. Caetano fue detenido “por subversión e incitación al desorden”. Finalmente, durante el Carnaval de 1969, él y Gil fueron liberados y enviados a Salvador, bajo control policial, hasta que esos mismos policías les “recomendaron” dejar el país. Entonces, abandonó Brasil y pasó varios años entre Londres, Madrid o Tel Aviv, desde donde pudo seguir cantando contra la opresión impuesta en su país. En los 70, cuando sintió que su responsabilidad como artista estaba en casa, volvió a Brasil. El prestigio internacional que ya había ganado, lo protegió de futuras represalias.
Víctor Jara: Por la razón, no por la fuerza
El 11 de setiembre de 1973, Chile inició uno de los periodos más oscuros de su historia, con la ascensión al poder de Augusto Pinochet tras un golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende. Inmediatamente comenzaron las detenciones, torturas y desapariciones de los opositores, entre los que se encontraban muchos militantes de izquierda, como el cantautor Víctor Jara, quien fue secuestrado, torturado y mutilado antes de ser asesinado por los carabineros al servicio de la dictadura. Además de su carrera como la voz más importante de la Nueva Canción Chilena, Jara fue director musical de Quilapayún. Su experiencia teatral fue determinante para que este conjunto diera vuelo a un particular estilo interpretativo que, acompañado de un look que unía ponchos y barbas (Quilapayún en mapuche significa “Tres Barbas”), les dio un lugar protagónico en la escena musical chilena, donde destacaron con canciones de temática social como Que la tortilla se vuelva. En el momento en que se produjo el golpe pinochetista, Quilapayún estaba de gira en Europa, donde tuvieron que permanecer por seguridad, pues ya antes, en pleno gobierno de Allende, violentos activistas de derecha habían llamado a “cortarles la cabeza”. En su residencia en París, así como en sus giras por Alemania, Países Bajos, Suecia o Argelia, se convirtieron en emisarios de la causa democrática chilena. Tras algunos problemas legales entre sus miembros, siguen tocando hasta hoy bajo la dirección de uno de sus fundadores, Eduardo Carrasco Pirard.
Miguel Ángel Peralta, abuelo de la nada
Argentina, fines de los 60. La “Revolución Argentina” dirigida por los generales Onganía, Lanusse y Levingstone había tomado el poder para establecer una dictadura militar desde 1966. Al mismo tiempo, en las calles de Buenos Aires se gestaban movimientos culturales paralelos al movimiento hippie, por un lado, y a Mayo del 68, por otro. Se soltaban las ataduras y se perdían los miedos de la sociedad conservadora. Lamentablemente, terrores más graves los reemplazarían. En ese contexto, un joven llamado Miguel Ángel Peralta, libérrimo, bisexual y con vocación de poeta, forma Los abuelos de la nada y él mismo se convierte en Miguel Abuelo. Aquella primera experiencia dura poco, pero sus ganas de destacar en la música se estrellan contra la represión de la dictadura. Los secuestros, las torturas y las desapariciones son cosa de todos los días, aunque solo pudieran contarse –y cantarse- en voz baja. Si lucías como un hippie intelectual de cabello largo que fumaba marihuana o hacía rock era muy probable que te sumaras a las víctimas. Así lo entendió Abuelo, quien decidió exiliarse en Europa. El viaje le costó mucho, pues padeció como un errante en París, Madrid, Barcelona, Ámsterdam o Ibiza apenas sobreviviendo de trabajos temporales. A mediados de los 70 grabó Miguel Abuelo et Nada y recién pudo volver a la Argentina a inicios de los 80 para reformular su proyecto original y, gracias a la ayuda de Pipo Lernoud, Cachorro López o Charly García, convirtió a Los abuelos de la nada en una de las bandas más importantes de la historia del rock sudamericano.
