Mientras los carros alegóricos desfilan por las flamantes avenidas, un presidente persigue a la reina del carnaval para dispararle agua de lavanda. Los limeños bailan hechizados al vaivén del valsecito y del charlestón, y dependiendo de la bravura del barrio, desde los balcones las mujeres podían verter aromas de flores o aguas servidas sobre los incautos. Allá abajo, los hombres respondían apretando jeringas o chisguetes dirigidos hacia los altos de la fachada.
Como advierte el historiador Sandro Patrucco, el carnaval debe entenderse como parte del calendario litúrgico: celebrado días antes de la Cuaresma, preparaba los ánimos para enfrentar los 40 días de ayunos y privaciones previos a la Semana Santa. Así, desde el domingo hasta la llegada del miércoles de ceniza, el mundo se ponía al revés. Eran tres días para ignorar la ley: exceso de pisco y delirio, teatros convertidos en salones de baile, trajes nuevos y máscaras para gozar del amor sabroso y subversivo. Todo parece estar permitido, nadie se queda fuera y cualquiera es alguien tras un antifaz. Para el especialista en historia del Perú virreinal, los carnavales eran una forma de desordenar el mundo para luego volver a sus rigores. Citando al teórico ruso Mijaíl Bajtín, el carnaval subvierte el orden social y la autoridad para, paradójicamente, reforzarlo: tras la fiesta, siempre se vuelve a la normalidad. Durante el Virreinato, el carnaval tuvo una enorme importancia no solo en la capital, sino prácticamente en todas las ciudades del país.
Una tradición que se mantendrá febril durante la República, al conservarse las prácticas del juego con agua y los perfumes disparados con chisguetes. Según el historiador, salpicar de colonia a una joven limeña podía ser considerado una forma de galanteo entre “gente decente”. Sin embargo, para la clasista Ciudad de los Reyes, el malestar se generaba cuando los “marginales” se desbordaban. “Tarea del poder era mantener a estos grupos en sus barrios, sin que ‘contaminaran’ la fiesta oficial”, comenta el docente de la Universidad Católica.
En el característico tira y afloja entre autoridades y pueblo llano, común en toda celebración carnavalesca, los barrios imponían su juego. Ya en la década de 1830, como dan cuenta las ediciones de El Comercio de la época, los bardos oficiales restringían el uso del agua en las calles, y ante el fracaso de la norma, en 1856 se procedió a prohibir los carnavales en Lima y el Callao con el fin de “no atentar contra la moral y la decencia” y garantizar “la libre ocupación” a comerciantes, artesanos, tenderos, oficinistas y demás gente de trabajo”. La Intendencia de Policíaa nunciaba inmediato arresto para los infractores y una pena de 20 pesos más la reparación económica de cualquier daño causado. Sin embargo, por entonces toda iniciativa legal contra la fiesta resultaba letra muerta.
Sin embargo, un precario “orden” se alcanzó durante la República Aristocrática (1895-1919), donde se impone la tradición de las reinas del carnaval y las multitudinarias reuniones en el elegante Paseo Colón. El fondo monárquico de la práctica delataba la añoranza limeña por los antiguos códigos cortesanos.
La coronación de las bellas limeñas era todo un ceremonial, con pajes, ujieres y alabardas, príncipe consorte y un conjunto de damas de compañía de largos trajes bordados con lentejuelas. “Se trataba de fiestas altamente oficializadas y reguladas, lo que facilitaba el control social”, explica el historiador.
La vida es una tómbola
Contaba el poeta y periodista José Torres de Vidaurre (1901- 1979), que escribía en El Comercio con el seudónimo de Pancho Fierro, que dos semanas antes del carnaval limeño de inicios de siglo pasado ya el ánimo de los vecinos se encendía con tómbolas, ruletas y rifas. En procesión callejera, la cultura afroperuana se desplegaba al ritmo del son de los diablos, del panalivio y otros pasos populares al compás de cajas y chirimías. Apunta el cronista: “El Bando Prefectural prohíbe jugar carnavales con agua. Pero a los mismos alguaciles que colocan el aviso en las paredes la alegre multitud farandulera a baldazo limpio los pone como una sopa”.
