"Liturgia de la camiseta", por Jaime Bedoya
"Liturgia de la camiseta", por Jaime Bedoya
Jaime Bedoya

Lo más anti-Messi que ha hecho Messi en los treinta años que descifra cómo ser Messi en un mundo que lo adora, pero con el que no necesariamente adora interactuar fuera de una cancha de fútbol, es haberse sacado la camiseta con su nombre y ofrecerla al público tal como un felino que entrega su piel.

Ese gesto de simbólica automutilación marca el tercer renacimiento de la pulga rosarina. El primero fue su triunfo inyectable al enanismo. Edad ósea retrasada fue el diagnóstico que trató durante años pinchándose él mismo somatrotopina en las piernas, esperanza sintética de ser más grande más allá de lo metafórico.

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El segundo revivir fue el haber trascendido la maldición bendita de la precocidad, un adelanto con presa, don autárquico que lo atrapó desde crío en una timidez vecina al aislamiento profundo, no verbal, expresada magistralmente en insonoras genialidades psicomotoras, su vida.

Como rezago y tributo de estos dos umbrales existenciales, el probable mejor jugador del mundo tiene como segundo mayor placer en una vida plena de recursos el hacer siestas: la inconsciencia como mayor recompensa.

Este hombre adulto y renacido en noventa minutos es un profesional del deporte desde los 13 años de edad. Su infancia es una prolongación sin tiempo que ni la barba disimula y una camiseta icónica identifica. El tigre no tiene por qué explicarle a nadie por qué tiene rayas. Igual, Messi se las ha entregado al planeta en ceremonia pagana que ya es meme, historia y nuevo testamento del deporte que es lo más importante de lo menos importante.

LA CAMISETA, ESA SUPERPIEL
La camiseta del futbolista es la epidermis artificial que cubre y suplanta la modestia ordinariez del cuero humano, distinguiendo al héroe del peatón.

La prenda en cuestión configura una retórica sanguínea que combina la sacralización con el merchandising, adquiriendo la significancia vinculada a la reliquia. Piénsese nada más en la camiseta histórica del Barcelona FC vestida por Hugo El Cholo Sotil colgada en estos mismos momentos en la pared de un bar de El Porvenir acumulando telarañas como una leyenda atesora mito.

AMOR AL CHANCHO CON CAMISETA
Entre los episodios nacionales que han supuesto el involucramiento crucial de las camisetas como símbolo totémico hay por lo menos dos casos fundamentales. El más reciente, año 2000, se remite al Chorrigolazo que Roberto Palacios le hiciera al grandilocuente golero paraguayo Chilavert durante las eliminatorias al Mundial de Japón 2002. Luego de encajar soberano puntazo desde fuera del área que se inmortalizó en el ángulo superior derecho del arco rival, Palacios corrió hacia occidente esforzándose por levantarse la blanquirroja y mostrar la segunda camiseta que llevaba debajo: fondo rojo con letras blancas que decían: Te amo Perú.

El mensaje contrastaba con el burdo cherry fenicio que acababa de ejecutar Nolberto Solano, capitán, apenas seis minutos antes. Luego de anotar de penal rasante, Solano se alzó la camiseta patria para lucir la prenda blanca que llevaba bajo contrato: fondo blanco, letras rojas, el golazo Gillette.

La leyenda urbana anotaba que la marca enemiga del vello facial masculino había hecho sendas ofertas a por lo menos cinco jugadores del equipo. El que anotaba gol tenía que mostrar el logo auspiciador ante cámaras. Supuestamente al Chorri le hicieron una oferta menor, digamos que correspondiente a su centimetraje (168 cm), lo que lo motivó a tramar un plan b. La camiseta alternativa del Chorri se convirtió en un ícono instantáneo pirateado hasta el hartazgo como repositorio sentimental de la frustración matemáticamente posible. El poder de aquel mensaje sobre el pecho se proyectó hasta las marchas en protesta contra las estratagemas de Alberto Fujimori para entronizarse en el poder en los años siguientes, trocándose en prenda de combate.