Remedios Varo, la libre
La artista española Remedios Varo pintó y vivió intensamente siempre. Aunque fue una niña enfermiza, víctima de problemas cardiacos, supo salir adelante gracias, en parte, a la responsabilidad que su nombre conllevaba: cuando nació llegó al mundo a “remediar” la pérdida que su madre había sufrido de una hija anterior. Crecida en un hogar librepensador, fue una de las primeras mujeres que estudiaron en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid. En esos días hizo amistad con Salvador Dalí o Federico García Lorca. Mientras trabajaba como dibujante publicitaria en Barcelona y tomaba contacto con colectivos surrealistas, vivió el clima que dio pie a la Guerra Civil Española. Enamorada del poeta surrealista Benjamin Péret, su apoyo al bando republicano y la inminente amenaza fascista que significaba Franco en el poder, los obligó a huir de España a Paris. Pronto, el nazismo se convirtió en un terror que acechaba también a Francia, de donde tuvieron que huir nuevamente, tras ser encarcelados por unos días. Allí conoció a André Breton, Joan Miró, Max Ernst o la también pintora Leonora Carrington, quien se convertiría en su gran amiga en los años que debieron compartir exilio en México. La política del presidente Lázaro Cárdenas de acoger refugiados de los conflictos europeos dio como resultado el enriquecimiento de la vida cultural mexicana, un ambiente en el que Remedios Varo compartió con Frida Kahlo o Diego Rivera, y dónde destacó gracias a su fabuloso talento para reflejar universos oníricos en sus pinturas. “El surrealismo reclama toda la obra de una hechicera que se fue demasiado pronto”, dijo de ella tras su muerte, en 1963, André Breton.
Un día en la vida de Aleksandr Solzhenitsyn
Cuando en 1970 el escritor soviético Aleksandr Solzhenitsyn fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura, dejó de asistir a la ceremonia, en parte, para terminar y proteger una obra que consideraba fundamental: El archipiélago gulag. Mantuvo el texto escondido durante algunos años, hasta que cayó en manos de la KGB, que torturó a su secretaria, Yelizaveta Voroniánskaya, para que revelara su escondite. Ella fue forzada a ahorcarse en un “suicidio” nunca aclarado. Para entonces, Solzhenitsyn ya era considerado un peligroso disidente del régimen comunista. Las limitaciones a su libertad comenzaron cuando una carta suya fue interceptada en 1945, mientras seguía combatiendo en el frente como artillero del Ejército Rojo. Las críticas a Stalin que contenía aquella misiva le valieron 8 años de trabajos forzados. Pasó por la prisión de Lubianka, por varios gulags –en los que fue forjador, minero o albañil- y terminó en Ekibastuz, Kazajistán –en aquellos años parte de la Unión Soviética-, donde escribió su obra Un día en la vida de Iván Denísovich, que denunciaba los maltratos y la crueldad de los gulags. Si bien en un principio el gobierno de Nikita Jruschov permitió su publicación, luego fue prohibido y tuve que ser distribuido clandestinamente, bajo pena de cárcel.
Tras aquella captura de un manuscrito por la KGB, El archipiélago gulag se publicó en Paris en 1973 y fue pronto traducido a muchos idiomas, gracias a lo cual el mundo entero pudo conocer la barbarie comunista, contada por un escritor que seguía siendo víctima de dicho régimen que, al mismo tiempo, destruía su reputación y lo llamaba “Traidor a la patria”. Solo gracias a la presión internacional fue nuevamente detenido y encarcelado, pero esta vez, en lugar de ser desterrado a un campo de trabajo, fue despojado de la ciudadanía rusa y exiliado en Francfort, en la entonces Alemania Federal. Luego se instaló en Estados Unidos y, solo tras la caída del Muro de Berlín y del régimen soviético, Gorbachov le devolvió la nacionalidad rusa y lo recibió de vuelta en 1994.
