El cuchillo de un tumi gigantesco se había clavado sobre el insólito techo construido a dos aguas en una ciudad donde nunca llueve. Más allá, emergían dos colosales aletas de pescado, la cresta de dos olas y la lanceta de otro tumi menor. Todo esto flotaba sobre el improbable mar aéreo del Malecón de la Reserva. Alterando el acabado de la sobria fachada exterior de la estancia —planta de casa inglesa— se habían aplicado una serie de decoraciones bidimensionales y tridimensionales en material contemporáneo, yeso, pugnando por reproducir el esplendor alfarero prehispánico. Y sobre los zócalos, sendos revoques de arena y cemento imitaban piedras almohadilladas de la cultura inca.
Interiormente, vigas de sección rectangular de madera, recubiertas también con yeso, imitaban troncos naturales de sección circular. Había calcos de antorchas sobre salidas fabricadas con estuco. En el primer piso y de cara al ingreso, un gigantesco aríbalo y dos enormes macetas con motivos incaicos habían sido fabicadas con mallas de fierro. Para el acabado se prefirió usar una contundente mezcla de arena y cemento. En fin, todo el conjunto —balcones, escaleras, voladuras y pasillos— obedecía a la particular interpretación de nuestro glorioso pasado en manos del arquitecto Eduardo Rivero Tremouille, que lo había construido. O, mejor, del doctor Julio C. Tello, que lo habitaba.
De sabor nacional
“Soy indio. Yo pienso en quechua y para hablar castellano tengo que traducirme mentalmente a mí mismo”, decía. En efecto, en el seseo de sus palabras era posible escuchar ese eco dulce que ocurre cuando un ‘runasimi’ pronuncia el español. Cuando dictaba clases en San Marcos y en la Católica. En sus encendidos discursos en la Cámara de Diputados como representante de Huarochirí, donde había nacido. Así se graduaría de médico, obtendría un posgrado en Harvard y un doctorado en Cambridge. Y en la Universidad de Berlín, donde se especializó. Será precisamente esa mezcla de lenguas —en su mixtura léxica, fonética, fonológica y morfosintáctica— la que solidificó en forma de autoafirmación, orgullo y sabiduría: ese fue Julio César Tello (1880 - 1947).
Considerado el arquetipo de la arqueología peruana, ya era brillante desde niño: en su pueblo le decían “sharuco” (valiente, arrollador) y, apenas ingresó a San Marcos, sería nada menos que Ricardo Palma quien le daría un empleo en la Biblioteca Nacional. Eso gatilló su genio y figura. Discípulo de científicos de talla mundial como Franz Boas —padre de la antropología norteamericana— y Aleš Hrdlička —creador de la teoría monogenista-asiática—, Tello no solo descubrió para el mundo el esplendor prehispánico peruano: él mismo se embarcó en la búsqueda de un corpus simbólico que represente con distinción las raíces de su patria.
Esto es, dotar con atributos específicos a un objeto o producto artístico para ‘peruanizarlo’. Y en esa búsqueda de raíces hacerse de un emporio suficientemente variado para reivindicar nuestra autoctonía. Una constelación de prácticas culturales, digamos. Propósito para el cual la arqueología debería ser la cantera más poderosa. Así, impulsado durante el oncenio de Leguía (1919-1930), el llamado ‘neoperuano’ emergió como estilo arquitectónico y decorativo y fructificó en danza. literatura, música, pintura, teatro, deporte, etc. Lo iniciaría el arquitecto y escultor español Manuel Piqueras Cotolí (1886-1937), que en los años veinte remodeló la fachada de la Escuela de Bellas Artes e intervino el salón de recepciones y el comedor de Palacio de Gobierno.
Con ese mismo propósito —”hace revivir en la piedra la historia de la raza”, como editorializaría El Comercio en 1925—, Manco Cápac y Atahualpa empezaron a aparecer en estampillas. Se escenificó la ópera “Ollanta” de José María Valle Riestra. José Sabogal encerró en un marco negro de madera a sus personajes indígenas antes de crear la cajita de fósforos “La llama”. Haya de la Torre pidió que la cruz de Sacsayhuamán fuera reemplazada por una estatua a Manco Cápac. Daniel Alomía Robles infestó sus melodías con el dolor de la puna. Intelectuales como Pedro Zulen, Hildebrando Castro Pozo y Ezequiel Urviola y se declararon ‘amantes de la estirpe auténtica de la patria’.