El avizor ojo de un artista, Pancho Guerra García, detectó por entonces que tanto optimismo no era normal entre nuestras desconcertadas gentes. Así que recreó una versión de la camiseta del Chorri que en juego de palabras decía, con la misma tipografía que brillara en el Nacional, temo lo peor.

El designio se cumplió en muchos sentidos. La selección peruana no clasificó a Japón 2002, ni a Alemania 2006, ni a Sudáfrica 2010, ni a Brasil 2014. Rusia 2018 es un suspiro. La intransigencia del fujimorismo ha encarnado en rostros ad hoc como el de la congresista Lourdes Alcorta y nuestro goleador de la selección Paolo Guerrero se encuentra enfrascado en un poco caballeresco entredicho sentimental en el cual participan su mamá doña Peta, la bella Alondra y tiene como tema de fondo la calidad del aliento bucal del actor Christian Meier. Y siempre se puede temer algo peor: la señora Alcorta declarando frente a una cámara, por ejemplo.

LA CAMISETA MALDITA
José Manuel Gonzales Ganoza, Caico (1954-1987), fue un larguirucho y moreno guardameta peruano que vivió una vida deportiva marcada por el sinsabor. Su inusual biotipo alongado, 1,90, le daba una ventaja y una limitación al mismo tiempo. La ventaja era potencialmente cubrir los casi 18 m2 que suponen la portería. La limitación era de índole psicológica. La carga prejuiciosa del racismo, de la coordinación hábil solo hasta el mediodía y demás monsergas canallas hallaban en la bonhomía de Caico campo fértil donde diseminar el germen de la baja autoestima.

El colegaje coetáneo le redujo aun más el campo de maniobra. Otorino Sartor lo opacó como arquero titular durante la Copa América de 1975 en Caracas, de la que Caico regresó campeón pero sin haber atajado un solo minuto. Luego las nacionalizaciones sumarias de los porteros argentinos Humberto Horacio Ballesteros y Ramón El Loco Quiroga, condenaron a Caico a la banca eterna. El Perú prefería a un argentino antes que a un negro. 

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En esta endeble situación anímica y con una penosa denuncia de abandono de hogar a cuestas, Caico llegó al infausto partido de junio de 1979: la selección peruana versus el Quilmes de Argentina. Perú ganaba honorablemente con goles de Fredy Ravello y del Diamante Julio César Uribe por 2 a 1. Fue entonces cuando uno de los clásicos despropósitos de Caico cambió la historia del partido y la suya propia. Una salida en falso, una de sus especialidades naturales, propició el empate de Quilmes.

El cargamontón del coloso de José Díaz contra el arquero peruano está consignado como una de las peores broncas en la historia del balompié nacional. El público descendía hasta el borde de la cancha para insultarlo por malo, por negro, por paparulo, mientras Caico ardía confusamente en su interior. Y entonces hizo lo que nunca ha de hacerse: se quitó la camiseta amarilla con el escudo nacional sobre el corazón y la dejó colgada en el travesaño, abandonando la cancha.

“No puedo más, carajo”, dicen que dijo.

Un oportuno Rubén Panadero Díaz, con el mismo timing que utilizaba para fisurar un peroné, recogió la prenda sagrada como quien tomaba la bandera del Huáscar y agregó entre dientes la amistosa advertencia de no seas huevón, Caico.

Era 1979, centenario de la Guerra del Pacífico, y el país vivía bajo un gobierno militar. Dos días después de ocurridos los hechos, la Federación Peruana de Fútbol expulsaba a Caico de la selección y lo inhabilitaba de forma definitiva para integrar seleccionados. 
Caico intentó explicar su inexcusable reacción. Tenía 24 años. “Yo sé que no soy un tipo con ángel”, era uno de sus confesionales argumentos de defensa. Recién se le perdonó en 1980.

Siete años después, el destino lo encontraría de pasajero en un Fokker que tenía como desenlace mortal el mar de Ventanilla. Caico odiaba los aviones. Fobia que, luctuosamente, ha heredado su sobrino Paolo Guerrero.

Tarea pendiente es rastrear y encontrar esa malhadada camiseta amarilla de arquero que quedó abandonada en la cancha. Está cargada. Habría que disponer de ella de la misma manera que se procedió con la casa Matusita o la muñeca Annabelle.


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