Los radicales dicen que es el partido más deprimente de la historia. El resto repite, cual muletilla, que es el partido que nadie quiere jugar. Y no se cansan de decirlo cada cuatro años por todos los medios posibles. Si pudieran se lo estamparían en el pecho. Quienes lo odian sienten que tienen el compromiso de demostrarle su desprecio y pedirle a la FIFA por enésima vez que lo desaparezca de la faz de la tierra.
Al parecer a todos esos ultras se les acabaron los megas. Porque lo que Croacia y Marruecos ofrecieron en el estadio Kalifa ha sido un ejemplo de cómo debe asumirse el partido por el tercer puesto, un suceso que existe desde 1934, cuando alemanes y austriacos resolvieron sus diferencias poco antes de que a un señor de bigotitos apellidado Hitler se le ocurriera sembrar el terror entre ambas naciones.
Si uno revisa la historia, solo tres veces un partido de estos acabó 1-0, los demás han sido un acto de generosidad con el público: un derroche de goles. Se entiende: sin la presión de la final, se juega más suelto. Pero es cierto también que muchos entrenadores han usado este encuentro para darle oportunidades a aquellos que se la han pasado en la banca de suplentes.
Eso no ocurrió hoy. Y no hace falta conversar con Dalic ni con Regragui. Tampoco con Hakimi ni con Modric. Basta con haber visto el partido completo. Cómo se celebraron los goles. Cómo Kramaric se fue llorando por un desgarro. Cómo los marroquíes fueron a pechar al árbitro al final del partido. A todos les corrió sangre. No se trató de un partido decorativo, no fue un check más en la agenda. Ambos jugaron, con intensidad, por una medalla de bronce y por el tercer lugar de un podio. Y también por una tonelada de millones, no seamos inocentes: 27 millones de dólares para el tercero y 25 millones para el cuarto.
La historia indica que para las potencias ganar este partido es una lavada de cara. Si no Alemania, que la jugó cinco veces, no se hubiese esmerado en ganarlo en cuatro ocasiones. El efecto para los países anfitriones es muy similar: han vencido en tres oportunidades de cinco posibles. ¿Quiénes perdieron? Corea del Sur, en el 2002, sin saber cómo había llegado tan lejos. O tal vez sí: gracias al árbitro boliviano René Ortubé. El otro fue Brasil, en el 2014. Un Brasil molido por el 7-1 ante Alemania en las semifinales que, simplemente, fue un ánima.
Pero para los equipos que fueron la revelación en sus mundiales, aquellos que nos hicieron parar de nuestros asientos, el séptimo partido es la consagración. Polonia en España 82, Suecia en Estados Unidos 94, Turquía en Corea-Japón 2002 y, cómo no, la Croacia de Davor Suker en Francia 98. Quizá por eso Luka Modric y los suyos se tomaron tan en serio este duelo. Deseaban igualar a aquella otra generación dorada.
En cuanto a los goles fueron de gran factura. La palomita de Gvardiol a los 7 minutos fue la consecuencia de una jugada preparada, y el derechazo de Orsi (42′) una genialidad: beso al palo y gol. El tanto de Marruecos careció de ese brochazo de talento, pero la celebración de Dari, con los ojos cerrados, aguardando el abrazo de sus camaradas sobre la hierba, fue significativo. Evidenció lo mucho que les costó a los marroquíes llegar hasta allí. Si no que lo digan sus madres, a quienes han honrado en cada partido.
En teoría, jugar por el tercer puesto supone que no mereciste estar en la final. Pero hablémosle a los croatas y a los marroquíes de merecimientos. Fue un partido más para gozar del legendario Modric, pero también de apellidos que ya más nunca se nos olvidarán: Ziyech, Amrabat, Bono, y tantos más. De consolación nada. Fueron por la gloria. Gracias por levantarnos de la cama.