Paolo Guerrero, el '9' y capitán de la selección peruana. (Foto: AFP)
Paolo Guerrero, el '9' y capitán de la selección peruana. (Foto: AFP)
Adolfo Bazán Coquis

La última vez que marcó un gol en el Mundial no hubo escenas de euforia. No hubo desahogos ni afonías, tampoco abrazos interminables ni promesas al cielo. Acaso sí un penoso silencio y lágrimas (imposible saber cuántas) de frustración. La antonimia misma de la máxima alegría en el fútbol.

Ese 22 de junio de 1982, en el estadio de Riazor en La Coruña, el anotador solo atinó a persignarse y segundos después hacer un gesto con el puño apretado. Cinco dedos que atenazaban la furia de 17 millones de peruanos que veían a su selección decir adiós una vez más con un marcador impregnado de amargura.

Ese gol lo marcó Guillermo La Rosa y ese Mundial fue España 82. Y la historia reseña que ese tanto, a los 83 minutos del partido contra Polonia, significó apenas el descuento, el honor salvado frente a los cinco gritos con que nos habían ensordecido los rivales.

El ‘Tanque’ ha sido entrevistado por varios medios en estas últimas semanas para evocar esa gesta y su respuesta es un canto a la esperanza: confía… no, está seguro de que en pocos días más otros apellidos (¿Guerrero? ¿Cueva? ¿Flores?) llenarán nuevas páginas de esta historia. Que los peruanos (30 millones esta vez) festejaremos a rabiar las modernas epopeyas.

Si el gol de Jefferson Farfán a Nueva Zelanda en el repechaje causó una explosión sísmica de júbilo (la ciencia dice que fue un sacudimiento del suelo, pero tiene menos encanto), imagino desde ya la fuerza de ese canto balsámico cuando enfrentemos a Dinamarca, o a Francia, o a Australia. O más allá.

Ya no será el desahogo por tantas frustraciones, sino la expresión misma de la conquista. Quizás sea un estallido asincrónico, porque algunos lo verán en señal abierta, otros en señal de paga, muchos con HD, pero qué duda cabe de que el eco retumbará largos minutos. El epicentro estará en Rusia, pero la onda de felicidad se extenderá a donde quiera que haya un peruano de corazón.

Siempre estará, claro, el fantasma del cero. La posibilidad de que el bullicio se atragante en las gargantas. Que los festejos sean ajenos. Pero por ahora podemos soñar. Con lo demostrado a lo largo de 15 partidos con el cartel de invictos, hay de dónde aferrarnos. Hay ilusión.

La última vez que Perú marcó un gol en el Mundial yo estaba en el colegio. Esta vez miraré los partidos con mis hijos César y André, con ellos será el abrazo. Y la lección que todos aprendimos en este largo tiempo, en que una ominosa cadena la selección arrastró, es que a la fiesta mayor del fútbol no se va como convidado de piedra, sino como actor. Nos toque un rol estelar, secundario o de reparto, este se debe cumplir a cabalidad y con pasión.

Que suene el silbato.

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