Desde hace 10 años. Todos los sábados –hacia las diez y media de la mañana- una pulsión muscular me lleva a coger el teléfono. No llego a realizar la llamada como sí lo hice religiosamente en veinte años. Pero el instrumento telefónico sabe de espiritualidad y sabe que es una extensión de mi mano para acariciar la voz de quien, en verdad, sí está, pero no puede ya atender físicamente el teléfono.
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Y entonces revivo 1968. Cuando me llevó como Jefe de Prácticas de todos los cursos que dictaba en la Universidad de Lima. Eran tiempos de universidad seria. Cursos anuales. Cuatro de Lengua. Terminando con El Quijote. Y viajo con el tiempo porque fueron, quizás, los mejores años de mi formación. Pues en mis ratos libres asistía a todas sus clases; jamás dos iguales. Siempre creativas y dialogantes. Nunca atadas al syllabus. Hechas a partir de las motivaciones de los estudiantes que ÉL sabía leer apenas entraba al aula.
Y regreso a esos dos años porque no tenía yo carro. Viajaba desde La Punta a Lima y de allí a General Borgoño, en Miraflores. Donde un desayuno me esperaba y una conversación fluía sobre cualquier tema. Con humor. Con el hedonismo por la palabra. Con ese placer como gozaba sus tostadas con mantequilla y mermelada que Sara le iba proponiendo amorosa, dosificada y cuidadosamente. Donde su voz a veces prohibitiva, a veces inteligentemente provocativa nos aterrizaba de algunos ensueños o estimulaba otros.
De allí partíamos a la de Lima, Más aprendizaje, más humor. Más lecciones de preocupación siempre por el otro. Por aquel que aparecía en el diario, por el estudiante que esperaba o por un problema personalísimo.
Luego heredé el carro de José Miguel Oviedo. Y ya me iba solo a la Universidad. Pero también los sábados -¡Ah aquellos sábados!- me permitía Sara ir a Borgoño, robármelo a tomar algún desayuno en Miraflores y –cómplicemente- autorizarlo a comer algo ´prohibido´ pero comedidamente. Y si no había la voz del desayuno por alguna razón, la había en el teléfono. Obvio estas veces en los últimos años se hicieron más frecuentes.
Hoy se cumplen 10 años de su ausencia física, Pese a ello, Luis Jaime Cisneros, ese sí Maestro, me sigue convocando a intercambiar conversación los sábados. En su casa para los desayunos primigenios; o en el café donde ella le permitía la travesura del fin de semana. Llena de amor cómplice que tuve la suerte de compartir.
Te quiero y te extraño, Jaime. Como todos los días desde que te conocí. Dos años íntegros escuchando tus clases (aparte de aquellas formales en la PUCP) en la de Lima fueron inolvidables. Como fueron inolvidables los viajes en tu Mercedes recién traído de Alemania rumbo a la de Lima. Como inolvidables fueron también mis raptos sabatinos . Como hasta hoy, que te escucho recitar de improviso y mentalmente a Sor Juana Inés de la Cruz o a Pedro Salinas.
Este sábado volverá la pulsión. Lo sé. Y hablaré con Sara. Lo sé. Como si él estuviese –y lo está- con nosotros. Lo sé. Te quiero Maestro.
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