Los personajes de Henrik Ibsen están dispuestos a entregar la vida con tal de no hipotecar su alma, a buscar la libertad política y de pensamiento sin conceder ante lo inmoral. Eso significa, en buen romance, perder. Cuando Nora Helmer (“Casa de muñecas”) cierra la puerta de su casa y se embarca en su propia aventura, renuncia a su familia; o la misma Hedda Gabler, quien se despoja de la vida. Igual el doctor Thomas Stockmann (“Un enemigo del pueblo”): la escena final de la versión cinematográfica dirigida por Paul Bogart muestra a su familia abrazada en la sombra, escondiéndose de la turba que lo acusa de traición. Allí se le escucha: “Recuerden que luchamos por la verdad y por eso estamos solos. Eso nos hará fuertes. Los fuertes tienen que aprender a estar solos”.
Así como dicha lógica puede ser muy atractiva, también puede distraer de la riqueza del texto. “Stockmann” –montada en el auditorio de Miraflores del Británico– no llegó a tal punto, aunque pudo haber tenido una mejor resolución. Su directora Jimena del Sante, quien llevó a escena la adaptación libre de Oriol Tarrasón, propuso una versión distendida: pensando en un público con discapacidad sensorial y otras relacionadas a la comunicación, anunció lo que pasaría en la obra, las peleas, los sonidos. No fue necesario apagar los celulares, solo ponerlos en vibrador. Las puertas tampoco se cerraron. La combinación de esos elementos –que eliminaron la formalidad del ritual– hizo que concentrarse en la obra fuera muy sencillo, ejemplo de que ver teatro no tiene que ser complicado.
Del Sante apostó por un recurso que funcionó por su potencia: situó varios vasos llenos de agua alrededor de los actores y actrices (Jorge Armas, Giselle Collao, Sebastián Ramos, Macarena Carrillo y Rodrigo Luque). Así, cuando se llegó al clímax –ese momento en el que la asamblea de la ciudad acusa a Stockmann de ser su enemigo por denunciar que las aguas del balneario que dan riqueza a la ciudad están contaminadas–, los intérpretes lo bañaron. Pero así como quedó claro que el personaje se enfrentaría a todos para sostener su postura, quizás la directora pudo incluir otro recurso, al final de la puesta, que remarcara la soledad a la que sumerge a su propia familia y que Bogart muestra alejando el plano y mostrándolo como un ser ínfimo. En la contradicción entre manejarse dentro de una moral rígida y ser tozudo está la riqueza del texto.
A la obra “A salvo”, que tuvo un breve paso por El Galpón de Pueblo Libre, también se le podría hacer esa misma observación. Protagonizado por Jimena Ballén Tallada y dirigido por Paloma Carpio Valdeavellano, se trató de un monólogo testimonial que mostraba los vínculos entre la violencia de género y los paradigmas sociales a partir de “habitar un cuerpo grande”. Ballén comparte sus traumas más profundos con una interpretación sentida, verdadera, con la que fue muy fácil conectar. La convención, sin embargo, empieza quebrarse porque el texto no es lo suficientemente convincente y se resuelve con demasiada facilidad. Son necesarias más reflexiones que hagan ver los problemas planteados por Ballén como universales, además de optar por un final –la resolución pasa por el teatro y el ‘coaching’ ontológico– que parezca menos mágico. Lo que la actriz y autora puede aportar a la discusión es invaluable. En ese sentido se podría entender la obra como un trabajo en desarrollo y con mucho potencial.
Lo que dicen “Stockmann” y “A salvo” sobre la cartelera no es novedad: las voces y perspectivas de nuestras autoras plantean universos vitales y fascinantes. Ahora son Del Sante y Ballén, pero hay más. Quizás ahora, a poco del Día Mundial del Teatro, es necesario ver la oferta y entender que bien podría servirle sacudirse un poco de dramaturgias decimonónicas. Aquí, a la vuelta, hay miradas por las que vale apostar.
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