En 1909, el Diario describe los “incidentes” ocurridos en tres días de carnaval. En calles como Plumeros, Matavilela, Cocharcas, San Lázaro o Malambo, hay peatones atropellados por caballos. Un esposo lanza un zapato a la cabeza de su pareja en un ataque de celos; un italiano que maltrata a su amante amenaza con un cuchillo al inspector que interviene en la escena. En una riña, dos borrachos resuelven sus diferencias a navajazos, hasta que, cortados y contusos, se reconcilian “quedando tan amigos como antes”. “Todos los protagonistas pasaron a ventilar sus diferencias a las respectivas comisarías”, añade el periodista.
La violencia familiar se disparaba en las fiestas. Sirva esta nota de ejemplo: “Esteban Arcos quiso dar a su familia una sorpresa carnavalesca: el primer día de carnaval, armado de un contundente garrote, con un vestido de Pierrot y después de haber ingerido algunas botellas de pisco, se presentó tambaleante a su domicilio y comenzó a repartir palo a diestra y siniestra. Como consecuencia de esta broma de muy mal tono, resultaron más o menos lesionadas la esposa de Arcos, doña Juana Reboredo y su hija Régula Arcos, una chica que con mucha gracia y buen palmito lleva sus 15 primaveras”. Arcos, hecho una cuba, fue remitido por la policía a la comisaría del barrio donde pasó la noche. Madre e hija le perdonaron pidiéndole no repetir más “bromas” como esa.
Llegado el Miércoles de Ceniza, los limeños colmaban las iglesias arrepentidos por tanto jolgorio. Los menos píos seguían la fiesta en La Punta, con el entierro de Ño Carnavalón, muñeco gigante a quemarse entre cohetes y música de baile.
El nuevo carnaval
Con el cambio de siglo, los alcaldes limeños intentaron regular el uso de los nuevos espacios públicos de la ciudad, prohibiendo todo aquello que “afectara la moral”. “Entonces se vivía una continua tensión para mantener controlada a la plebe”, señala el historiador Patrucco. Así, al igual que se enrejaban los flamantes parques y monumentos en nombre del buen gusto, también se buscó poner límites a las festividades populares.
Fue el presidente Leguía quien transformó el carnaval criollo con aderezos mediterráneos. Perfumes florales reemplazaron al agua sucia y se invirtió en corsos con reinas montadas en aparatosos carros alegóricos. A inicios de la década del veinte, periodistas de El Comercio daban cuenta de estos “nuevos carnavales”, poniendo su atención en las “refinadas” y “cultas” fiestas de afectada estética, y en cómo la tradicional violencia parecía retroceder. A decir de Patrucco, los valores tradicionales de la ciudad empiezan a verse anticuados, y una Lima moderna surge, aunque sus encantos estén dirigidos a una minoría con poder económico. “La celebración del gran corso resultaba especialmente elitista”, advierte.
En busca de reinas
Juan Mendoza, destacado coleccionista local e historiador autodidacta de la fotografía, ha ido por años cazando imágenes entre los anticuarios de La Parada. Ha sido una búsqueda paciente tras reinas de carnaval o carros de desfile. La mayoría de las imágenes que reproducimos en estas páginas, parte de su colección, no provienen de estudios de renombre. Se trata, más bien, de fotógrafos de oficio que ofrecían sus servicios de forma ambulante. En este registro inédito, puede verse el encanto de las reinas y la compleja producción de los desfiles auspiciados por el Gobierno. “Leguía supo usar su relación con la multitud en estas fiestas como elemento de legitimación. Él presidía el carnaval, la reina desfilaba a su lado”, dice el coleccionista.
En 1924, la publicidad en las páginas de El Comercio daba cuenta de las ‘diner dansant’ organizadas en honor a la reina del carnaval y su corte en el Gran Hotel Atahualpa en La Punta. El cubierto costaba seis soles (600 a precio actual) para sumarse al baile de sociedad. Otras fiestas memorables se prometían en el céntrico hotel Bolívar, el hotel Lido de Venezia en San Miguel o el Royal de Chosica (especial para quienes buscaban buen clima). El bufet incluía tamales, chicharrones, arroz con pato y anticuchos. Junto al pisco, se descorchan botellas de vino riojano, coñac, jerez, oporto y cidra. El Jardín Estrasburgo, uno de los restaurantes más hermosos de Lima ubicado en el Portal de Escribanos, encendía su regia iluminación veneciana para sus grandes bailes de fantasía, con la participación de la orquesta del Bata-Clan y grandes bandas de jazz.