Y mientras circulaba un quincenario de propaganda indigenista llamado “El Indio”, la Inca Rubber and Mining Companies expandía sus dominios hacia el oriente peruano y el mismísimo dictador José B. Leguía se trasladaba a La Victoria para inaugurar el monumento a Manco Cápac. Mientras todo eso ocurría, decimos, el antropólogo Julio C. Tello instalaba la réplica polícroma de una huaca en el patio del Museo de Arqueología, Antropología e Historia del Perú. Y sobre esa huaca hacía bailar al grupo tradicional de danzantes Pariakaka de Huarochirí, evento que replicaría en su flamante domicilio de líneas típicamente neoperuanas ubicado en el Parque de la Reserva de Miraflores.
Incaísmo lírico
Construida sobre una sólida plataforma de granito que simulaba alguna fortaleza precolombina, cuando no incaica, la mansión del sabio —calle O’Donovan 115, Miraflores— presentaba una sucesión de puertas, nichos y ventanas dispuestas bajo ese techo a dos aguas. No faltaba la típíca estructura piramidal trunca y escalonada configurada a partir de la superposición de varias plataformas rectangulares, imitando la arquitectura de los centros administrativos del Tahuantinsuyo. Resulta sintomático que el entusiasmo militante de Tello en el neoperuano haya determinado que José María Arguedas (1911-1969) sentenciara: “Con el arqueólogo Julio C. Tello se inicia el indigenismo”.
Y rematara: “El mismo Tello, como arqueólogo, pierde de vista al indio vivo. Admira el folklore, pero forma un conjunto de bailarines de su pueblo nativo, Huarochirí, y los viste con trajes ‘estilizados’ por él, creados por él, inspirándose en motivos arqueológicos con menosprecio de los vestidos típicos del pueblo de Huarochirí”. La postura crítica del novelista y también antropólogo no estaba sola. Décadas antes, José Carlos Mariátegui (1894-1930) había observado las propuestas político-culturales del sabio: “La candidatura del señor Tello es arqueológica, idealista y simbólica. Tiene el prestigio de la tradición, del huaco y del Ccoricancha”, escribió allá por 1917.
Que el conflicto no haya sido con hispanistas sino entre tres prominentes cerebros asociados al universo indigenista debe ser el síntoma más evidente de los peligros que siempre entrañó la manipulación del legado arqueológico. Peliagudo asunto que empieza enfrentando representaciones de nación y termina comprometiendo políticas patrimoniales, perspectiva histórica y ordenamiento urbanístico. Por su parte, hay evidencias de que Julio C. Tello insistió desde siempre, en tesis tempranas y obras de madurez, en una suerte de ‘retorno reformado a la edad de oro de los inkas’. Lo que algunos llamaron ‘incaísmo lírico’.
Tal vez por eso mismo su domicilio —que él llamaba “Inka Wasi”—, en 1997 perdió la condición de Patrimonio Cultural de la Nación que le había sido concedida diez años antes “por no tener méritos arquitectónicos suficientes que sustenten su condición de Monumento” (RM N° 163-97-ED). Había sido adquirida por el sabio el 5 de mayo de 1930 y en ella vivió hasta su muerte, el 3 de junio de 1947. Dos años después, Olive Chessman, su viuda inglesa, decidiría regresar a su país y vendió la casa a la familia Freundt Orihuela, que realizó algunas modificaciones. Pero, en esencia, conservó el espíritu de su célebre primer ocupante. El 2009, por ejemplo, la convirtieron en el Inka Wasi Boutique Hotel. Hasta que los altos costos de mantenimiento y la pandemia terminaron por demolerlo. Pronto será un edificio de departamentos y, en la memoria, el pintoresco recuerdo de una Lima que se sigue yendo.
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