En una crítica pasada escribí muy brevemente sobre los enlatados, término que bien describe a las novelas turcas que se pueden ver por la televisión y que se repiten ad infinitum sin modificaciones. El concepto se puede extrapolar al teatro, por supuesto con algunas adaptaciones propias de un hecho vivo y con características particulares. Es verdad que los procesos de los actores parten generalmente de la verdad y de experiencias muy personales; en ese sentido, muy difícilmente podríamos hablar de un calco. Sin embargo, la tecnología actual permite que los espectadores comparen distintas versiones del mismo espectáculo y noten diferencias y similitudes: finalmente, estos enlatados se guían por un mismo libreto, las mismas acotaciones que muy probablemente encorseten la creatividad de los involucrados. Claro que, aunque la mayoría de montajes de este tipo sean muy claros sobre cómo deben ser llevados a otros escenarios, seguramente habrán los que den libertades.
Hay varias preguntas a resolver. ¿La obra que estamos viendo en un teatro de Lima será muy parecida a la misma que se muestra en una sala de Buenos Aires? Confirme o desestime usted la teoría vía Teatrix o You Tube. Si esas obras que viajan desde Broadway o el West End a Miraflores se venden por su pedigrí y no admiten cambios importantes, ¿no serían los autores originales los que merecerían el aplauso y reconocimiento, y en menos medida las producciones locales? ¿Cómo afecta al pequeño circuito teatral estas elecciones artísticas y comerciales? En todo caso, ¿cómo podemos equilibrar nuestras apuestas por obras con pedigrí con otras de reputación no comprobada? Felizmente, hay creadores locales que a veces con detalles mínimos dejan ver su impronta, así como también hay enlatados de gran factura. Las adaptaciones y otros juegos –tan difíciles de concretar por cuestiones de derechos de autor o la perpetua crisis– son más valorados.
“La verdad”, que se monta en el teatro Marsano, es parte de este fenómeno. De una dramaturgia formidable, Florian Zeller crea una comedia ágil y potente. No se espera menos del autor de “El padre” –que Osvaldo Cattone protagonizó en este mismo escenario–, “El hijo” y “La mentira”, sus dípticos. Desde el título queda claro que la obra trata más sobre la mentira, herramienta que descubrimos desde pequeños y que nos sirve para defendernos del contexto. Miguel (Sergio Galliani) la utiliza para negar sus fechorías: nadie puede probar que actúe con dolo (de allí que la confrontación nunca sea directa). Paradójicamente, esa mentira se sostiene lo suficiente para convertir en verdad su verdad.
Giovanni Ciccia, el director del montaje, trabaja bien con los recursos del libreto y apuesta por una escenografía que, así como en la versión disponible en You Tube –”Pièce de théâtre La Vérité”, protagonizada por Pierre Arditi y Christiane Millet–, hace bien solo en acompañar. La conducción de Ciccia es correcta, aunque quizás a los involucrados les juegue en contra no ser un elenco numeroso sobre un escenario muy grande y un sistema de sonido no ideal: tienen que abrir las composiciones, ocupar más la escena y proyectar la voz tanto como para que se sienta extraño.
Milene Vazquez, de buen desempeño, da vida a Alicia, la amante de Miguel, cuyos deseos de contar la verdad son la acción que mueve la obra. Su esposo es Paul, Gonzalo Torres, siempre sobrio, atinado. Es verdad que su performance no fue prolija y que se le vio incómodo al no saber dónde colocar sus brazos, pero hubo algo de su actuación y caracterización que le permitió sostener a su personaje.
La otra pareja son Laura y Miguel, Magdyel Ugaz y Galliani. Ugaz a veces parecía ver el piso para encontrar sus marcas: sus desplazamientos se sintieron forzados, sobre todo cuando tenía que cambiar de lugar para que el escenario no quedara inmenso. A Galliani el personaje le quedó como anillo al dedo: su manejo de la intensidad y desparpajo convencen a cualquiera. El asunto es: ¿por qué su interpretación es tan parecida a la que vimos en “Al fondo hay sitio”? Valdría darle crédito. Puede ser una coincidencia; finalmente, es él y los recursos son los mismos, o quizás se trata de un juego actor-director para invocar a Miguel Ignacio de las Casas. En todo caso, el público podría preguntarse: ¿queremos ver a Nachito, Miguel o a Galliani? Si lo anterior es lo que busca o por lo menos no evita que entre en la convención, y tiene usted suficiente presupuesto para las entradas, “La verdad” ofrece una hora y media de comedia que lo hará pasar un buen momento.
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