Un naufragio en las costas de una tierra imaginaria. Dos hermanos separados por la tragedia. Un todopoderoso señor atrapado en las redes del amor. La confusa identidad de una doncella. Encuentros y desencuentros. Estos son algunos de los elementos que hacen de “Noche de Reyes” una de las más encantadoras comedias de William Shakespeare, que ha ejercido una fascinación tremenda sobre la audiencia desde sus primeras representaciones, alrededor del año 1600, hasta hoy.
Escrita por encargo para ser representada en la Noche de Reyes, la obra ha ofrecido grandes posibilidades escénicas a quienes se animaron a representarla. Ya en tiempos del mismo Shakespeare le introducían momentos musicales intercalados con la acción. Y con la llegada del cine y la televisión, hemos visto más de una adaptación. Como es de esperarse, no todos los realizadores aciertan a la hora de ponerla en escena. En Lima vimos hace unos años un delicioso y sólido montaje de Alberto Ísola en el CCPUCP. También tuve oportunidad de ver una puesta en escena de Nicholas Hytner en Nueva York, con un reparto estelar que incluyó a Helen Hunt y Paul Rudd, y que pese a la suntuosa producción no funcionaba del todo. Como tampoco fue acertada esa adaptación al cine demasiado solemne de Trevor Nunn en 1996. Como vemos, no es una obra muy fácil pese a su apariencia.
Ahora “Noche de Reyes” vuelve a nuestros escenarios como parte de los homenajes por los 400 años de la muerte de su autor. Lo hace en una producción del Teatro Británico que es dirigida por Roberto Ángeles, quien se aleja totalmente de la oscura atmósfera que creó en “Hamlet” y se introduce, más bien, en un mundo de colores intensos, apariencia circense y deliberada comicidad. Una especie de mundo encantado para ser disfrutado por un público más amplio y hasta familiar.
La opción de escenificar “Noche de Reyes” de esta manera no es un error. El problema se encuentra cuando toda la dirección se concentra únicamente en los elementos externos a la pieza teatral. Porque desde un inicio encuentro muy poco Shakespeare en todo esto. La adaptación solo apunta a despertar risas en una audiencia que por momentos luce desconcertada. Se pierde la poesía y lo que en la obra puede ser tierno, aquí es obvio. Los amantes son torpes marionetas de un espectáculo que no me dice nada. Hay más atención en los patines o en el absurdo traje que lleva Malvolio que en los versos.
Es difícil hablar del trabajo individual de los actores porque al haberlos convertido en una tropa de circo no hay demasiada variedad en las interpretaciones. Vanessa Vizcarra se las arregla para proyectar cierta dignidad como Olivia, del mismo modo que Daniela Camaiora resulta de una ingenuidad sincera. Pero los esfuerzos de un Carlos Galiano –quien intenta por todos los medios ser el bufón ideal– pasan desapercibidos porque el resto de los personajes han sido transformados en una galería de caricaturas alejados de cualquier tipo de humanidad. Así, actores valiosos como Eduardo Camino o César Ritter son confinados a caracterizaciones sin identidad. El resultado es que las dos historias de amor desaparecen por completo, sin emocionar, sin latir sobre el escenario. ¿Qué nos queda? Poco, muy poco.
Me temo que, una vez terminada la obra, el espectador abandona la sala sin llevarse a Shakespeare en el corazón. Y eso es algo que no podemos permitirnos.