Años después de su inesperado retiro del cine, recibió una sorpresiva oferta de trabajo. Un empresario teatral le pidió que apareciera en un espectáculo en Broadway en el que podía hacer lo que quisiera. Es más, le dijo: “No haga nada. Mire a la audiencia”. Por supuesto, la actriz ni siquiera respondió. Lo que aquel productor quería era vender un nombre y satisfacer el capricho de una audiencia por ver a una celebridad a cualquier precio.

Las cosas no han cambiado desde entonces. En Broadway continúan apareciendo estrellas mediáticas en diversas obras a pesar de su incapacidad para actuar en determinados roles, pero con el suficiente atractivo para vender tickets. Y en esta parte del continente, desfilan artistas en el ocaso o personalidades de gran temperamento que no se toman demasiado en serio a la audiencia local. En los últimos años hemos presenciado un triste concierto de Kiri Te Kanawa y a un Baryshnikov que apenas pisó el escenario. También los tediosos intentos de John Malkovich por tocar la sensibilidad latinoamericana con lo que él creía que era correcto o ese inapropiado montaje de “Escenas de la vida conyugal” en el Gran Teatro Nacional protagonizado por Ricardo Darín. Todo parte de un fuego fatuo encendido únicamente para vender tickets y que apela a la atracción que ejercen determinados nombres.

Lo mismo acaba de suceder con la presentación de en la semana que pasó. Se anunció un espectáculo unipersonal en el que el actor francés habría de representar algunas escenas del repertorio que lo hizo famoso. Y para ello se armó una parafernalia que incluyó una visita al presidente Kuczynski. Hasta allí el espectáculo funcionó. Y funcionó bien.

Lo cierto es que asistir a la actuación en el auditorio del Pentagonito fue diferente. Para comenzar, el marco para tremendo acontecimiento cultural no era el más apropiado. Pero, al parecer, para la empresa encargada del espectáculo esto era lo de menos. De entrada, una cafetería improvisada con olor a fritanga y una demora de media hora en subir el telón, así como la ausencia de control dentro de una sala semivacía en la que los espectadores hablaron en voz alta durante toda la obra, por no mencionar la luz de los celulares, e incluso se escuchaba el llanto de un niño.

Tampoco había un programa impreso que explicara qué íbamos a ver, de dónde procedían las escenas, quién era el pianista que acompañaba al divo y qué piezas estaba interpretando sobre el escenario. Por supuesto, nada de esto tiene que ver con el talento del actor, pero si se trata de un show con tickets de 600 soles, creo que algo había que afinar en este escenario.

En cuanto a la actuación  – porque montaje no hubo–, diré que el señor Depardieu mostró algo de su talento en determinados instantes. Como en la muerte de Cyrano de Bergerac que, de alguna manera, me recordó la escena del filme que protagonizó en 1990. Pero en conjunto era difícil concentrarse en un actor con serios problemas para desplazarse sobre el escenario, atado a la lectura de un guion impreso y rodeado por todos los formatos de subtítulos –que no siempre calzaban con el parlamento– proyectados por pantallas que ofrecían una inesperada instalación de arte contemporáneo. Como era previsible, antes de acabar el primer acto, un grupo de espectadores salieron a pedir explicaciones. No encontraron a una persona capaz de resolver sus dudas y abandonaron el Pentagonito.

Nada de esto empaña nuestra admiración por Gérard Depardieu. Su lugar en nuestros corazones de cinéfilos está intacto por películas como “1900”, “Loulou”, “El último metro”, “La decisión de las armas”, “Danton” o el mismo “Cyrano de Bergerac”, por mencionar algunos de los títulos de su gran filmografía. Aunque, claro, también será recordado este triste espectáculo teatral que nos acaba de ofrecer.

Mención aparte para la ejecución musical del pianista David Fray, quien merece una mejor presentación en Lima, y cuyo talento pasó desapercibido para una audiencia que tomaba sus interpretaciones como intermedios para conversar o ir al baño.

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