“El presente año el carnaval ha transcurrido en medio de verdadera, sana y cultural alegría”, reportaba en 1925 un anónimo redactor de El Comercio. “Las señoras y señoritas caminan llenas de confianza y seguridad al saber que no serían molestadas por nadie”, añadía.
El programa municipal anunciaba el desfile de carruajes desde las tres de la tarde, saliendo del Paseo Colón para dirigirse a la plaza Bolognesi, y seguir por la plaza San Martín, Plaza de Armas y alcanzar luego los Barrios Altos alrededor de la plaza Italia. En carros transformados en pavos reales, tumbas egipcias o barcos piratas, iba sentada la reina rodeada de su corte. Tras ellas, le seguían el rey y la reina infantil, y otros carros entre los que estaba el de la Sociedad Central Japonesa, auspiciado ese año por la firma musical Tominaga, que armó un enorme fonógrafo rodante. Al finalizar el recorrido en el Parque Universitario, las reinas descendían de su trono móvil para asistir a la recepción en el Consejo Provincial, donde el presidente Leguía era el invitado central. Afuera, la fiesta continuaba hasta la madrugada, con limeños vestidos de colombinas, pierrots, toreros, charros o cowboys.
Decadencia y final
Con la caída de Leguía en 1930, el liderazgo oficial en los carnavales decayó rápidamente. Las celebraciones resultaban menos centralizadas y se fortalecieron los bailes de fantasía en Barranco, La Punta o Ancón, alternativas más modestas que terminarían reemplazando a los corsos del centro. La gradual irrelevancia de las reinas oficiales del carnaval conllevó a su multiplicación informal: se elegía a la reina del trabajo, la reina de comercio e industria, la reina de la Caja Nacional del Seguro Social, la reina del Mercado Central, entre otras instituciones o fábricas.
A mediados de siglo, en la celebración predomina el juego con agua en los barrios. El municipio patrocinaba un festival popular en el Campo de Marte, prohibiendo cualquier juego con agua, práctica asociada con la epidemia de gripe que entonces asolaba la capital. Los bailes de fantasía tenían como reducto el club Lawn Tenis, el Regatas Unión de La Punta, el Internacional Revólver. En el club Waikiki, al gran baile carnavalesco se suma la repartición de premios de su campeonato internacional de tabla hawaiana. Por su parte, el hotel Bertolotto, en San Miguel, convocaba a las más famosas orquestas en su terraza de baile. El tráfico de los tranvías se alargaba hasta la madrugada. Perdida una dirección ‘oficial’ de la fiesta, se empieza a cuestionar la pertinencia de tres días de fiesta y la multiplicación de las reinas empieza a resultar risible.
El 16 de febrero de 1958, la joven Matilde Guillot fue elegida reina del carnaval limeño. Sin embargo, la foto que destacó en portada El Comercio fue la de un ómnibus repleto de pasajeros asaltado por tribus carnavaleras.
El artículo que acompañaba la imagen pone en duda si los carnavales deberían celebrarse durante tres días, restringirlo a uno o desaparecerlo por fin. Ese domingode carnaval, se desperdiciaron 200 mil litros de agua en el juego de empaparse unos a otros, y las líneas de ómnibus dejaban de circular por miedo a los ataques.
El 18 de febrero, último día de carnaval, las cifras eran de escándalo: 11 personas muertas y cerca de 4.000 heridos. Luis Felipe Angell, el popular Sofocleto, en su influyente columna arremetió: “Esta demostración colectiva de bestialidad ha puesto en evidencia un peligroso desquiciamiento moral de nuestra juventud”. Tres días después, el presidente Manuel Prado firmó el Decreto Supremo 348, que resolvía suprimir los tres días de fiesta del carnaval a partir del año siguiente. De forma gradual pero irreversible, fueron desapareciendo los perfumados chisguetes de Guillón, las bolsitas de lluvia de oro y los tubos de éter, parte del animado recuerdo de nuestros abuelos. Triste forma de acabar el reinado de Matilde I, la última reina coronada en la Ciudad de los Reyes.