Feliza Bursztyn, la escultora que murió de pena
Hasta la noche del viernes 24 de julio de 1981, la escultora bogotana Feliza Bursztyn tenía una vida muy tranquila. Nada pudo ayudarla a entender que un destacamento militar –vestido de civil, con las metralletas escondidas- irrumpiera en su casa a las 4 de la madrugada. En mayo de ese año, la Madre Teresa de Calcuta había visitado Colombia, pero no quedó ningún espacio para la piedad en la lucha entre el gobierno del liberal Julio César Turbay contra la guerrilla del M-19 y las FARC. Bursztyn, sin embargo, no tenía ninguna relación con esos grupos. Experta en el arte de convertir la chatarra en piezas artísticas de distinto tamaño y considerada precursora en las instalaciones, Feliza dotó de vida propia a fierros, tuercas, ruedas o aros, llegando a obtener importantes premios y a realizar esculturas para espacios públicos de la capital colombiana, como un homenaje a Gandhi. La paz sellaba su trabajo. Sin embargo, bajo el pretexto de la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional, aquella noche de julio de 1981 cambió su vida para siempre. Durante 4 horas la patrulla clandestina revisó su casa al revés y al derecho, sin encontrar nada más que una antigua pistola sin balas y unas fotos suyas en una exposición realizada en Cuba. “Jamás la toqué por temor a sacarme un ojo”, les dijo Feliza sobre el arma. Menos de 48 horas después recibió la notificación de un juez militar: el “delito” de tenencia ilegal de armas le acarrearía 5 años de cárcel. Dos días más tarde debía ir a dar su declaración. Acorralados, ella y su esposo, el ingeniero químico Pablo Leyva, solicitaron asilo en la embajada de México. Dueña de una salud frágil, Feliza emigró primero y estuvo alojada por Gabriel García Márquez y su esposa Mercedes. Luego se instaló en París, donde Pablo la encontró a fines de diciembre del 81. Pocos días después, a las 10.15 de la noche del día 8 de enero de 1982, mientras cenaba en un restaurante con su esposo y con los García Márquez, Feliza Bursztyn se apagó como solo lo hacen los pajaritos enjaulados. El gobierno colombiano nunca supo dar una explicación satisfactoria del porqué de su persecución y obligado exilio. “Feliza, sentada a mi izquierda, no había acabado de leer la carta para ordenar la cena, cuando inclinó la cabeza sobre la mesa, muy despacio, sin un suspiro, sin una palabra ni una expresión de dolor, y murió en el instante”, escribió Gabo en una columna del diario El País publicada pocos días después. “Se murió sin saber siquiera por qué, ni qué era lo que había hecho para morirse así, ni cuáles eran las dos palabras sencillas que hubiera podido decir para no haberse muerto tan lejos de su casa”.
Fritz Lang - Nosotros decidimos quién es nazi… o no
“El testamento del doctor Mabuse” (1933) coronaba una saga clásica y, al mismo tiempo, reafirmaba a Fritz Lang como el cineasta alemán más importante de su tiempo. Antes, “Metropolis” (1927) o “M” (1931) lo habían consagrado ya en ese lugar preeminente. Por eso, no fue casualidad cuando, tras aquel nuevo filme del doctor Mabuse, se le acercara Joseph Goebbels, sórdido ministro de Propaganda del régimen nazi. A pesar de haber censurado su película, le ofreció la dirección de la UFA, Universum Film AG, el estudio cinematográfico más importante de aquellos años, que, evidentemente, era ya manejado por los hombres de Hitler y convertido en un medio de propaganda. Ante la propuesta, Lang le confesó a Goebbels que su madre era católica, pero convertida, porque en realidad era de origen judío. Sin titubear, el funcionario nazi le espetó: “Nosotros decidimos quién es nazi y quién no”. Ante la intimidante presencia de Goebbels, Fritz Lang aceptó el cargo, conversó unos segundos más y se despidió con gentileza. Sin embargo, inmediatamente decidió salir de Alemania. Aunque los detalles de esta huida han suscitado polémica entre muchos historiadores, la versión más difundida es que salió de Alemania sin avisarle a su aún esposa, la guionista Thea von Harbou -con quien había formado una sólida pareja también en el plano artístico-, porque era admiradora de Hitler. Lang pensó que no dudaría en denunciar su disidencia. Mientras Thea se convertía en estrecha colaboradora del régimen, el director se estableció primero en París y, luego, en los Estados Unidos. Allí, en 1943, con la Segunda Guerra Mundial aun en curso, dirigió “Los verdugos también mueren”, uno de los filmes en los que pudo manifestar su sentimiento antinazi y contribuir en darle forma al cine negro americano. Autoritario, irrespetuoso, perfeccionista, arrogante y malgeniado, Lang es considerado uno de los cineastas más controvertidos de la historia. “El tema central de mi obra es la lucha del individuo contra las circunstancias”, decía sobre su cine. Su filmografía confirma que no mentía.
Fritz Lang no fue el único virtuoso perseguido por el régimen nazi. Entre las decenas de artistas que perdieron patria, reputación e incluso la vida por este gobierno totalitario está la pintora Anne Ratkowski, quien tuvo que abandonar Alemania por el 'crimen' de haber nacido judía y cuyo legado artístico fue condenado al olvido. Otro artista en compartir su suerte fue el poeta Joachim Ringelnatz, cuyo satírico lirismo le valió, en 1933, la quema de sus libros y su desaparición de la vida pública. Murió solo un año después, en Berlín, de tuberculosis.
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